Los autonautas del Atlántico: la hazaña de los italianos que cruzaron el océano a bordo de un Taunus y un Passat
Marco Amoretti y Marco De Candia partieron de las Islas Canarias, navegaron más de 5000 kilómetros a la deriva y llegaron al Caribe después de 119 días
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Era el proyecto de su padre, Giorgio Amoretti, un artista provocador que se dedicaba a viajar por el mundo en motoneta y a denunciar la comodidad infame de la vida burguesa.
Giorgio soñaba con cruzar el océano desde Europa hacia América, impulsado por la corriente de las Canarias, como los aventureros argentinos de la expedición Atlantis, pero a bordo de un auto convencional que pudiera flotar y desplazarse con la sola fuerza del viento.
Una enfermedad terminal le impidió al artista italiano de La Spezia cumplir su sueño, pero el proyecto fue retomado por sus tres hijos, Fabio, Mauro y Marco, y un amigo, Marco De Candia, que se sumaría a una empresa inédita, peligrosa y de incierto final.
Debían navegar más de 5000 kilómetros a través del océano Atlántico empleando como embarcación dos automóviles comunes y corrientes, sin propulsión, mástil ni timón.
Los jóvenes de la Liguria partieron el 4 de mayo de 1999 desde la isla de Palma rumbo a Florida, Estados Unidos, en un Ford Taunus y un Volkswagen Passat, acondicionados para flotar.
El destino quiso que solo dos de los cuatro navegantes cumplieran su cometido, el 31 de agosto de 1999, tras 119 días de navegación a la deriva. Cuando pisaron tierra, los tripulantes ya no eran los mismos. Sus vidas cambiaron para siempre.
Una travesía de espíritu rebelde
Como es obvio, los autonautas no la tuvieron fácil. A la semana de haber partido, el viaje pareció naufragar. Todavía no habían encontrado la corriente que los arrastrara hacia América, cuando Fabio y Mauro enfermaron; sufrían náuseas, vómitos y problemas intestinales, y no podían comer. La situación empeoró con una feroz tormenta que los golpeó durante días.
Los autos flotantes parecían cáscaras de nuez y la vida de los dos tripulantes enfermos corría peligro. Por eso, antes de cruzar la frontera de las aguas internacionales, un helicóptero de la prefectura española acudió al rescate y se llevó a los dos hermanos, los mayores del equipo, en un salvataje cinematográfico.
La misión se puso en duda, pero Marco Amoretti y Marco De Candia decidieron continuar la travesía, loca, temeraria y romántica, como a Giorgio le hubiera gustado. A bordo de las dos errantes autobarcas, cargadas con 300 litros de agua dulce y comida seca, una radio VHF, un teléfono satelital y un GPS, los amigos siguieron con rumbo incierto, sin certezas de nada.
La historia podría resultar demasiado asombrosa como para darla por cierta, pero Marco, que ahora tiene 45 años, explica a LA NACIÓN, al otro lado del teléfono, que nunca le importaron los incrédulos: “Si hubiera sido una fake news habríamos tenido más rating y la historia habría recorrido todo el mundo, pero eso nunca sucedió. Cuando estábamos en el medio del océano, ni la televisión ni los diarios italianos creían lo que estábamos haciendo”.
“Por suerte, un día nos encontramos con un barco petrolero de la Chevron, la tripulación nos arrojó manzanas para comer (lo recuerda especialmente porque era la primera fruta que comían después de dos meses) y también nos sacaron fotos. Eso terminó siendo un testimonio documental de que nuestra aventura era cierta”, cuenta Marco, que trabaja en una película sobre aquel viaje inolvidable.
Marco cumplió los 24 años en medio del mar (in mezzo al mare, como dice), mientras su papá se despedía de este plano sabiendo que su hijo llevaba adelante su sueño, aunque él no lo supo hasta tocar tierra.
“Ese viaje nos puso a prueba, fue una gran aventura que nos ayudó a reencontrarnos con nosotros mismos, pero también representaba algo que nunca nadie había hecho antes”, dice desde Liguria.
—¿Por qué lo hicieron en auto y no una embarcación convencional?
—Porque mi papá, que fue el de la idea, era un gran provocador, él quería hacer algo extraordinario con la idea de romper el status quo, la regla de cómo uno tiene que hacer las cosas. Entonces, cruzar el océano en un auto y no en un barco fue el espíritu rebelde de mi padre, que nosotros aprendimos. La travesía de alguna manera fue como una representación artística y filosófica.
Los autitos flotadores
Los dos autos fueron rellenados con espuma de poliuretano para que pudiesen flotar, pero el estado de las macchine era tal como en la tierra, originales de fábrica: tenían el motor, las ventanas y las ruedas (inútiles en el agua). Les agregaron un panel solar para cargar las baterías de la radio y del teléfono satelital que, después de una tormenta, se mojó y dejó de funcionar por 47 días.
“Llevamos latas de alimentos, aceite, arroz, hongos, quesos y pastas secas, y también elementos para pescar; al principio nos resultó muy difícil hacerlo, pero después entendimos la técnica y entonces día por medio pescábamos algún pez corifeno”, recuerda Marco.
La aventura fue financiada con los ahorros de Giorgio, el mismo hombre que recorrió el norte de América y todo el continente africano, de punta a punta, en una Lambretta.
El cruce del mar Atlántico les costó a los autonautas unos 100 millones de liras italianas de la época, o unos 100.000 dólares actuales, pero el expedicionario afirma a LA NACIÓN que “hoy podría hacerlo por la mitad de ese valor”.
Cómo si fueran náufragos de una secuela de la película Mad Max, los navegantes hacían sus necesidades en el capó del auto, que luego se limpiaba con las olas, cocinaban en el baúl y dormían en unas balsas inflables dispuestas sobre el techo, que también les hacía de ingreso al habitáculo interno del autonáutico, un refugio fundamental durante las tormentas.
Las embarcaciones estaban amarradas por unas cuerdas, para evitar extraviarse, separadas por entre cinco y diez metros de distancia, pero no las impulsaba motor alguno, solo la fuerza de la corriente y el viento que inflaba dos precarias velas sin mástil.
“No sabíamos si el auto iba a soportar el viaje. Un coche estaba atado con el otro con una gran cuerda, que cada tanto se cortaba por la fuerza imparable del mar, entonces teníamos que tirarnos al agua para volver a atarlos, y en cada inmersión existía la posibilidad de cruzarnos con tiburones, barracudas, lo que sea. Habíamos llevado antiparras para poder mirar abajo del agua a ver si venían tiburones, pero una vez que te tirás al agua no ves nada”.
“Un día tuve que irme hasta el auto de Marco donde estaba el teléfono satelital y nos encontramos con un tiburón enorme de tres metros. Ahí nos asustamos bastante. El escualo hizo dos giros alrededor nuestro y luego desapareció, así como llegó”.
Las noches en medio del oceáno también eran complicadas: el mar se mostraba como un todo negro, y solo el cielo lleno de estrellas les daba la garantía de que estaban sobre este mundo. “Nunca dormimos bien, porque el auto se movía bastante, cada dos o tres horas nos despertábamos, no era muy cómodo”.
—Y en momentos de desesperación, ¿a quién se encomendaban?
—No somos muy creyentes de la religión tradicional, pero algo que aprendí es que si respetás al mar, empezás a entender su lenguaje, y si no hacés cosas peligrosas y estás atento, el mar te respeta. Solo hace falta escuchar el mar.
Otro de sus grandes temores era sufrir escorbuto, una enfermedad que ha matado de manera espantosa a millones de marineros por deficiencia de vitamina C, por lo que llevaron complementos nutricionales.
Cuenta el más joven de los Amoretti que otro gran problema que padecieron fue la falta de ejercicio. Sus movimientos eran limitados: no podían caminar ni correr y, aunque podían nadar cuando el mar estaba tranquilo, ya que el agua tenía una temperatura templada, eso podía implicar algún peligro surgido de las profundidades. No querían volver a cruzarse con un squalo.
“En cuatro meses nos encontramos con cuatro o cinco barcos distintos. La radio estaba en mi auto y una vez intentamos hacer una conexión con un barco inglés que apareció en el horizonte: ahí hablamos por primera vez con alguien, nos preguntaron quiénes éramos, qué hacíamos ahí”.
“Después de tres meses de tratar de encontrar a alguno, fue sorprendente poder conectarse con alguien. Recuerdo que nos pidieron el número de la embarcación, y nosotros les dimos el nombre que llevaban los autos: Giorgio y Serenella (en honor a mis padres). El capitán no entendía nada, se sorprendió bastante, nos decía que estábamos locos”.
Después de 119 días in mezzo al mare, Amoretti y De Candia llegaron a las Antillas francesas y tocaron tierra en la isla caribeña de Martinica; habían planificado llegar a Miami, pero la corriente los había desviado.
Sus hermanos Fabio y Mauro, que habían retomado la comunicación el último mes mediante el teléfono satelital, los esperaban en la costa. La alegría fue enorme, pero tuvo un sabor agridulce: Marco recibió la noticia de que su papá, el inspirador de la travesía, había muerto cuando ellos se encontraban en altamar.
El Ford Taunus y el Volkswagen Passat llegaron completamente oxidados tras cuatro meses semisumergidos en el agua. “A los autos los dejamos en una playa de estacionamiento de Martinica, pero después de tanto tiempo ya les perdimos el rastro. Si tuviéramos que hacer otro viaje, tendríamos que reacondicionar un auto nuevo”.
Marco cuenta que hizo otras travesías autonáuticas, nunca tan largas y peligrosas como la de 1999. Estuvo en la Bienal Arte de Venecia de 2017 con una Maserati anfibia con motor fuera de borda, con la que hizo el “giro” náutico de Italia: navegó desde Génova hasta Sicilia, volvió por el mar Adriático y entró a Venecia.
—¿Volverías a cruzar el océano en un auto flotante?
—Sin dudas, sueño con un nuevo comienzo. Estamos haciendo una campaña de crowdfunding para retomar nuestro viaje, interrumpido en Martinica, y continuar por Haití, Cuba y Jamaica hasta Miami, atravesando el Golfo de México, y así esta vez poder terminar el proyecto original de mi papá Giorgio, ¡de Europa a América, navegando en coche!
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