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Era de esperar que entre las decenas de crónicas publicadas en estos días sobre la muerte de la reina Isabel II aparecieran las clásicas dedicadas a indagar en su prolija vida amorosa. Tanto se han esforzado los medios en dar con alguna pista que demuestre lo contrario, que aquí estamos: “refritando” nuevamente rumores jamás confirmados sobre los sentimientos de la mujer más hermética de la historia.
Leyendo sobre su larga y abnegada vida uno no puede menos que empezar por preguntarse como habrá sido pasar setenta años sin darse el gusto de una escapada al cine un domingo por la tarde, por ejemplo, o salir a tomar un café y caminar sin rumbo por las calles de su ciudad preferida, planear unas vacaciones con amigas más allá de las fronteras del reino, esas cosas que suelen hacer los mortales, incluso los que son ricos. Su entorno (y ella) se encargó de alimentar la imagen de una mujer obediente y concentrada moviéndose de palacio en palacio, esa burbuja de paisajes repetidos, entre salones cargados de adornos solemnes y retratos de gentes muertas siglos atrás, pasillos helados e interminables, ventanales con vistas a los jardines de siempre. Una señora obligada a reprimir cualquier síntoma de atracción hacia algún hombre, de los tantos que circularon inevitablemente por su ambiente, incluso estando ya casada con el infiel Felipe. Él divirtiéndose por ahí y ella disimulando las ganas de hacer lo mismo. Había aceptado el golpe del destino, pero convengamos que el sacrificio fue demasiado grande.
Su amiga y confidente
Cuentan las crónicas que dos décadas después de la muerte de Alathea Fitzalan Howard - bisnieta del duque de Norfolk, gran amiga y confidente desde que era princesa- una sobrina política publicaba en octubre de 2020 (no hace mucho y en pandemia) el diario privado de su tía. Bajo el título Diario de Windsor: una infancia con las princesas, el libro revela una confesión desconocida que habría hecho la monarca en su tierna juventud. Alathea había trabado amistad con Isabel y su hermana Margarita durante la Segunda Guerra Mundial, cuando vivía en los terrenos del Castillo de Windsor y tomaba clases de baile y dibujo con ellas. En un pasaje de sus memorias recuerda que junto con la reina estaban enamoradas de Hugh FitzRoy, un oficial de 22 años que mucho después heredaría el ducado de Grafton.
En abril de 1942, el supuesto galán había sido invitado a tomar el té en Windsor. “Son tan excesivamente amables con él que uno puede preguntarse si tienen una idea detrás. Estoy segura de que él prefiere a Lilibet antes que a mí. Si la familia real considera que la princesa Isabel debería casarse con un plebeyo inglés, creo que puede funcionar entre ellos. No está enamorado de ella, pero creo que estaría encantado de beneficiarse de su afecto”, escribía con cierta envidia.
En sus páginas relata además una conversación que ambas tuvieron en junio de ese mismo año: “Hablamos de Hugh y otros hombres, y en la privacidad de su habitación conversamos con más libertad que nunca, porque ella es naturalmente reservada. Ella dijo que, si realmente quisiera casarse con el hombre de sus sueños, se escaparía. Pero sé que no lo haría: su sentido del deber con su familia es demasiado fuerte, a pesar de que fue creada para una vida más sencilla”.
Los 16 de Isabel
Haciendo cálculos, en esa fecha Isabel tenía apenas 16 años y, al decir de los biógrafos fue a los 13 cuando puso el ojo sobre el esbelto Felipe, que luego se convertiría en su marido pese a no contar con el visto bueno de la familia real. Cuestión que el oficial se casó en 1946 con Anne Fortune FitzRoy, quien hasta entonces había sido su dama de compañía y, aunque trascendió que el heredero del ducado de Grafton tenía la bendición de Jorge VI y de la Reina Madre, admitió públicamente que nunca tuvo intención de casarse con Isabel.
Pero la intimidad de Su Majestad tuvo un pico de interés cuando la serie de Netflix insinuó que su corazón latió fuerte por Lord Porchester, un amigo de la infancia con el que compartía pasión por los caballos, de hecho, fue quien le administró los establos hasta su muerte, en 2001.
Según la versión de The Crowne, con Porchie (así lo llamaba) emprende una larga gira por Europa y Estados Unidos para conocer las últimas tendencias del negocio equino en el que ambos estaban muy involucrados. Cuando regresa del viaje Felipe la enfrenta, muerto de celos. Ella, como la reina que era, lo corta en seco: “Si tienes algo que decir, hazlo ahora. De otro modo, si no te importa, estoy ocupada”. La fascinante docu-ficción producida de manera magistral no sugiere nada acerca de aquel viejo y malicioso chisme que corre por el reino desde entonces: que el polémico príncipe Andrés, el hijo preferido de Isabel, es un calco de Lord Porchester…
Más allá de esas especulaciones de mal gusto (tal como las calificó la Corona), el solo hecho de que una producción de semejante envergadura sobre la imagen de un personaje tan poderoso como fue la reina de Inglaterra se arriesgara a deslizar que tuvo un romance imposible, le da un crédito encantador a la historia, y de algún modo la redime: Isabel sí era un ser humano, pese a que pasó siete décadas dedicada a sostener su leyenda.
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