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Son las cuatro de la tarde de un frío miércoles invernal. Don Julio Medina, con sus 84 años muy bien llevados, se encuentra estirando, con una sobadora, la masa para unos sorrentinos. A su lado, su mujer Lila, de 86 pirulos, sentada en un cómodo banquito de madera, pica el perejil fresco. En tanto, su hijo Luis prepara su delicioso relleno de mozzarella y jamón. Luego, con un molde les da su característica forma de “sombreritos” y los cierra, uno por uno, a mano. Desde 1982 los Medina están al frente de una de las fábricas de pastas frescas más queridas del barrio de Colegiales. “El nombre es por la calle donde estamos ubicados. Pastas Conde, pero que nada esconde”, confiesa Julio, entre risas, mientras saluda a un habitué que fue en busca de unos ravioles de pollo y verdura con salsa mixta. Otro parroquiano le encargó ñoquis para llevar. En la puerta del local de Conde 730 se fue armando una fila más extensa. “Esto no es nada, los 29 del mes es impresionante la concurrencia: la cola llega hasta la esquina. Siempre me acuerdo que cuando inauguramos un conocido me dijo que le había errado con el sitio y tamaño del local. Le parecía muy pequeño y escondido de la avenida Federico Lacroze.
Sin embargo, el tiempo me dio la razón: gracias a Dios desde que abrimos la concurrencia es un éxito. El boca a boca siempre fue nuestra mejor publicidad”, reconoce orgulloso. ¿Sabías que los vecinos nos llaman cariñosamente “Los Abuelitos de la calle Conde”?, dice, orgulloso; y comienza a relatar su historia de amor y apasionantes anécdotas de su oficio.
“¿Vio cuando una persona le impacta?”
Julio Medina es oriundo de Santiago del Estero y Lindaura Esperanza Angulo, a la que todos conocen como Lila, de Tucumán. Aunque los dos son del noroeste argentino, sus caminos recién se cruzaron en la provincia de Buenos Aires, precisamente en la ciudad de Luján. “Habíamos ido de paseo con unos amigos en común que nos presentaron. Digamos que oficializaron de celestinos. Se ve que estábamos destinados. ¿Vio cuando una persona le impacta? Bueno, eso me pasó. Ella me agarró de la mano y no me soltó más (risas).
Desde ahí estamos juntos. Toda una vida”, rememora Medina, quien en aquel entonces tenía apenas 21 años. En esa época el jovencito para ganarse la vida trabajó en el ferrocarril y luego como lavacopas en un bar de españoles. Tiempo después en un taller metalúrgico de la Av. Córdoba en donde producían ollas a presión, pavas y planchas. En tanto, Lila, quien desde pequeña tuvo gran talento con las manualidades, en aquellos tiempos tenía su empleo en una renombrada tienda en Barrio Norte.
“Allí era botonera. Las señoras me traían sus telas y yo les diseñaba los botones y cinturones artesanales a medida. He tenido como clientas a Isabel Sarli, Lola Torres, a Silvia Martorell, esposa de Arturo Umberto Illia, entre otras personalidades”, relata.
Los 60 y el negocio de pastas
En la década del 60 las vueltas de la vida los acercó al mundo de las pastas frescas. Julio se inició como cadete en un negocio sobre la calle Talcahuano. Luego, estuvo casi una década en “Casa Mario” en Av. Santa Fe 3048. “Poco a poco fui aprendiendo el oficio. Primero empecé en la cocina lavando las verduras y cocinando la carne para los rellenos. Al tiempo, pasé a las masas y, por último, al funcionamiento de las máquinas”, dice, quien descubrió que el rubro le apasionaba. Hasta que un día soñó con independizarse y junto a José, un compañero de trabajo, compraron el fondo de comercio de la fábrica de pastas “La Castellana”. Sin embargo, admite que los primeros días fueron complejos. “No vendímos ni una caja de ravioles”. Pero no se dieron por vencidos. “A los seis meses era una romería de gente”, afirma, quien luego abrió su segunda fábrica de pastas en Av. Jorge Newbery y Álvarez Thomas. Lila, su compañera de vida, también lo acompañó desde el primer día en dicho negocio. Enseguida, sus ravioles y capelettis conquistaron los paladares del barrio y alrededores. También sus fideos. “Hacíamos el reparto en bicicleta, también éramos proveedores de algunos restaurantes de la zona como la Cantina de David”, cuentan.
Una década más tarde, el 2 de abril de 1982, cambiaron de locación y abrieron las puertas de la fábrica de pastas “Conde” en su preciado barrio de Colegiales. Su fiel clientela les siguió los pasos. “En este pequeño local antiguamente funcionaba un conventillo”, cuenta su hijo Luis, quien aprendió el oficio a temprana edad. Él junto a su hermano Julio se criaron en el negocio. “Desde que tengo uso de razón fabrico pastas. Primero se trató de un simple juego infantil. Tengo recuerdos de las altas estanterías de tomates y de las “luchas” con las bolsitas de queso que con mi hermano usábamos de guantes de boxeo (risas). También hacíamos guerra de harina. Ya de adolescentes nos fuimos involucrando cada vez más en la fábrica: dábamos una mano durante las vacaciones con lo que hiciera falta. Poco a poco fuimos aprendiendo a cocinar los rellenos y cada uno de los secretos de las pastas artesanales”, dice, quien se recibió de Licenciado en Informática. En aquel rubro trabajó más de una década hasta que “se cansó de la computadora y los sistemas”. “Estaba agobiado, quería cambiar de trabajo y justo en ese momento mi padre me dijo que se quería jubilar. Empecé a venir unos días para aprender el manejo de las máquinas y me enganché enseguida. Mamé esto desde chiquitito y la verdad es que me encanta todo el trabajo manual”, confiesa, quien sueña que sus hijos, Luciano y Valentín, en un futuro continúen el oficio.
La máquina fusilera con más de 100 años
“Nos dividimos las tareas, pero todos estamos detrás de los detalles de producción y atención de los clientes”, describe Lila, mientras pica suavemente el perejil. “Nadie los corta como ella”, asegura su hijo, quien adora la parte de la elaboración. ¿Su especialidad? Los capelettis y los sorrentinos. “Yo parezco jeringa de hospital porque estoy metido en todos lados”, suma Julio, entre risas, mientras ralla, con una máquina especial, un trozo de queso Romano de Santa Fe que le solicitó una cliente. “Es riquísimo. ¿Querés probarlo?”, consulta.
La pequeña fábrica mantiene la estética de los años 80 con su azulejos, mostradores de madera, heladeras y equipamientos históricos. “Esta máquina fusilera tiene cuatro moldes de corte especiales de hierro. Tendrá más de cien años. Es eterna”, explica Julio. A su lado está la raviolera, que “por vuelta saca tres planchas de ravioles” y la ñoquera. Otro de los íconos de la casa es la herramienta para cortar las tapitas para los capeletti. Temprano por la mañana, los Medina comienzan con la producción de sus especialidades. Los fines de semana, días en los que tienen más demanda, Don Julio arranca casi a la madrugada con la elaboración de los tallarines, mostacholes, fusillis, vermicellis y macarrones, entre otros.
Como es tradición, cada 29 del mes es el día de los ñoquis y el comercio se llena de devotos. En esta fecha, la cola para ingresar al comercio llega a ser de más de 30 metros. “Todo lo que ves es pasta fresca del día”, cuenta Luis. ¿Cuál es su secreto? “Hacemos la pasta con amor, pero además es fundamental la buena materia prima: la harina y los huevos. Tenemos proveedores de toda la vida. Además, es indispensable no escatimar con los rellenos. Para el de verdura utilizamos acelga”, detalla Medina, mientras cierra la gran vedette de la casa: los sorrentinos de jamón, mozzarella y perejil. “Son tan demandados que los hacemos prácticamente a pedido porque se agotan. Y al ser tan artesanales, hay días en los que no damos abasto con las cantidades”, cuenta y aconseja unas seis unidades por porción. En el podio de las pastas rellenas también están los ravioles de pollo y verdura y el de ricotta; y los canelones. Otro imperdible son los capelettis de pollo, jamón y queso rallado. “Como todo lo que hacemos son súper artesanales: se hacen uno por uno a mano”, detalla Luis, mientras nos muestra cómo los cierra. Las recetas son las mismas desde los inicios y las guardan bajo siete llaves. En cuanto a las salsas son bien clásicos: fileto y salsa blanca. “En una época las preparábamos en esta olla pequeña que tenemos de recuerdo del casamiento. Es testigo del paso del tiempo”, dice Lila.
Pastas Conde es un comercio muy querido en la zona. Hace un par de años recibieron una distinción por su trayectoria en el barrio. Todos en Colegiales conocen a Julio y a Lila. Les tienen gran afecto. “Este reconocimiento para nosotros fue muy especial. Un lindo logro a tantos años de esfuerzo y trabajo”, dice Medina, quien considera que cada persona que entra a su negocio es como un amigo que hay que agasajar. “Algunos clientes ya son parte de la familia. Hemos creado vínculos profundos. Incluso hay algunos que conocemos desde los inicios y ya viene la cuarta generación”, agrega. También están los que se mudaron o se fueron a vivir al exterior y cada vez que están por Colegiales pasan a visitarlos. “Algunos se emocionan cuando nos ven detrás del mostrador y se sorprenden al ver que todo esté igual. Además, les encanta que los recibamos con una sonrisa o algún chistecito”, dice Lila.
¿Estás atendido pibe ñoqui?, le consulta a un habitué que siempre pasa en busca de sus pastas predilectas. ¿Me das dos planchas de ravioles de ricota?, le dice otra joven que está en la fila. “No te voy a dar, te voy a vender (risas)”, le contesta Lila con picardía. Sin dudas, la fábrica de pastas es un lugar de encuentro.
“La elaboración me encanta. Tengo pasión por este oficio ya que me ha dado todo. Trabajando y con esfuerzo me ha ido muy bien. Siempre digo que hasta que el cuerpo me rinda voy a seguir acá. Mi señora es una compañera de fierro”, confiesa. A su lado, Lila se ríe. “Pasé de hacer botones a elaborar capelettis”, remata. Todos los domingos cuando cierran el negocio los Medina tienen un ritual: reunirse en la mesa a disfrutar de unas deliciosas pastas artesanales, que ellos elaboraron con sus propias manos.
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