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Hoy en día parece increíble, pero hubo una época en que la lobotomía fue celebrada como una cura milagrosa, descrita por médicos y medios de comunicación como “más fácil que curar un dolor de muelas”.
Solo en Reino Unido se realizaron más de 20.000 lobotomías entre principios de la década de 1940 y finales de la de 1970.
Por lo general se practicaban en pacientes con esquizofrenia, depresión grave o trastorno obsesivo compulsivo (TOC), pero también, en algunos casos, en personas con dificultades de aprendizaje o problemas para controlar la agresión.
Si bien una minoría de personas experimentó una mejora en sus síntomas después de la lobotomía, algunas quedaron atontadas, incapaces de comunicarse, caminar o alimentarse por sí mismas.
Pero la profesión médica tardó años en darse cuenta de que los efectos negativos superaban los beneficios y ver que los medicamentos desarrollados en la década de 1950 eran más eficaces y mucho más seguros.
Los escritores y directores de cine no han sido amables con los médicos que practicaron las lobotomías.
Películas como Atrapado sin salida y series como Ratched, retratan a cirujanos sádicos que se aprovechan de los vulnerables y dejan pacientes de mirada muerta a su paso. La verdad, sin embargo, es mucho más compleja.
Tratando de ayudar
Los lobotomistas eran a menudo reformadores progresistas, impulsados por el deseo de mejorar la vida de sus pacientes. En la década de 1940, no existían tratamientos eficaces para los enfermos mentales graves.
Los médicos habían experimentado con la terapia de choque de insulina y la terapia electroconvulsiva con un éxito limitado y los asilos estaban llenos de pacientes que no tenían esperanza de curarse o de regresar a casa.
Fue en este contexto que el neurólogo portugués Egas Moniz desarrolló la lobotomía, o leucotomía, como él la llamó, en 1935.
Su procedimiento consistió en perforar un par de agujeros en el cráneo y empujar un instrumento afilado en el tejido cerebral. Luego lo barría de un lado a otro para cortar las conexiones entre los lóbulos frontales y el resto del cerebro.
“Se basaba en esta visión terriblemente cruda y simplista del cerebro, que lo miraba como un mecanismo sencillo en el que uno podía meter cosas. La idea era que los pensamientos angustiantes y obsesivos daban vueltas y vueltas e interrumpiendo el circuito se podían detener esos pensamientos”, explicó el neurocirujano y escritor Henry Marsh.
“En realidad, el cerebro es absolutamente complicado y ni siquiera comenzamos a comprender cómo se interconecta todo”, dijo.
Moniz afirmó que sus primeros 20 pacientes habían experimentado una mejora espectacular, y un joven neurólogo estadounidense, Walter Freeman, quedó muy impresionado.
Con su socio colaborador, James Watts, realizó la primera lobotomía en Estados Unidos en 1936 y al año siguiente, el diario The New York Times se refirió a la operación como “la nueva ‘cirugía del alma’”.
Pero al principio, el procedimiento era complicado y tomaba mucho tiempo. Mientras trabajaba en el Hospital St Elizabeths en Washington DC, el psiquiátrico más grande del país, Freeman se había sentido horrorizado por “la pérdida de personal y de las capacidades de las mujeres” que presenció allí.
Quería ayudar a los pacientes a salir del hospital y se propuso el objetivo de hacer que la lobotomía fuera más rápida y económica.
Con eso en mente, en 1946, ideó la “lobotomía transorbital” en la que se martillaban instrumentos de acero que parecían picos de hielo en el cerebro a través de los frágiles huesos de la parte posterior de las cuencas de los ojos.
El tiempo de operación se redujo de forma drástica, y los pacientes no necesitaban anestesia, simplemente eran noqueados antes de la operación con una máquina portátil de “electroshock”.
“Lobotomías con picahielo”
Freeman conducía por Estados Unidos durante las largas vacaciones de verano para realizar sus “lobotomías con picahielo”, a veces llevando a sus hijos.
Y aunque inicialmente había sido descrita como una cirugía de último recurso para pacientes psiquiátricos con los que todos los demás tratamientos habían fallado, Freeman comenzó a promover la lobotomía como una cura para todo, desde enfermedades mentales graves hasta depresión posparto, dolores de cabeza severos, dolor crónico, indigestión nerviosa, insomnio y dificultades de comportamiento.
Muchos pacientes y sus familias estaban muy agradecidos con Freeman, quien guardaba cajas llenas de cartas de agradecimiento y tarjetas de Navidad enviadas por estos. Pero en otros casos, los resultados fueron desastrosos.
Los pacientes de Freeman incluían a Rosemary Kennedy, hermana del futuro presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, quien quedó con incontinencia y sin poder hablar con claridad después de una lobotomía a la edad de 23 años.
A lo largo de su carrera, Freeman realizó lobotomías a 3500 pacientes, incluidos 19 niños, el más joven de solo 4 años.
La contraparte de Freeman en el Reino Unido fue el neurocirujano, Sir Wylie McKissock, que realizó su propia variación de la lobotomía a unos 3000 pacientes. “Esta no es una operación que lleve mucho tiempo. Un equipo competente en un hospital psiquiátrico bien organizado puede realizar cuatro operaciones de este tipo en dos o dos horas y media”, se jactaba.
“La leucotomía prefrontal bilateral real la puede realizar un neurocirujano debidamente capacitado en seis minutos y rara vez toma más de 10”, presumía.
Gracias en gran parte a McKissock, se realizaron más lobotomías por habitante en Reino Unido que en Estados Unidos.
Hasta la década de 1990
Como estudiante de medicina en la década de 1970, Henry Marsh aceptó un trabajo como auxiliar de enfermería en un hospital psiquiátrico, en lo que él describe como “el pabellón terminal donde los casos ya dados por perdido iban a morir”.
Allí vio de primera mano los efectos devastadores de la lobotomía. “Se hizo dolorosamente evidente que no había ningún seguimiento adecuado de los pacientes ya que eran los peores, los más apáticos, o los que estaban arruinados, eran los que habían sido sometidos a una lobotomía”, afirmó.
Todos habían sido operados por McKissock y sus ayudantes. Más tarde, después de que Marsh se capacitara como neurocirujano, todavía se usaba una modificación del procedimiento, conocida como leucotomía límbica.
Marsh lo describe como “una especie de versión microscópica, mucho más refinada, del tipo de lobectomías que la gente había estado haciendo muchos años antes”.
Él mismo realizó esta operación en una docena de pacientes con TOC grave hasta una fecha tan reciente como 1990. “Todos eran suicidas, todos los demás tratamientos habían fallado, así que no me sentí particularmente angustiado por eso, aunque habría preferido no hacerlo”, dijo.
“No vi a los pacientes después, era puramente un técnico. Los psiquiatras involucrados me aseguraron que las operaciones fueron un éxito. “No me gustó hacerlas y me alegré bastante de dejar la práctica poco después de convertirme en consultor”, confesó.
A principios de la década de 1960, se realizaban alrededor de 500 lobotomías cada año en Reino Unido, frente a las 1500 en su momento de mayor popularidad. A mediados de la década de 1970, este número se había reducido a alrededor de 100-150 por año, casi siempre involucrando cortes más pequeños y objetivos más precisos.
La promulgación de la Ley de Salud Mental de 1983 introdujo controles más estrictos y más supervisión. Hoy en día, las operaciones psicoquirúrgicas rara vez se realizan.
Para peor
Howard Dully, a quien Walter Freeman le hizo una lobotomía a la edad de 12 años, dijo que trata de evitar pensar en lo diferente que podría haber sido su vida si no la hubiera tenido, por temor a que la ira lo abrume.
“He tratado de reconstruir mi vida. Me tomó mucho tiempo. Me metí en muchos problemas cuando era un adulto joven: drogas, alcohol y actividades delictivas, tratando de robar y ganar dinero y ganarme la vida, así que no ha sido fácil”, explicó.
Dully siente que la operación, realizada porque se había enfrentado a su madrastra, ensombreció todos los aspectos de su vida. “No te acercás a la gente y le decís: ‘Hola, me sometieron a una lobotomía’, porque si lo hacés, no van a estar contigo por mucho tiempo”, indicó.
Sesenta años después, puede recordar la operación con gran detalle. “Levantaron el ojo y fueron a la esquina, lo golpearon y lo movieron con esta cosa que parece una batidora de huevos”, contó.
“Para mí es una locura. Quiero decir, estás hablando de un cerebro. ¿No debería haber algo de precisión involucrada?”, cuestionó.
“Tan sutil como un disparo en la cabeza”
La lobotomía tuvo sus críticos desde el principio y la oposición se hizo más fuerte a medida que los malos resultados se hicieron evidentes.
Se descubrió que Walter Freeman, quien inicialmente afirmó tener una tasa de éxito del 85%, tenía una tasa de mortalidad del 15%. Y cuando los médicos investigaron los resultados a largo plazo de sus pacientes, descubrieron que solo un tercio había experimentado alguna mejora, mientras que otro tercio estaba significativamente peor.
Un exdefensor de la lobotomía en Estados Unidos declaró: “La lobotomía en realidad no era más sutil que un disparo en la cabeza”.
Hace quince años, un grupo de médicos y víctimas de lobotomía y sus familias hicieron una campaña para que Egas Moniz fuera despojado del Premio Nobel de Medicina que ganó en 1949 por idear la lobotomía. La Fundación Nobel, cuyo estatuto establece que sus premios no pueden ser retirados, se negó.
Mirando hacia atrás, ¿cómo deberíamos ver a las personas que llevaron a cabo este procedimiento médico tan controvertido? “Este asunto de dividir a los médicos en héroes y villanos está mal. Todos somos una mezcla de ambos, somos un producto de nuestro tiempo, de nuestra cultura, de nuestra formación”, opinó Marsh.
“La generación de cirujanos que me formó tenía, no diría poderes divinos, pero sí una autoridad enorme, nadie los cuestionaba ni los interrogaba, y puedo pensar en algunas de las personas que me formaron que fueron, sobre todo, personas decentes, y fueron corrompidas por este poder y se volvieron un poco monstruos como resultado”, concluyó.
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