Una anomalía geopolítica que sobrevivió numerosos gobiernos de ambos países y que resultó clave para salvar vidas en la guerra
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En el Hotel Arbezie la geografía y la lógica pierden sentido. El propio GPS se siente un poco desorientado. ¿Estamos en La Cure, pueblo de montaña fronterizo suizo, o en su espejo del lado francés, Les Rousses? Ninguna respuesta a esta pregunta es correcta y, al mismo tiempo, todas lo son. Se trata del único establecimiento hotelero binacional del mundo.
Es decir: el límite fronterizo pasa por su interior y el visitante puede hacer el check-in para alojarse en Suiza, caminar unos centímetros para tomar un trago en Francia y pedir una mesa para cenar que esté dispuesta de tal forma que dos de sus comensales puedan estar sentados en diferentes países y hacer un brindis que, literalmente, trascienda las fronteras.
Para agregar un poco más de ambigüedad, el lugar combina una arquitectura alpina, de fuerte impronta con maderas oscuras, con un espíritu de cantina italiana: largos manteles a cuadrillé rojos y blancos, gritos y risotadas y platos que parecen ir volando desde la cocina hasta las mesas.
“Hecha la ley, hecha la trampa”
La existencia de esta verdadera anomalía geopolítica es, tal vez, uno de los casos más visibles del concepto de “hecha la ley, hecha la trampa”.
Ponthus era un reconocido contrabandista que operaba en los márgenes entre Suiza y Francia allá a mediados del siglo XIX. Cuando descubrió que el nuevo límite entre los dos territorios, trazado por Napoleón III y constatado en el Tratado de Dappes de 1863, pasaba por su terreno, se frotó las manos.
Se apresuró a construir una casa exactamente en la línea divisoria, a pesar de que las autoridades suizas le pidieron que se abstuviera de hacerlo. El hombre se había tomado el trabajo de leer la letra chica y sabía que si lograba terminar la construcción antes de que el tratado entrara en vigencia, sus derechos serían respetados. Con el objetivo cumplido, instaló un bar del sector galo y una tienda de fiambrería del otro lado: dos tapaderas ideales en el mejor lugar posible para continuar con sus ilícitos.
Cuentan que aún cuando los funcionarios aduaneros se pasaban días enteros intentando vigilar su negocio, la complicidad de los habitantes del lugar hacía que fuera de lo más sencillos ingresar productos por una puerta y sacarlos por el otro.
Historias insólitas y un faro de supervivencia
Con el tiempo, su hijo Jules-Joseph Arbez hereda el predio y decide instalar allí, en 1921, el Hotel Franco-Suizo (nombre que, en los papeles, sostiene hasta el día de hoy, a pesar de que todos lo conozcan como “el Arbezie”). Durante años, amasó su éxito gracias al auge creciente del esquí.
Todas las historias que se cuentan paredes adentro son insólitas, e incluyen la de aquella tía abuela francesa, extremadamente nacionalista, que se negaba a subir las escaleras del lobby para no darle el gusto a los suizos de pisar su territorio.
Pero en la Segunda Guerra Mundial cambiaron las reglas del juego. Ya estaba a cargo Max, hijo de Jules-Joseph, y de su esposa Angéle, y por su posición privilegiada -que sorprendentemente ningún gobernante vulneró- el hotel se convirtió en un faro de supervivencia. La ocupación de Francia por parte de Alemania trajo las líneas nazis -que nunca comprometieron la neutralidad suiza- hasta el interior del Arbezie.
Cuenta la leyenda que el número de hombres y mujeres que salvaron el pellejo tan solo por atravesar por dentro del hotel las líneas imaginarias que conducían a Suiza se cuentan de a cientos. No fue una tarea sencilla ni exenta de peligros: había centinelas germanos apostados en las cercanías, aduaneros suizos con los que se debía pactar cierta complicidad y miembros de la resistencia francesa que, por nervios o ansiedad, solían poner las operaciones al borde del fracaso.
A un piso de la libertad
Los cuartos del primer piso, formalmente en suelo helvético, servían como escondite y refugio para aquellos que no tenían los medios o las condiciones para escapar de inmediato.
Alexandre Peyron, actual administrador y nieto de Max Arbez por rama materna, resalta la historia de tres pilotos ingleses que fueron enviados escaleras arriba, luego de hacer pasos de comedia dignos de Charles Chaplin para burlar al centenar de alemanes que almorzaba en el comedor de la planta baja.
“El general Charles de Gaulle en persona llegó para agradecer por el accionar del hotel y, años más tarde, el Estado de Israel le otorgó, en 2012, el reconocimiento de ‘Justo entre las Naciones’”, narra Peyron. Max había fallecido en 1992, pero la medalla la recibió su esposa, que en ese momento tenía 103 años.
Pasada la Segunda Guerra, suizos y franceses intentarán reordenar esa frontera sin éxito. El acuerdo alcanzado será a todas luces inédito: el hotel se considera suizo por los franceses y francés por los suizos.
Por si quedaba algún resquicio para agregar más confusión, Max Arbez decidió en 1958 -dicen que a modo de broma- declarar el lugar como territorio independiente. Lo llamó “Principado de Arbezie”, se autoproclamó príncipe y elaboró una declaración en la que se burlaba de las nociones de frontera y de las administraciones obsesivas que los países ejercen sobre los territorios. Su manifiesto surtió efecto: el Tratado de Evian, que puso fin a la Guerra de Argelia en 1962, se firmó en su dominio.
Cansado luego de su largo recorrido oral por la historia del lugar, Peyron descorcha un vino rosado del Jura, la zona circundante, y ordena una degustación, compuesta de dos hamburguesas, una llamada “francesa” y la otra, “suiza”. Ambas vendrán con sus respectivas banderas. La neutralidad continúa siendo la prioridad dentro de las binacionales paredes del Arbezie.
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