Sin dudarlo cuando supo el diagnóstico de su hijo dejó la carrera y el trabajo sabiendo que la tarea que tenía por delante le exigiría sus máximos esfuerzos
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Por algún motivo, al que no le importa encontrarle explicación, Mercedes se acostumbró a vivir su vida sintiendo que muchas veces tenía que remar en dulce de leche. Pero, lejos de apabullarse, logró salir adelante. Es una resiliente de libro. Lo sabe. Y está orgullosa. Por el momento no es famosa, todo lo contrario: se considera “una mujer del montón”. Pero también está orgullosa. Y sabe que tiene algo importante para contar. Quizá porque, como dijo Eduardo Galeano en El libro de los abrazos, intuye que “todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada, o perdonada.”.
Un entrenamiento para cuidar
Mercedes, porteña de nacimiento, es la mayor de seis hermanos. El más pequeño fue diagnosticado con síndrome de Lennox-Gastaut, una enfermedad neurológica discapacitante, desde los seis meses de vida. Ella tenía solo 16 años y recuerda muy bien cómo fue modificándose la vida de todos los integrantes a partir de ese momento. El niño necesitaba de tecnologías médicas que en Ushuaia, la ciudad donde vivía con sus padres, no estaban disponibles. Por eso, luego de una internación en terapia intensiva que los puso a prueba, decidieron traerlo a Buenos Aires, donde habían quedado residiendo Mercedes con sus hermanos. Aquí sería más fácil brindarle los cuidados que necesitaba. “Mis hermanos y yo lo cuidamos para que nuestros padres pudieran quedarse en el sur trabajando para mantenernos a todos. Durante mucho tiempo dormíamos turnándonos.”, recuerda Mercedes. Así aprendió a cuidar de un ser querido. A estar pendiente de su supervivencia. “Más de una vez he dormido sentada en el sillón del comedor del departamento que alquilamos en La Paternal por miedo a que se muriera, escuchando el monitor que controlaba sus latidos y el ir y venir del respirador. Mi casa por mucho tiempo fue una terapia intensiva y un lugar de entrenamiento para enfermeros novatos.”, cuenta.
Por esos días Mecha, como le dicen sus amigos, aprendió a cambiar la cánula de traqueostomía como si cambiara un pañal. Aprendió a controlar un status epilepticus, a alimentar a través de un botón gástrico, a colocar una sonda, a redactar historias clínicas para cada trámite burocrático que la obra social demandaba. Aprendió de memoria las horas y dosis de las tantas medicaciones que su hermano tenía que tomar y fue así como después de muchos años sus padres regresaron a Buenos Aires para que los hermanos pudieran dedicarse a encarar sus propios proyectos de vida.
En parte por el afán de aprender para ayudar a su hermano y en parte porque le había tomado el gusto a la vocación de curar Mercedes, al momento de definir su futuro, decidió ingresar a la carrera de medicina en la Universidad de Buenos Aires. “Era buena en lo que hacía, tenía buenas notas, fui ayudante de virología de la cátedra de microbiología y realmente disfrutaba mucho. En paralelo a los estudios trabajaba como secretaria.”, rememora. Pero ese proyecto pronto se vio truncado por una nueva prueba que le puso la vida. Se casó, tuvo un hijo y las cosas salieron un poco diferentes a lo esperado. “Cuando mi hijo cumplió 18 meses lo anoté en el jardín maternal porque tenía que trabajar y estudiar. Estuvimos felices hasta que llegó la hora de cambiarlo de jardín y allí comenzó un nuevo desafío.”, anticipa.
Un derrotero hasta llegar al diagnóstico
La adaptación de Stefano al nuevo jardín, en un colegio inglés de Flores, estuvo llena de contratiempos. El niño evidenciaba algunas dificultades en el desarrollo y los docentes y autoridades de la institución comenzaron a comunicar a la familia todo lo que sucedía en un modo que para Mercedes resultó en una catarata de constantes reclamos por parte de la institución pero de escasa ayuda. “Primero nos conminaron a sacarle los pañales aunque mi hijo todavía no estaba listo. Después comenzaron los problemas de comunicación, las notas en el cuaderno, la queja diaria: no habla, se hizo pis, no esto, no lo otro. Y así fue como nos invitaron a hacer una consulta y, por supuesto, a retirarlo del jardín.”, expresa con ironía y desolación.
Mercedes, junto con el papá de Stefano, todavía estando casados, empezaron un derrotero de consultas a médicos, psicopedagogos y neurólogos quienes, finalmente, concluyeron sin ninguna duda que el niño tenía algo llamado TGD (trastorno generalizado del desarrollo), un término que engloba a varias condiciones relacionadas con el espectro autista.
Desde ese momento tomó la decisión de dejar los estudios y el trabajo para dedicarse enteramente a cuidar a su hijo. El entrenamiento que había pasado al cuidado de su hermano, si bien lo de su hijo no se podía comparar, la había preparado para saber que la demanda de su tiempo y esfuerzos iba a ser grande.
“Pasó lo que tenía que pasar, dejé absolutamente toda mi vida por él”, cuenta con orgullo y sin lamentos. “Mi hijo hablaba en inglés, le costaba mucho articular frases completas, repetía palabras, coleccionaba cosas desde muy pequeño. Empecé a llevarlo a un montón de terapias.”, relata. Y también, se enoja: “¡Porque la escuela, la sociedad, el universo y el mar en coche así lo decidieron!”. Fonoaudiología neurolingüística, terapia ocupacional, psicología cognitivo conductual, psicopedagogía, natación, equinoterapia, circo, juegoteca, actividades en casa para aprender a agarrar el lápiz, para leer, para escuchar, para hablar, para ir al baño, para pedir agua.”, enumera. Y así la vida de la madre de un niño con TGD siguió su curso entre peleas en el jardín de infantes porque no dejaban ingresar a la maestra integradora del nene, peleas porque tenía 4 años y todavía no se sentaba, peleas porque se aburría y nada de lo que hacían en el jardín le gustaba, opiniones de todos terapeutas, maestros, médicos, psicólogos, abuelos, tíos, padrinos ,vecinos. “Y yo, Mercedes, la que rema en dulce de leche, escuchando todo y llorando a escondidas. Escuchando a todos y estudiando de noche para entender qué era lo que pasaba con mi hijo.”, lamenta.
“Hice espacio en mi vida y apareció la cocina”
Transcurrieron cuatro años que dedicó intensamente y sin descanso a acompañar cada una de las necesidades de Stefano. En ese tiempo tuvo que sortear todas y cada una de las barreras de una sociedad no del todo preparada para la inclusión. Y, como suele suceder a tantas mujeres que se dedican a tareas de cuidado, un día se dio cuenta de que no se había cuidado a ella misma en el proceso. Sin advertirlo siquiera, tan compenetrada con su rol de madre que todo lo puede, había ganado 40 kilos de sobrepeso, que de pronto, al mirarse al espejo, notó que le molestaban. Se había encerrado en sí misma, se había aislado del mundo. Pero algo sucedió que la hizo despertar. “Pude ver que yo no era esa persona gorda y triste que se miraba al espejo todos los días. Yo soy mucho más. Y mi hijo estaba realmente mejor. Había llegado la hora de buscar qué hacer conmigo”, recuerda. “Tardé muchos años en desprenderme de mis libros de medicina, pero un día lo hice. Y así descubrí que es cierto que cuando uno hace espacio en su entorno da lugar a que lo nuevo aparezca. Ahí apareció la cocina.”, revela Mercedes.
Fue antes de la pandemia, Stefano ya más grande, independiente y estudiando en el colegio secundario. Habiendo superado todos y cada uno de los desafíos que tuvo en su desarrollo durante la infancia, era evidente que ya no la necesitaba todo el día a su alrededor.
En 2019 antes de la pandemia Mer se separó en buenos términos de su marido, decidieron seguir rumbos diferentes pero vivir cerca el uno del otro, exactamente en la misma calle, en la vereda de enfrente, en Parque Avellaneda, para poder seguir acompañando el crecimiento de su adolescente de 14 años.
A Stefano le gusta comer rico. Lo que más celebra es recibir el desayuno en la cama, aunque también disfruta de prepararlo. “En días de evaluación sale tostada con huevos revueltos y palta. También toma café, pero cortado.”, cuenta Mechi. “Un día, creo que por sus 12 años, al llevarle la chocolatada a la cama, al grito de ‘Buenos días, le dijo la vaca a su tía’, me miró con los ojos chinos y me dijo ' Mamá ¿qué me hiciste? Por favor, tráeme un cortado’ y así fue como ese día mi pequeñito paso de ser el bebé a ser el jovencito de la casa”, se ríe. Los gustos del adolescente con el tiempo se fueron sofisticando y su paladar se fue volviendo más exigente. En el ánimo de darle los gustos y esmerarse en preparar más y mejores comidas caseras, descubrió una vocación insospechada hasta el momento: amaba cocinar. Inventar recetas, probar sabores, especialmente los dulces. Entonces, fiel a su espíritu de excelencia decidió que se iba a preparar.
Estudió cocina, pastelería y sus mismos profesores la recomendaron para entrar a trabajar a una empresa de catering de las más famosas. Después de una larga temporada en la que adquirió experiencia y manejo de la cocina, se decidió a lanzar su propio emprendimiento de pastelería y chocolatería de autor. También se especializó en cocina vegana y sin gluten. Si bien, sintió el vértigo de lanzarse a trabajar por su cuenta, lo que primó fue la emoción de no tener un techo y la alegría de contar con el mejor catador de sus creaciones, Stefano, el que con su entusiasmo inagotable, siempre la alienta a ir por más. Así, Sugary Bake Store también incorporó otros servicios para los clientes, además de cocinarles cosas ricas. Les brinda asesoramiento gastronómico a las empresas o microemprendedores que están queriendo administrarse mejor o buscar nuevas oportunidades comerciales. “No todos los cocineros pueden administrar y afortunadamente tengo ambas formaciones y puedo estar de ambos lados del mostrador.”, asegura sin falsa modestia Mercedes Recalde, hoy flamante emprendedora gastronómica, que muestra sus creaciones en su cuenta de Instagram @mechi_recalde.
Cuando mira hacia atrás no se arrepiente de nada. Es lo que es. Nada que superar. Solo aceptar que a veces, la vida es distinta a todo lo que uno había planificado. “Honestamente, no creo que haya que hacer algo para superar algo. Creo simplemente hay que vivirlo. Respirar, tomar decisiones, hacerse responsable de ellas y avanzar.”, evalúa.
Aprender a vivir con lo que es
También se permite un consejo a todos aquellos que pasen por circunstancias desafiantes, de esas que parecen imposibles de remontar, esas que exigen esfuerzos desmedidos: “La limitación no siempre es de los chicos, les sorprendería saber que es mucho más común encontrarla en los adultos. A los padres de chicos con TGD les digo que defiendan a sus hijos, que sean vehementes en sus convicciones, que sostengan al equipo terapéutico porque ellos pelean por sus hijos. Hagan equipo y jamás van a estar solos. Abracen la diferencia, porque es ahí donde uno se vuelve mejor persona. Yo soy mejor persona, y me enorgullezco del camino que recorrí, aun sin haberlo querido. Simplemente lo acepté, lo abracé y hoy puedo decir que mi vida es brillante, próspera, llena de amor y de logros personales. mi vida es mejor, yo soy mejor.”.
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