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Lo vio y se le heló la sangre. Caminaba mareado, sin energía pero tratando de buscar algo. Hasta que levantó la vista y sus ojos vidriosos se cruzaron con la mirada de ella, que estaba allí, quieta, observándolo, mientras el resto de la gente lo ignoraba y reía a su alrededor como si no existiese.
“Después de unos segundos logré distinguir un color de ojos almendras lindísimos. Pensé es cruza de un ovejero con una lindísima perra de ojos color miel. E inmediatamente me recordó a una perra a la que quise mucho y me había acompañado por largos años. Lo miré fijamente. No podría creer lo que veía. Le podía contar las costillas con mis propios ojos. Era macho y con un rápido cálculo imagine que debería tener menos de un año”, recuerda Karina Shebar.
“No me importa, lo llevo a casa”
Supo que no podía quedarse de brazos cruzados. Era 31 de diciembre y esa playa de Punta del Este, Uruguay, como otras tantas en ese país y en Argentina, no iba a estar libre de fuegos artificiales, estruendos y otro tipo de festejos que probablemente asustaran al animal y lo desorientaran todavía más. “No me importa, lo llevo conmigo. Pero iba a ser el cuarto perro que se sumaba a la manada, además de los dos gatos que ya había en la casa. Mis hermanas me iban a matar a mí y los perros harían lo propio con este pobre desdichado”.
Mientras la gente seguía sin prestarle atención, Karina buscaba qué darle de comer. Sabía muy bien que no hay que darle dulces a los animales. Pero lo único que tenía era un paquete de galletas dulces y una botella de agua. Inmediatamente, con el objetivo de que se acercara a ella, empezó a tirarle de a tres galletas, las cuales deglutía junto con una gran cantidad de arena.
“Seguía pensando: sé que te vas a morir en un par de semanas, así que por lo menos espero que mueras con la panza un poco llena. Se me volvió a cerrar la garganta. Busqué algo donde darle un poco de agua y encontré un recipiente de comida para llevar en un tacho. Le di todo el agua que tenía. Desapareció en segundos”.
Se hacía tarde. Todos se marchaban y nadie siquiera volteaba una vez para mirarlo. Karina permanecía al lado del perro sabiendo que quizás no iba a poder hacer nada por salvarlo. Le caían lagrimas, pero no dejaba de pensar cómo podía ayudarlo. No perdía las esperanzas, Aunque fuera un granito mínimo de arena, algo tenía que poder hacer.
“Son mis hermanas, me repetía en mi mente. Lo llevo, por lo menos para que no muera asustado por los fuegos que tiran algunos insensatos los días de fiesta. Después veré. Traté de subirlo al auto. Fue imposible”. Sus piernas estaban demasiado débiles para saltar y no se dejaba agarrar. Evidentemente estaba cansado del maltrato humano. Insistió e insistió pero no pudo. El perro nunca trató de morderla. Ni se puso agresivo. Simplemente no se dejaba agarrar. Y era lógico. Estaba asustadísimo. Cada vez que ella se acercaba dos pasos, él retrocedía diez. Frustrada, Karina se subió al auto y se quedó mirándolo por el espejo retrovisor. El la miraba fijamente pero no se acercaba.
“Esta vez no se me escapa”
“Si me hubieras dado una oportunidad, podría haberte cambiado la vida”, pensaba mientras se secaba las lágrimas. Puso primera lentamente y se alejó. Sabía que el perro no sobreviviría. Llegó a la casa donde estaba alojada y la recibió una mujer mayor vecina con la que había hecho un vínculo muy cercano luego de haber ido tantos veranos al mismo lugar.
- ¿Qué te pasa?, le preguntó afligida
- Un perro, respondió Karina por lo bajo.
No hizo falta dar más explicaciones. “Ve a buscar ayuda y tráelo”, le dijo la dulce mujer. A Karina se le hinchó el corazón, salió volando a buscar a un amigo y a su ahijada. Llevaron linternas, comida y una soga además de las mejores intenciones y de las pocas esperanzas de encontrarlo.
En el camino pensaba en sus hermanas y en los perros que ya vivían en la casa. Caminaron por la playa una hora con las linternas prendidas y a los gritos, para un lado y para el otro. Hasta que lo encontraron. Estaba acurrucado en unas rocas. Probablemente esperando no despertar. “Esta vez no se me escapa. Esta vez le voy a dar una oportunidad de vivir mejor, esta vez no me voy a conformar con verlo sufrir”, se dijo a sí misma.
Así fue. Con la mayor delicadeza y amor del mundo le pusieron la soga sobre el cuello y él se tiro inmediatamente a los pies de esas personas que estaban intentando salvarle la vida. Lo subieron despacio al auto. Sabían que cualquier movimiento brusco lo alteraría. Ya no tenía fuerzas para caminar. En el camino de regreso a la casa Karina le habló. Le dijo que no iba a sufrir más y que alguna solución encontraría.
“Ahora lo bajamos y se lo comen”, pensó en cuanto detuvieron la marcha del auto. El perro ya casi no abría los ojos. Se le ocurrió dejarlo en un cuarto, oscuro, con agua y comida para que descansara y durmiera todo lo que no había podido dormir en su vida. Comió un poco y cerró los ojos completamente.
“A la mañana siguiente con el corazón en la boca fui a abrir el cuarto. No había ruidos. Abrí y nada. Al rato lo veo tirado. Lo saludé. Me miró fijo, estaba quieto pero movía la cola”.
“Vi un acto de compasión enorme de parte de mis otros perros”
Ahora tenía que intentar que conviviera con los otros perros. De modo que decidió sacarlo con una correa y de a poco presentarlo al resto. Como por arte de magia los tres perros callejeros que Karina tiene en esa casa de Uruguay se quedaron quietos y mudos. Los tres lo miraron como si fuera imposible ver a un hermano en ese estado.
“Yo que esperaba tener que separarlos a la fuerza vi un acto de compasión enorme, que pocas veces ves en un humano. De a poco se le acercaron y lo empezaron a lamer, por todo su cuerpo raquítico. De a poco lo empujaban suavemente con sus cabezas. Yo estaba con la boca abierta. Lo miré con ternura”.
Pasaron algunos días y Karina lo llevó a un control veterinario. Su estado general era bueno pero tenía una desnutrición y una deshidratación gravísima. “A veces pienso que se debe haber perdido o que lo abandonaron porque se notaba que no era en un perro callejero. Nunca vi un perro tan desnutrido en la calle”.
Mauricio vive desde entonces en la casa donde Karina pasa sus vacaciones y visita también durante el año. Mauricio camina y corre por el verde la mayor parte del día con sus hermanos. “Cada vez que entramos con los autos está atento a verme bajar y me recibe con la mayor de las alegrías. Nos gusta salir a caminar juntos y muchas veces duerme conmigo. Cada tanto abre la puerta de la casa para venir a buscarme. Tenemos una conexión muy especial. Yo creo que él sabe bien quién soy. Gracias a Dios pasamos mucho tiempo juntos, aunque yo no vivo permanentemente acá. Cada vez que vuelvo el sigue esperándome. Mi sueño es poder hacer algún día muchísimo más por los animales y tengo la esperanza de poder hacerlo”.
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