Miguel Zonnaras, nieto de Miguel Georgalos, habla de los primeros pasos de su abuelo en el país y cómo el amor por la familia lo llevó a crear la emblemática empresa, también reflexiona sobre las dificultades que enfrentó el negocio y las contiendas familiares
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Cuando Miguel Georgalos llegó al Puerto de Buenos Aires tenía tan solo 24 años y no hablaba una palabra de español. No traía nada consigo. Vino, como dicen, “con una mano atrás y otra adelante”. Su único equipaje eran sus ansias de progresar y algunas recetas de cocina que guardaba en su memoria. Antes de desembarcar en la Argentina, vivió unos años en Polonia. Miguel, oriundo de la isla de Quíos, Grecia, había dejado su tierra natal para aprender pastelería en la panadería de unos parientes en Varsovia. Sin embargo, la complicada situación de Europa, en la antesala de la Segunda Guerra Mundial, lo obligaron a cambiar sus planes y buscar nuevos rumbos. Así fue como, en 1939, desembarcó en el país.
En el puerto conoció a un compatriota que lo ayudó con el idioma y le ofreció alojarse provisoriamente en su casa de la calle Muñiz, en el barrio de Flores. Consciente de que debía encontrar rápido la forma de ganarse la vida, Miguel recurrió a sus habilidades culinarias y apostó a una “versión local” de un tradicional postre árabe que se convirtió en la llave de su éxito y de las generaciones venideras.
“Mantecol está en nuestro ADN y es muy importante para nosotros porque no fue solo el inicio de una carrera empresarial para mi abuelo, si no que también fue la herramienta que le permitió volver a tener a toda la familia junta, algo que para la cultura griega es muy importante. Aunque después, las cosas no salieron tal como él las había imaginado...”, dice Miguel Zonnaras, nieto de Miguel y presidente de Georgalos.
-¿Quién era Miguel Georgalos?
-Él era una gran persona que, por sobre todo, tenía el don de la humildad. Con su sencillez y su forma simple de resolver las cosas, nos enseñó mucho. No había tenido estudios, apenas lo básico, pero tenía un conocimiento de vida extraordinario. Tengo muy presente su historia porque tuve la suerte de conocerlo y disfrutarlo hasta mis 15 años.
-¿Qué pasó luego de que su abuelo Miguel llegara al país?
-El dueño de la casa, el amigo que lo había alojado, le preguntó qué sabía hacer. Él le contó de su experiencia en Polonia y le dijo que sabía preparar un postre que era bastante popular entre la comunidad árabe, que es un símil mantecol, pero a base de pasta de sésamo. En oriente se conoce como “halva”, “halava” o “halawa”, depende si le preguntás a un libánes, un sirio o un griego. Comenzó con su emprendimiento doméstico con la idea de producir aquel postre típico, pero se topó con un problema: no encontró sésamo, la materia prima principal en la receta, su esencia.
-¿Cómo lo resolvió?
-Empezó a pensar con qué podría reemplazarlo y apareció el maní. Básicamente, reemplazó la pasta de sésamo por la pasta de maní... y cuando lo hizo descubrió que el producto era muy apetecible. Así creó el Mantecol.
-Con la nueva fórmula, su abuelo logra un nuevo producto. Ahora, ¿cómo logra comercializarlo?
-Al principio la producción y venta era doméstica. Es como si hoy alguien se pone a hacer pastelitos en su casa y luego los vende en el barrio. Vendía puerta por puerta. Hacía una tanda, la vendía y luego regresaba a su casa para seguir produciendo.
Miguel Zonnaras cuenta que su abuelo comenzó solo. Y si bien luego contrató alguna colaboradora, él intervenía en todo el proceso: desde la compra de la materia prima, la elaboración y la venta. Entre sus ingredientes, el Mantecol lleva clara huevo, caramelo, algo de cacao... y el ingrediente esencial: el maní. Lo elaboraba en una olla doméstica que luego colocaba en moldes, a temperatura ambiente, para que se estabilice la fibra. “Obtener la consistencia óptima de la fibra lleva un tiempo de ‘paleo’ [mezclado]. Eso mi abuelo lo determinaba degustando el producto. Hasta el último momento, mantuvo la costumbre de probar y controlar cada una de las ‘tachadas’ [una gran olla de 300 kilogramos donde se mezcla el producto]. Luego de probarlas, hablaba con los maestros “mantecoleros”, como él los llamaba, y les decía: ‘Acá está el punto de la fibra’. Porque dependía del clima, la humedad y de cómo venía la materia prima”.
-¿Cómo surgió el nombre “Mantecol”?
-Hay dos versiones. La historia oficial es que la señora que ayudaba a mi abuelo en la producción probaba la receta y le decía: “¡Don Miguel, esto es una manteca!”. Y ahí aparece el nombre “Mantecol”. Después, existe otra versión relacionada con su envasado, que era en panes, similar a la manteca, y de ahí el nombre.
-Cuando Miguel hizo esta nueva receta, ¿imaginó que “su nuevo postre” iba a tener tanto éxito?
-No, no. Mi abuelo, como todos los inmigrantes, venían con ánimo de supervivencia y eran una máquina de trabajo y empuje. No puede pensarse con la cabeza de hoy. Ellos tenían que comer y sabían que para hacerlo tenían que trabajar. En esa época no existían los subsidios ni el plan social. Era simple: el que no trabajaba no comía. Las grandes empresas del país se crearon así, desde ese hambre por salir adelante, por sobrevivir.
-¿Qué sucedió luego?
-Como cualquier emprendimiento al que le va bien, le llegó la crisis del crecimiento. Le costaba conseguir la materia prima, el maní, en la cantidad y calidad que requería, entonces decidió viajar a Córdoba que es donde se produce el maní. En uno de esos viajes en colectivo a Córdoba se sentó a su lado una joven, Marcela Brandan, de Santiago del Estero, y se enamoraron. Así arrancó su historia de amor.
-¿Qué rol tuvo tu abuela?
-Fue un pilar fundamental, la que le daba armonía al hogar. Una persona extraordinaria. Aunque ella no era griega, se metió tanto con la cultura que terminó siendo más griega que los griegos (risas). Aprendió a bailar, hablar y también a cocinar las comidas típicas. Mi abuelo estaba muy dedicado a su emprendimiento y a su finalidad, que era generar los recursos para traer a su familia que estaba en Grecia. Eran cinco hermanos: Sofoclés, Timoleón, Constantino, Odysseos y mi abuelo, que era el mayor.
-¿Logró traer a sus hermanos?
-Sí, primero les envió una carta contándoles que estaba bien en la Argentina, hablándoles maravillas de este país. Y, a medida que pudo, los fue trayendo. Mi abuela era la encargada de recibirlos y darles contención.
A medida que la empresa crecía, más Georgalos dispuestos a trabajar en el emprendimiento familiar llegaban al país. “Terminó trayendo a toda la familia: sus padres, sus hermanos y dos primos hermanos. A medida que iban llegando, mi abuelo los incorporaba en algún área de la empresa. Sófocles, como tenía más conocimiento en temas administrativos, fue quien se encargó de esa área. Mi abuelo estaba más dedicado a la producción”, cuenta.
Para ese entonces, los viajes de Miguel a Córdoba para conseguir la materia prima ya eran habituales. Fundó la fábrica de Mantecol en el barrio de Floresta, cerca del Club Atlético All Boys, y ese fue el puntapié inicial para el desarrollo industrial de Georgalos. La casa de don Miguel estaba frente a la fábrica. “Con mi abuela, tuvieron tres hijos: María, Juana -mi madre- y Juan Miguel, que fue el presidente y líder de la segunda generación. Hoy los hijos de ellos, la tercera generación, somos los que continuamos con el proyecto empresarial”, agrega.
-También agregaron otros productos a la producción.
-Sí, pero siempre el eje principal fue el Mantecol. La expansión fue a comienzos de los 60, cuando ya estaba toda la familia en el país. Ahí arrancaron con la caramelería, confitura, chocolates y la actividad aceitera en Mendoza. La época de oro fue en los 70, cuando el modelo que había formado mi abuelo tenía una envergadura muy importante.
El crecimiento de la empresa trajo aparejada la necesidad de adquirir más maní. Fue entonces cuando Miguel decidió comprar un campo en Río Segundo, Córdoba, epicentro manisero. Posteriormente, compró un predio de una cervecería, también en Rio Segundo, y lo convirtió en la planta industrial principal en la fabricación de Mantecol. “Cuando mi padre se casó con mi mamá, mi abuelo lo envió a dirigir la planta de Rio Segundo. Nos mudamos a una casa que estaba frente a la fábrica. Podría decirse que el patio de la casa donde pasé mi infancia era la fábrica de Mantecol. Además, durante las vacaciones, desde mis seis o siete años, me cruzaba todos los días a la fábrica para ayudar a mi papá. ¡Si hasta me ponía el traje de operario!”, recuerda.
-En dos décadas, lo que comenzó como un emprendimiento doméstico se convirtió en una gran empresa. Con tantos familiares en la conducción, ¿cómo se tomaban las decisiones?
-Era una familia tradicional donde el mayorazgo se respetaba mucho. Mi abuelo tenía un liderazgo muy fuerte, él tomaba la decisiones. El proyecto original de mi abuelo fue de supervivencia y familiar, sus hermanos tenían participación accionaria y yo creo que él lo hizo así porque su finalidad era tener a toda la familia junta, siempre en sus decisiones priorizó la familia por sobre la empresa. Para él, la familia era el mayor activo.
-¿Y todos lo respetaban?
-Él tenía ese liderazgo natural, nunca iba a existir tensión mientras que él estuviera de acuerdo... Una de las primeras crisis de la empresa fue cuando empezó a tener diferencias con su segundo hermano, ahí fue la primera división, a finales de los 70.
Las diferencias y la crisis
“A veces, cuando las empresas familiares se vuelven grandes empiezan las diferencias. No fue una sola, fue un conjunto... al que se sumaron cuestiones de ego, de reconocimiento, de protagonismo y de liderazgo. Creo que esos fueron los motivos que llevaron a la división. El hermano que le seguía y un primo hermano que estaba radicado en Mendoza, decidieron irse de la empresa y se quedaron con las actividades productivas que tenían en Mendoza, además de toda la parte aceitera, que en ese momento era bastante importante”, cuenta Miguel.
-¿Qué pasó después de aquel primer cimbronazo?
-Empezaron a escindirse los proyectos. Pero el proyecto de mi abuelo nunca fue empresarial, si no que lo importante para él era el sustento familiar. En los 80 y mi abuelo empezó con problemas de salud lógicos por una vida con mucho desgaste. Se retiró en 1988 y le pasó el mando a su hijo, Juan Miguel.
-¿Cómo fue el cambio de liderazgo?
-Mi tío era muy joven y tenía un desafío enorme: manejar una empresa muy atomizada en su patrimonio, porque mi abuelo le había dado participación a todos sus hermanos y eso le restaba armonía, sumado a los problemas de la volatilidad de la economía. Fue la etapa más dura del proyecto empresarial. Al punto tal que en 1995 la empresa se presentó en concurso de acreedores porque las deudas habían superado la capacidad de pago.
-¿Qué pasó con el vínculo familiar?
-En la medida que se fueron de la empresa, también se rompía el vínculo familiar. Entre los que se peleaban no primó la unión familiar.
-Y su abuelo, ¿cómo sobrellevó esa realidad?
-Creo que parte de su deterioro de salud y de cómo terminó, con un Parkinson muy severo, está relacionado con todo esto. Gran parte de su dolor fue ver cómo lo que le permitió tener a toda la familia junta también fue lo que terminó generando las peleas que los dividieron. Eso fue para él muy duro y difícil de procesar. Falleció en 1995. Mi abuela murió dos años antes, en 1993, a ella también la afectó. Hoy, a la distancia, creo que todas estas angustias hicieron que su desenlace fuera muy difícil.
-Volviendo a la empresa, ¿qué pasó durante la gestión de su tío, Juan Miguel?
-Los primeros años, por la división y la falta de armonía entre la familia, fueron complicados. Pero mi tío era una persona con un carácter espectacular, un ser humano fantástico y un gran optimista. Él siempre miraba las cosas de manera positiva y tenía una energía para ir hacia adelante increíble. Siempre pienso que por cómo estaban las cosas en ese momento en la empresa, el único que podía sacarla adelante era alguien como él, “un loco” en el buen sentido. Juan Miguel lideró un proceso de reestructuración para que la compañía pudiera honrar todos sus compromisos. Y así empezó un camino de corrección hasta que llegó el 2001.
-Una de las peores crisis del país.
-Fue un año bisagra y mi tío debió tomar una decisión muy difícil. O vendía la empresa y se desprendía de todo o vendía su activo más importante: Mantecol, nuestra marca insignia. Yo siempre rescato ese momento en su liderazgo porque pienso que cualquier persona en su lugar se podría haber desprendido de todo y hoy la historia sería otra.
-¿Cómo fue su decisión?
-No quedaban muchos caminos... Mi tío apostó por la continuidad de la empresa, a la posibilidad de empezar de nuevo. Se vendió el activo, se vendió Mantecol.
En 2001, Georgalos le vendió Mantecol a Cadbury Stani, filial argentina de Cadbury Schweppes, por 22,5 millones de dólares. “Teníamos una cláusula que nos impedía hacer el producto por ocho años. Por eso, como teníamos la materia prima, arrancamos con un postre de maní Nucream. También apostamos fuerte al chocolate e iniciamos relación de cooperación industrial con Kraft Foods”, explica.
-¿Cómo impactó la venta?
-Yo había empezado a trabajar en la empresa en 1999 y la decisión me impactó mucho. Recuerdo que mi tío siempre me decía: “Ahijado, quedate tranquilo que todo va a andar bien y vamos a tener revancha” [con la voz entrecortada por la emoción]. El director industrial de aquel entonces, con quien hoy mantengo mucha relación y que es como otro padre para mí, me decía que no me preocupara porque íbamos a volver a comprarlo.
-Casi como una profecía.
-Sí, 20 años después, cuando nos enteramos que Mantecol estaba a la venta, nos tiramos de cabeza y lo volvimos a comprar. Lamentablemente, mi tío ya había fallecido, pero su imagen fue la primera que vino a mi mente en el momento de la firma. Uno no toma dimensión, pero creo que no hay muchos casos así en el mundo. Con la recompra de Mantecol recuperamos nuestro ADN porque nuestro proyecto empresarial como familia se dio gracias a Mantecol, no fue a la inversa como es lo más común hoy. Acá el producto vino primero y la empresa después.
Así, en 2022, Mantecol, que estaba entonces en manos de la multinacional Mondelez, volvió a la familia de Miguel Georgalos, su creador.
-Sobre las empresas familiares existe el dicho que dice: “la primera generación crea la empresa, la segunda la desarrolla y la tercera la funde”. ¿Qué opina al respecto?
-Me gusta pensar que mi abuelo y mis tíos me hicieron el favor de armar los líos antes [risas]
-¿Qué diría hoy su abuelo, si pudiese ver a sus nietos juntos en la empresa?
-Con mis primos aprendimos de los errores que se cometieron en la empresa, en la familia y en la historia. Tenemos una gran relación. A menudo pienso en mi abuelo y en mi tío, sobre todo cuando tengo que tomar decisiones. Me gusta pensar qué harían ellos. Creo que hoy le dimos a la compañía el lugar que mi abuelo siempre imaginó y a mi tío le cumplimos la apuesta que hizo por la empresa. Parte de las energías que tenemos para salir adelante creo que vienen de ellos, que desde arriba nos están dando todo el empuje.
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