La restitución del nieto 114, Ignacio Hurban (Guido Montoya Carlotto), pone en evidencia un vínculo esencial para la recuperación de la identidad: el de las Abuelas con la ciencia. Aquí, una breve historia sobre cómo se estableció el índice de abuelidad
Laura Carlotto parió engrillada y encapuchada. Estuvo cinco horas con su bebé. Antes de que se lo robaran, le susurró al oído: "Guido, como tu abuelo". Entonces la durmieron, la trasladaron y la mataron de espaldas. Treinta y seis años después, Estela de Carlotto se sentó en conferencia de prensa, miró de frente y anunció satisfecha: "Se cumplió lo que dijimos: ellos nos van a buscar".
Los genes y la cultura separaban a Ignacio Hurban de sus padres adoptivos. Cuando la duda se volvió insoportable, mandó un mail a las Abuelas de Plaza de Mayo. Se hizo los análisis y la sangre lo confirmó: era el nieto 114. Era Guido Montoya Carlotto. Él había buscado; la ciencia lo había encontrado.
Muchos años antes, las Abuelas habían entendido que sus hijos no volverían, que había que buscar a los nietos. Se escondían a la salida de las escuelas y se disfrazaban de enfermeras en los hospitales. Tomaban el té en Las Violetas y se exponían al desprecio en las comisarías. Se esperanzaban y se derrumbaban. Predicaban en el desierto: los diarios les cerraban la puerta, los jueces las echaban del despacho. La Argentina era un lugar claustrofóbico, así que salieron al mundo para buscar ayuda. Denunciaban las desapariciones y el robo de bebés, pero también pensaban en cómo saltar el eslabón perdido –sus hijos– para encontrar a sus nietos cuando volviera la democracia. Científicos de Francia, España, Italia y Suecia les dijeron que era imposible: las identificaciones se hacían con pruebas de paternidad.
En 1982, cuando Chicha Mariani (primera presidenta de Abuelas) y Estela (su vice) llegaron a Nueva York para contar lo que pasaba en la ONU, Víctor Penchaszadeh se reunió con ellas en un hotel de la Avenida Lexington. El genetista exiliado, que había soñado con el Hospital de Niños en el Sheraton Hotel, escuchó el pedido. Ansioso por invertir la carga de una ciencia asociada al nazismo de probeta, les contestó que sí. Reunió a sus colegas de la Universidad de Berkeley con Fred Allen –del Blood Center de Nueva York– y con un equipo de estadísticos, epidemiólogos y matemáticos, coordinados por la genetista Mary-Claire King, y se cargó el desafío: determinar la filiación de un niño con la sangre de sus abuelos. En 1983 les dijeron a Chicha y Estela: "Sí, es posible. Y sí, es infalible".El "índice de abuelidad" se armó primero para los cuatro abuelos, después para tres, después para familiares menos directos. Terminaba la dictadura y empezaban los ensayos en el país.
Pero el camino era sinuoso. El laboratorio privado más conocido estaba dirigido por un perito de las Fuerzas Armadas. Como Abuelas no quería saber nada, la Secretaría de Salud porteña derivó los exámenes al servicio de Inmunología del Hospital Durand. La primera restitución con técnicas inmunogenéticas fue en el 84. El reencuentro de Elsa Pavón con su nieta Paula Logares, de siete años, empezó difícil. Hasta que la abuela le recordó cómo le decía de chiquita a su papá: Calio. Paula puso la voz que ponía entonces, se largó a llorar y se quedó dormida.
Aun preguntándose si estaban haciendo bien, las abuelas y los familiares que acompañaban siguieron adelante. Impulsaron el proyecto para un Banco Nacional de Datos Genéticos, sancionado en 1987 y reglamentado en 1989. Sería uno de los tesoros más valiosos de la Argentina: archivaba la sangre de los familiares que aceptaban compararse con quienes dudaban de su identidad.
"Éramos como cobayos", grafica el secretario Abel Madariaga en el magnífico documental 99,99%. La ciencia de las Abuelas. "Me sacaron como medio litro de sangre, había que hacer muchísimas pruebas". Pero así fueron apareciendo su hijo Francisco y muchos otros niños y adolescentes que supieron quiénes eran en realidad. La arquitectura legal terminó de armarse en 1992 con la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad: si el Estado los había desaparecido, el Estado debía encontrarlos.
En busca del ADN
Todo era artesanal al principio. Los exámenes se centraban en grupos sanguíneos, antígenos linfocitarios y enzimas, explica Daniel Corach, que aprendió las técnicas de King y creó el Servicio de Huellas Digitales Genéticas de la UBA. Y los análisis se hacían por hemólisis, reacciones que enfrentaban los glóbulos rojos del donante con anticuerpos específicos. En 1985 empezó a cambiar el paradigma, con la publicación de las técnicas de ADN descubiertas el año anterior en Gran Bretaña. La revolución llegó al país en los noventa, cuando los genetistas se metieron más adentro de la sangre. El panorama parecía inabarcable –hay 25.000 genes en una persona–, pero ellos hicieron foco en doce sitios o marcadores. "Sus características moleculares y genético-poblacionales los hacen ideales para las identificaciones, por su alta variabilidad: las chances de que dos personas que no están emparentadas tengan la misma constelación de marcadores es extremadamente remota", precisa Corach. Pero la técnica seguía siendo manual: había que extraer, cortar, separar y exponer fragmentos de ADN. Cada paso tardaba un día; el proceso completo, varias semanas.
La historia se aceleró con los secuenciadores, robots que obtienen perfiles genéticos completos. Para el 98, cuando Corach tuvo el primero, ya se había extendido la reacción en cadena de polimerasa, una técnica que copia y amplifica las zonas de interés informativo. El secuenciador trabaja en las cadenas con un capilar de cincuenta micrones de diámetro, mientras un láser identifica los fragmentos. Todo se codifica en una cadena alfanumérica. En apenas media hora pueden correr muestras de ocho personas distintas. Aunque cambiaron las técnicas, el índice de abuelidad –que abrió nuevas perspectivas para la criminalística, el abordaje de catástrofes y la genética forense– sigue siendo crucial para determinar el parentesco.
Cuando alguien con dudas sobre su identidad entra al BNDG, le toman fotos, huellas digitales y un consentimiento firmado. Le sacan sangre en un box de extracción y el material se analiza en distintas áreas: ADN mitocondrial, nuclear, cromosomas sexuales y biología molecular. El perito a cargo no conoce los expedientes. Trabaja con números y códigos, sin nombres ni apellidos. Los procesos se repiten y ratifican con análisis estadístico.
Desde el 2009, el BNDG está en la órbita del Ministerio de Ciencia nacional. La inminente mudanza a la nueva sede de Córdoba 831 provocó un conflicto con algunas organizaciones de derechos humanos y con la actual directora, Belén Rodríguez Cardozo. Creen que el traslado pondría en riesgo el equipamiento, los perfiles genéticos, las muestras biológicas y los archivos. "Las altísimas medidas de seguridad que se pondrán en vigencia serán incomparablemente superiores a las que rigen en la sede del Hospital Durand", prometen en el Ministerio. Penchaszadeh, que volvió al país en 2007, es uno de los coordinadores del traspaso.
Ignacio es Guido
Con o sin polémica, la nueva ley es un paso adelante: regula los allanamientos, fija la obligatoriedad de los exámenes y confirma la imprescriptibilidad de los crímenes."Que exista un chico desaparecido nos afecta a todos", suele explicar Carlotto. Ese chico, recuerda, lleva la prueba del delito en la sangre. En el caso de Igancio el proceso "fue rápido porque la familia con la que había que comparar el ADN estaba completa, tanto paterna como materna. Los antropólogos forenses que habían encontrado los restos del papá ya habían mandado las muestras al Banco".
Porque Ignacio supo quién fue su madre, pero también su padre: Walmir Oscar Montoya, montonero como Laura, desaparecido en noviembre de 1977. Hortensia Ardura, la otra abuela, también recuperó a un nieto. Nada de esto hubiera sucedido si Estela no mandaba a exhumar el cuerpo de su hija en 1985, cuando el texano Clyde Snow –un antropólogo texano de botas y sombrero, traído por la organización– miró las estrías en los huesos de la pelvis y le dijo: "Estela, tú eres abuela".Así también supo que su hija se había resistido (tenía un brazo quebrado) antes de que la mataran de un disparo en el cráneo.
En esa escena de dolor y esperanza estaba el otro gran aporte de las Abuelas a la ciencia argentina. Snow forjó al Equipo Argentino de Antropología Forense: jóvenes que entraban casi a las escondidas en los cementerios y pasaban tanto tiempo entre huesos y balas que terminaban comiendo choripán en las fosas. Snow, que murió en mayo de este año, les enseñó a reconstruir el tormento de los secuestrados y a desarticular el relato de las muertes en enfrentamientos. Si había un balazo en la parte superior de la cabeza, era un asesinato. Si había un cajón de nene con ropa pero sin huesos, era una muerte fraguada y, entonces, una esperanza. Esos jóvenes hoy son profesionales admirados, que reponen identidades en todo el mundo.
"No existe la posibilidad de cambiar, suplantar o suprimir la identidad sin provocar daños gravísimos en el individuo –recuerdan las Abuelas–. Perturbaciones propias de quien al no tener raíces, historia familiar o social, ni nombre que lo identifique, deja de ser quien es sin poder transformarse en otro". Para lograrlo, el secreto está en los genes, que se preservan durante siglos. Una buena noticia para las 312 familias que necesitan respuestas: cuando las Abuelas ya no estén, las van a seguir encontrando.