El libro ‘Nunca delante de los criados’ recopila centenares de testimonios de trabajadores domésticos que desmontan su idealizada imagen de la época victoriana
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En 1879, poco después de empezar a trabajar a los 10 años como sirvienta en una mansión de un barrio a las afueras de Londres, Harriet Brown escribía en una carta a su madre: “Me levanto a las cinco y media o seis de la mañana y no me acuesto hasta cerca de las doce de la noche y, a veces, estoy tan cansada que no me queda más remedio que echarme a llorar. De no ser por el aceite de hígado de bacalao que estoy tomando, creo que habría tenido que guardar cama”. Dos décadas después, la historia se repetiría con su hija Ellen, que a esa misma edad se convirtió en la octava de ocho criadas de otra casa de la capital británica. Como recién llegada, le tocaban las tareas más duras. Tenía que cepillar los suelos de madera con una mezcla de jabón líquido y polvo de sílice que le dejaba las manos y los antebrazos en carne viva. La mayoría de las noches se quedaba dormida llorando.
La historia de Harriet y Ellen aparece recogida en el libro Nunca delante de los criados, de Frank Victor Dawes, un periodista británico ya fallecido, que en 1972 publicó un anuncio en el The Daily Telegraph en el que pedía a personas que hubieran trabajado como sirvientes que le enviaran cartas en las que contaran sus vivencias. La editorial Periférica lo publica ahora por primera vez en español con traducción de Ángeles de los Santos. Coincide su lanzamiento con el estreno de la segunda secuela cinematográfica de la popular serie Downton Abbey, una producción de la televisión británica, estrenada en 2010 y que recrea de manera idealizada la vida cotidiana de una familia victoriana y sus sirvientes, en la línea de su antecesora en los setenta Upstairs Downstairs (traducida como Arriba y abajo). En ninguna de las dos se atisba la crudeza que reflejan los testimonios recopilados por Dawes. Todo parece estar donde tiene que estar, tanto los objetos como las personas: cada cual contento en el lugar que le corresponde.
Nada que ver, por ejemplo, con la vivencia de Elizabeth Simpson, nacida en 1853, que también comenzó a trabajar como criada a los 10 años en una mansión en el condado de Yorkshire. Según le contó su nieta a Dawes, tenía que levantarse a las cuatro para restregar los suelos de piedra de la lechería con agua fría y batir la mantequilla hasta que le dolían los brazos. A esas horas tempranas se iluminaba con una vela que iba empujando conforme avanzaba de rodillas por el enlosado. La tenían trabajando sin parar el día entero. Era una norma de estricto cumplimiento que nunca la viera ningún miembro de la familia. Si por algún infortunio la veían, ella no debía dirigirles la palabra, sino hacerles una reverencia y desaparecer lo antes posible.
Cuando publicó aquel anuncio, Dawes se proponía relatar la historia real de los trabajadores domésticos en Reino Unido desde el esplendor del sector a mediados del siglo XIX hasta su progresiva decadencia a partir de la I Guerra Mundial. Hijo de una criada que empezó a servir a los 13 años, el periodista pretendía investigar las razones de ese declive: del millón y medio de personas que había hasta el comienzo del conflicto bélico se había pasado a menos de 100.000 en los setenta. Recibió cerca de 700 cartas en pocos meses que le sirvieron de base para escribir su libro, convertido en un best seller cuando se publicó en 1973, en pleno apogeo de Arriba y abajo.
Ya desde las primeras páginas del libro queda claro que los sirvientes de las casas victorianas vivían en unas condiciones cercanas a la esclavitud. Apenas tenían unas horas libres a la semana, les podían despedir por capricho y descansaban en habitáculos infames. Violet Turner, que trabajó en una pensión poco antes de la I Guerra Mundial, recuerda que tenía que dormir en el cuarto de baño en una cama plegable: “Cuando me levantaba por la mañana tenía que plegar la cama y sacarla al rellano antes de que los huéspedes tomaran su baño”. Y lo peor de todo es que ni los amos ni los criados tenían conciencia de ello, porque ambas partes asumían que su posición en la vida respondía a un orden dictado por la divinidad. “La Biblia se utilizaba para convencerles de que reconocieran la superioridad de aquellos a quienes servían”, explica Dawes. Desde los púlpitos les llegaban subrayados pasajes como este de la Epístola a los efesios: “Sirvientes, obedeced a quienes son vuestros amos en el mundo, con miedo y con temblor (…) cumpliendo la voluntad de Dios desde el corazón”. Se aseguraba así la sumisión al sistema.
Los patrones, por su parte, vivían con la conciencia tranquila porque socialmente se consideraba a los criados seres “distintos”, cuando no “inferiores”. Eso ayudaba a justificar moralmente la explotación infantil y los abusos sexuales. “En cuanto a las sirvientas y las mujeres de clases más humildes […] todas fornicaban a escondidas y se sentían orgullosas de tener a un caballero que las cubriera. Ésa era la opinión de los hombres de mi estilo de vida y de mi edad”, relata un caballero victoriano en sus memorias, que publicó de manera anónima en 1890 bajo el título Mi vida secreta. “Si, como ocurría con demasiada frecuencia, una joven sirvienta se quedaba embarazada de un miembro de la familia, la culpa recaía directamente sobre ella, no sobre él”, apunta Dawes. Muchas veces se las despedía sin referencias, lo que las abocaba a los asilos o la prostitución.
Esa conciencia de que los criados eran “inferiores” explica también que el movimiento por los derechos de las clases trabajadoras los ignorara hasta bien entrado el siglo XX. Y que se encontrara con una mayor resistencia cuando empezó a fraguarse. “Considero que cualquier posibilidad de introducir en el servicio doméstico el tipo de relación que ahora se da entre patrones y trabajadores en el ámbito industrial podría influir de manera desastrosa en los fundamentos de la vida hogareña”, escribió en una carta la marquesa de Londonderry en los años veinte para manifestar su oposición a la regulación del trabajo doméstico. Tuvo que pasar otra década para que se empezaran a reconocer sus demandas de salarios y descansos mínimos, en parte porque la necesidad de mano de obra femenina en las fábricas durante la I Guerra Mundial hizo que muchas mujeres descubrieran que podían acceder a empleos mejores: los sueldos quizá no fueran superiores, pero al menos no se las trataba como esclavas. Y la escasez de criadas empezó a ser un verdadero problema en el país.
Fue el principio de la decadencia de la edad de oro de los sirvientes en Reino Unido. Y con ella, el derrumbe de una forma de vida en la que la posición social de una familia se medía por el número de criados que tenía. Lo retrató con precisión en 1989 el Nobel Kazuo Ishiguro en su novela Los restos del día, adaptada al cine en 1993 por James Ivory, con Anthony Hopkins y Emma Thomson como protagonistas.
No obstante, ciertos estigmas y agravios asociados al trabajo doméstico perviven no solo en ese país, sino en todo el mundo. “En inglés, maid [criada] es una palabra refinada, que evoca servicios de té, uniformes almidonados y la serie Downton Abbey. Pero en la vida real, el mundo de las trabajadoras domésticas está incrustado de suciedad y restos de mierda. Esas mujeres limpian nuestros desagües de vello púbico, son testigos mudos de nuestros trapos sucios, en sentido literal y metafórico. Sin embargo, quedan relegadas a la invisibilidad”, escribe la activista estadounidense Barbara Ehrenreich en el prólogo del libro Criada, en el que Stephanie Land narra sus duros años de trabajo como limpiadora con una hija pequeña a cargo, que se convirtió en un best seller en EE UU tras su publicación en 2020 y que inspiró la serie La asistenta. La edición española incluye un prefacio de la dominicana Rafaela Pimentel, una de las líderes del movimiento sindical de las empleadas de hogar en España, donde hay que recordar que todavía no tienen reconocido el derecho a cobrar la prestación por desempleo: “La mayoría de la gente la mira [a Stephanie Land], nos mira, con miradas que nos recriminan por ser pobres (…) Miradas, entre otras cosas, que nos devuelven que no somos mujeres ‘normales’, como dicta la sociedad”.
El pasado viernes se supo que hace dos meses fue rescatada en Brasil una mujer de 86 años que llevaba siete décadas esclavizada trabajando como criada para tres generaciones de una familia sin cobrar un salario ni tener vacaciones. Cuando la encontraron, en una vivienda de Río de Janeiro, dormía en un sofá a las puertas de la habitación de la patrona de la que cuidaba, también octogenaria.
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