Lo que deberíamos aprender de los gatos, según el filósofo John Gray
Una entrevista con el reconocido pensador británico a propósito de su nuevo libro, Filosofía felina
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Mientras escribo esta nota, mis dos gatos duermen cerca de mí. Él, Yukio Fernando, es grande y musculoso, de ojos naranja como dos papayas maduras y una dulzura que a ratos llega a ser irritante, pero que por lo general conmueve a cualquiera que se cruza con este perro atrapado en el cuerpo de un gato. Ella, Akali Margarita, es pequeña como una coma, y el blanco y el negro derrapan sobre su piel como el beso de dos océanos, uno de luz y otro de sombra, dándole un toque enigmático a esta felina que pareciera jactarse de serlo.
En los últimos trece años, los gatos se convirtieron en parte fundamental de mi vida. En total, hay seis que me atraviesan: a los ya mencionados Yukio y Akali se suman los de mi familia: Alan Eduardo, Zeus Antonio, Sparki y Nucita. Y en todos y cada uno de ellos he encontrado una manera diferente de habitar el mundo, personalidades únicas empaquetadas en frascos felinos y una vocación por el placer que resulta envidiable, arrolladora.
Justamente sobre esa forma de estar en la realidad, no con pena ni martirio, sino con la placidez de quien se sabe fugaz y no se obsesiona con ello, el teórico y filósofo británico John Gray –que fue profesor de la London School of Economics y es autor de obras reconocidas, como ‘Los engaños del capitalismo global’– basó su más reciente libro: ‘Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida’, un ensayo que plantea lo que los humanos podríamos aprender de estos animales.
“Es importante aclarar que los humanos somos humanos y los gatos son, bueno, gatos; no busco trocar la naturaleza de cada animal”, advierte Gray. La idea del libro no es que las personas nos lamamos la piel, persigamos como locos ratones de goma o cambiemos nuestros hábitos diurnos por nocturnos. No: el aprendizaje es que dormir se debe hacer por el placer de dormir, no porque hay que recargar fuerzas para el trabajo; que el amor siempre será un misterio, pero también un refugio al que regresar; que el pasado y el futuro no son más que cargas de acero; o que la muerte hace parte de nuestro ciclo vital, sin miedos ni remordimientos.
¿Entendí mejor a mis gatos luego de leer el libro? Probablemente nunca logre comprender por qué a Yukio le gustan tanto los besos en la nariz o cuál es el motivo que hace que Akali sea tan misteriosa y arisca, siempre observando el mundo desde su distancia de peñasco. Pero al verlos dormitar plácidos sobre mis piernas, sé que entre ambos suman unos diez kilos de sabiduría, paciencia y ternura. Diez kilos que lograron domesticarme y que, repetidos hasta el infinito de todos los gatos del mundo, fueron capaces de cambiar el planeta para siempre.
-Lo primero que habría que saber sobre su libro es una pregunta muy simple: ¿por qué los gatos y no otros animales que algunos consideran muy inteligentes (perros, pulpos, cerdos)? ¿Qué tienen de especial?
-Elegí a los gatos por encima de cualquier otro animal básicamente por dos razones. La primera es que he estado con gatos en los últimos treinta años de mi vida. El que más vivió conmigo murió poco antes de la pandemia, a la edad de 23 años. Nunca he vivido con perros, pulpos o cerdos. Esto me lleva a la segunda razón: de todas las criaturas que hemos domesticado, los gatos son los animales que menos se parecen a los humanos. Creo, y ellos parecen demostrarlo, que disfrutan nuestra compañía y que pueden generar vínculos con nosotros. Si algo les molesta, si nuestro amor los sofoca, se van. Todo lo contrario a los perros, que asimilaron nuestras maneras y comportamientos. Los gatos habitan nuestras casas, pero siguen con sus naturalezas felinas sin domesticar.
-¿Y de qué forma los gatos que tenemos en nuestras casas pueden convertirse en maestros filósofos?
-Los humanos, desde nuestros inicios, hemos buscado diferentes dimensiones en nuestras vidas. Bien sea la belleza de la naturaleza o la idea de dios, que siempre está basado en los comportamientos humanos. Sin embargo, creo que es muy poderoso imaginar que existe un conocimiento diferente al nuestro, una manera no humana de existir y de afrontar la vida. De ese modo, lo que mi libro busca es que aprendamos de estas criaturas tan disímiles a nosotros. No a ser como ellos, porque probablemente un gato nos miraría con desprecio si nos viera lamiéndonos la piel o revolcándonos en el suelo, sobre un haz de luz. Lo importante es absorber algo de esa sabiduría que surge de vivir tan tranquilamente, sin pensar en lo que hacen, ni en el pasado ni en el futuro, mucho menos en la muerte.
-En su libro usted habla constantemente de que los gatos viven en el presente, sin preocuparse por el futuro o por el pasado. ¿Es el tiempo una carga para los humanos?
-¡Totalmente! Esa idea puede que sea el núcleo de mi libro y una de nuestras diferencias más grandes con los gatos. Y el duelo juega un papel muy importante en todo esto. Porque podemos vivir diferentes tipos de duelos: por la muerte de un ser querido, por una enfermedad que nos aqueja, por un amor que nos abandona. Todas estas pérdidas están conectadas con el paso del tiempo, el cual, a su vez, se conecta profundamente con nuestro miedo supremo: la muerte. Por su parte, los gatos parecen no interesarse mucho en la pérdida ni en su propia mortalidad. Y si llegan a hacerlo, lo hacen al final de sus vidas, cuando presienten que es su hora de partir. Cuando esto pasa, se alejan y buscan una muerte solitaria. Una muerte gatuna. Una muerte sin miedo.
-¿Es la muerte la única forma en la que el tiempo afecta a los humanos?
-No, también está la necesidad de pasar el tiempo, de llenar las horas, de ser productivos, de no aburrirnos, de evitar un montón de cosas. Vivimos siempre al pie del reloj, cumpliendo horarios, yendo a citas. El sentido temporal de los gatos es otro: si no los alimentamos a la hora en la que están acostumbrados, maullarán hasta que cumplamos con el horario de siempre. Sin embargo, no construyen sus existencias alrededor de un horario inflexible. O, de la manera que creo que lo hacemos las personas, como si sus vidas fueran un libro.
Estamos obsesionados con leer nuestra existencia como una serie de acontecimientos que pasan, uno tras otro, como las hojas de un libro. Y cuando lees, estás demasiado preocupado por el final, por el último punto. A la vez que te obsesionas con la idea de lo que dejas atrás, de tu ‘legado’. Los gatos no se preocupan por esas cuestiones. No se cuentan narrativas de sí mismos. Todos los días son una hoja nueva y única para ellos.
-Sin embargo, ¿los humanos cómo podemos prescindir de esas cargas si vivimos en un mundo capitalista que nos bombardea con nostalgia del pasado y nos hace siempre desear un futuro con incertidumbre?
-No creo que esto sea únicamente algo que incumba al capitalismo, para nada. Si vivías en la Unión Soviética, la promesa máxima era que tendrías una vida mejor. Creo que este es un problema de todas las sociedades modernas, que heredaron este modelo de las religiones. Las actuales religiones seculares, llámense capitalismo, comunismo o socialismo, venden una idea del futuro a costa de sofocar el presente. Nuestros sistemas parecen diseñados para hacernos la vida imposible de vivir como meras expresiones del ahora.
Sobre todo tenemos un gran problema y es la idea del progreso que manejamos, ya que equiparamos avances tecnológicos y científicos con una vida mejor. Sí, por supuesto, ya no tienes que ponerte a tope con opio para que te saquen una muela porque no vivimos con la tecnología dental del siglo XIX; claro, tenemos los teléfonos inteligentes, que más allá de debates de si son buenos o malos nos permiten comunicarnos rápidamente y un sinfín de comodidades más. Hay toda una ilusión de que hemos progresado porque todo a nuestro alrededor parece ser más avanzado, pero olvidamos algo fundamental: la vida humana no es así y mucho menos sus instituciones.
Entonces, siempre estamos corriendo el riesgo de los totalitarismos, de la esclavitud, del tráfico de personas. Todo esto es cíclico, con diferentes nombres. Pero también creo que hay otra razón para que el presente sea tan difícil de alcanzar: pensamos todo el tiempo. Si te pidiera que pensaras en calmarte todo lo que más pudieras, lo más probable es que por tu necesidad constante de pensar no logres llegar a ese estado. Y esa ofuscación disparará un millar más de pensamientos en tu cabeza, evitando que puedas habitar como mero presente nada más. Los gatos no tienen que pensar en calmarse, ellos sencillamente lo hacen. No tienen ningún tipo de atadura hacia el futuro. Así que eso es lo que deberíamos hacer, sea que vivamos en regímenes capitalistas o no: cortar al futuro, liberarnos de él, no vivir tras su estela.
-A lo largo del libro usted suele hablar del animal humano, lo cual sigue las líneas de lo que la ciencia dice: los seres humanos también somos animales. Sin embargo, a mucha gente parece molestarle esa equivalencia. ¿Por qué cree que sucede ese desagrado de ser comparados con otros animales? ¿Por qué hay esa necesidad de reprimir la animalidad?
-Bueno, no me parece que esto sea algo universal. Por ejemplo, las personas indígenas no lo hacen tanto. Tampoco las religiones que no son monoteístas. Esto es más de las sociedades occidentales, que pusieron al humano en la parte más alta de la pirámide, quizá solamente superado por dios. Y puede que esto tenga que ver con nuestro ego y nuestra sensación exagerada de grandeza, pero también puede que tenga que ver con el miedo a nuestra propia mortalidad. Si no mueres como los demás animales, si tu alma es eterna, si tras la muerte encontrarás otra vida, es porque eres diferente.
Los humanos, según nuestros credos, no morimos para siempre. Los animales sí, nacen, viven, mueren. Ahí termina su ciclo. Pero también hay otra diferencia: nuestra concepción del alma, que permite desvincularnos de nuestros cuerpos y hacernos creer que estamos por encima de la carne. No creo que los gatos tengan ideas de almas en sus cuerpos. Ellos viven hasta que se descomponen, nosotros nos negamos a ser únicamente corporales. El cuerpo se enferma, envejece, se hace débil, desaparece. Los humanos nos aferramos inútilmente a nuestros cuerpos mortales.
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