Con su líder, Win Butler, decidido a convertirse en el Bono de la generación millennial, Arcade Fire presenta nuevo trabajo, cruza de new wave y electropop.
Por Alejandro Lingenti
No han sido fáciles las cosas para Arcade Fire desde la aparición de Everything Now. Al menos en lo que hace a su valoración por parte de la crítica. Son muchos los medios que han señalado sin medias tintas este quinto disco de las canadienses como el peor de una carrera muy exitosa, iniciada allá por 2004 con Funeral. Para colmo, en los últimos días apareció la noticia de un supuesto plagio: “Everything Now”, el primer corte del álbum, nada menos, fue señalado como una copia no muy disimulada de un tema de Templeton, una banda española bastante cutre. Y eso en el marco de un nuevo repertorio, en el que, justamente, no abundan las sutilezas: la prueba concluyente es “Chemistry”, una cruza desafortunada de ska-reggae digital y riffs a lo Joan Jett que es difícil tomarse del todo en serio.
Si en Reflektor (2013) el aterrizaje en la pista de baile no había generado demasiados desbarajustes –al contrario, la producción de James Murphy, alma y cerebro de LCD Soundsystem, era lo suficientemente equilibrada como para que en ese camino la banda no perdiera su identidad–, esta vez las decisiones fueron más radicales, lo que no necesariamente dio buenos resultados.
La colaboración de Thomas Bangalter (Daft Punk), un experto en la propulsión con sintetizadores retro, de Steve Mackey, ex bajista de Pulp, y de Geoff Barrow (Portishead) se tradujo en un híbrido no muy inspirado de música disco, new wave y electropop que, para peor, no suena como entorno adecuado para la solemnidad de una lírica concentrada, sobre todo, en la crítica lacrimógena a la sobrecarga de información de la era de internet, enemiga de la interacción humana directa. Un mensaje no muy original que se degrada con la frivolidad del entorno dance y la transformación del aliento épico característico en las composiciones de Win Butler, líder del grupo, en pura grandilocuencia, una inclinación patente en el aparatoso videoclip del primer single.
Demás está decir que Arcade Fire también usa las redes sociales para esparcir ese discurso, lo que más allá de la paradoja le ha rendido muy bien: Everything Now llegó rápido a la cima de los charts en Estados Unidos e Inglaterra, a pesar de las invectivas de buena parte de la prensa especializada.
Butler parece dispuesto a convertirse en un Bono de la generación millennial que les toma el pelo a los chicos cool entregados a disipar su aburrimiento en la discoteca, al ritmo de una canción (“Signs of Life”) que luce como una especie de sombra tardía de “Rapture” de Blondie, con la diferencia de que Debbie Harry rapeó con más estilo y gracia que él. “Creature Comfort” también apuesta a la bajada de línea –el epicentro temático es, en este caso, el coqueteo con algún tipo de inmolación trágica–, pero con el modelo sonoro de New Order.
Recién en “We Don’t Deserve Love”, el penúltimo track del álbum, bajan las revoluciones (de toda clase) por minuto y Arcade Fire muestra una faceta más original. Una balada de corazones rotos y retorno doloroso que escapa a la declamación insistente e impostada contra todos los males de este mundo.
Pero mayormente no hay personalidad, ni profundidad ni misterio, en las canciones de Everything Now. Sus diatribas contra el apocalipsis tecnológico, 20 años después de OK Computer, y la transformación del pop en producto seriado, 50 años más tarde que Who Sell Out, suenan hoy vacías, oportunistas y, obviamente, anacrónicas. El pasaje de gran novedad de la música alternativa a producto ideal para el show de estadio no le sentó del todo bien a Arcade Fire. Suele pasar cuando se quiere abarcar demasiado (charm, masividad, compromiso político, producción recargada). Cuando, en suma, nos empeñamos en conseguir a cualquier precio “everything now”.
LA NACION