Lo mejor del amor o ir al cine con mi bebé de un mes
Ya somos tres, o sea seis. En el grupo de mamás puérperas todo plan es aceptado y llevado a cabo en el primer hueco disponible. No son muchas las cosas para hacer en la ciudad con menores de un año pero las hacemos todas. La semana pasada fuimos al cine con nuestros bebés, a una función especial de El Potro. Luces bajas sin oscuridad plena, música no tan alta y, el mejor detalle, cambiadores frente a la pantalla para cualquier emergencia. Una experiencia nueva de algo ya conocido. Sentada entre las otras madres y padres, me soprendo de lo rápido que me voy acostumbrando a mi nueva vida. De cualquier manera, sé que podría estar sentada frente a una pantalla vacía que igual lo sentiría como una salida estupenda: lo que vale es tener tiempo fuera, más allá del templo bebé construido entre las paredes del hogar. Salimos del cine felices de haber estado dos horas mirando la vida de un ídolo destrozarse frente a las drogas. En las escenas de violencia o sexo no sabemos si taparles la cara a nuestros hijos e hijas o dejarlos ver. Todavía no llegamos a discutir ni imaginar estos dilemas del futuro. Paso a paso.
Encontré mi nuevo café favorito y tomé una mesa como propia. Se parece a una casa y la gente que va aparenta estar muy contenta de encontrarse con niños. Invité a dos amigas a tomar un café, ambas madres: una es poeta y la otra artista. Cuando hablo con ellas siento que no necesito disculparme si la charla es monotemática. Nos interesa dar y recibir todos los detalles sobre todas las posibles formas y matices que toma la crianza. Si se me cae el café en el medio de la charla no me juzgan. Ellas saben que las manos a veces van más rápido que la cabeza y que los minutos que se le quitan al sueño de la noche vuelven como fantasmas durante el día. Hay horas de la maternidad que rozan la invencibilidad y otras en los que soy exactamente lo contrario, una persona fácilmente vencible o ya vencida. Deambulo por la casa semi desnuda con algo en la mano, siempre poniendo un objeto en algún lugar para después lavarlo. Armo procesos de limpieza constante, y me encantaría que la casa entera entrara en el lavarropas. Llevando cosas de acá para allá soy una mezcla del hombre de la bolsa con la difunta correa. Conservo el sentido del humor, qué bien, y me río sola sin hacer mucho ruido para que nadie se despierte.
Después del cine me quedo tarareando las canciones de Rodrigo y me vienen flashes de cuando fuimos a verlo con mis primas y amigos en Santa Teresita. Para comprar las entradas caminamos cien cuadras de ida y cien de vuelta. Por primera vez estoy a punto de empezar un relato con "hace veinte años". Hoy lo mejor del amor es esto. Los pequeños pies que crecen, la ropa apilada que ya no le entra a nadie en esta casa, los turnos con médicos a los que empiezo a querer.
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