Él era camarero y ella enfermera de un hospital, la vida los unió y los distanció, pero él hizo una promesa y nunca bajó los brazos
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Alejandro la vio a lo lejos y quedó encandilado por ella, una enfermera en el hospital donde él se desempeñaba como camarero, el nuevo puesto que le habían designado. Cuando estuvieron más cerca, ella lo saludó de una manera que él notó especial, tal vez gracias a su sonrisa, tan hipnótica.
A partir de entonces, Alejandro la vio llegar cada noche, cuando venía a retirar la comida para sus pacientes. Los saludos se transformaron en más sonrisas y las sonrisas invitaron a los diálogos, siempre acerca de la vida cotidiana.
Una noche, Alejandro se encontraba cerrando el comedor y, al apagar las luces, escuchó un golpe seco. En la puerta estaba ella, lo miró con su sonrisa encantadora y le pidió disculpas por llegar tarde. “Porfa, ¿me antendés?”, le dijo, y él, por supuesto, accedió, le acercó la comida y, al tiempo que ella le agradecía, sintió el impulso de abrazarla. “¿Puedo abrazarte?”, lanzó sin pensarlo. “Claro”. Entonces se envolvieron con sus brazos y él pudo sentir su perfume. “Maravilloso momento”, asegura Alejandro hoy, al repasar su historia.
Alejandro despertó a la mañana siguiente con la sensación del abrazo y una sonrisa en su rostro. Se dirigió con una alegría inusual al hospital, sentimiento que se apagó cuando la encargada le anunció que lo trasladarían de sector de inmediato. El hombre, que había comenzado a percibir sentimientos intensos, no la vio más.
Un abrazo fue suficiente
Un largo tiempo transcurrió, semanas que se transformaron en meses de trabajo intenso y el recuerdo de la dulce sonrisa. Alejandro trataba de encontrarla entre la multitud sin éxito y el ritmo cotidiano no le permitía apartarse de su lugar: “Pero, la vida nos reencontró nuevamente”, recuerda. “Fue un miércoles de septiembre”.
Alejandro notó que la alegría de ella se asemejaba a la de él. Hablaron de cuestiones triviales hasta que la dulce enfermera se detuvo para admirar sus tatuajes en el brazo, al tiempo que lo acariciaba. “¿Me pasás el número de tu tatuador?”, lo miraba directo a los ojos, una actitud que le dio coraje a Alejandro: “Por supuesto, y de paso dame tu número. ¿A qué hora salís? Así te espero”.
Él terminaba un tanto más temprano, por lo que la que tuvo que esperar fue ella. Juntos caminaron hasta la parada del colectivo, la temperatura había bajado, ella le dijo que tenía frío y Alejandro entendió que la tenía que abrazar. No fue más que eso lo que sucedió hasta que cada uno partió para su hogar, aunque fue suficiente para encender sus corazones.
Una revelación y una promesa: “Yo desafío a la vida y a Dios”
Al día siguiente se escribieron. La conversación fluyó natural, orgánica y, una vez más, Alejandro sugirió encontrarse cuando terminara la jornada laboral. Pero esta vez hizo más que abrazarla, la besó y fue uno de los momentos más maravillosos de sus vidas. A partir de entonces, buscaron verse con mayor frecuencia, aunque sus horarios poco coincidían. “Pero ese no era el mayor impedimento”, revela Alejandro. “Hasta entonces no habíamos hablado de nuestras vidas personales. Ella me había adelantado que su vida era una odisea de sufrimiento”.
Aun así, lograron concretar una primera cita. Para ese encuentro, Alejandro la esperó durante tres horas a que saliera de trabajar. Allí, dentro de su coche, la esperó muy nervioso pero feliz. Finalmente, la vio atravesar la puerta con una sonrisa contrariada. Fueron a un pequeño bar restaurante a cenar y compartir una cerveza. Aquella noche se desvelaron, fue la misma noche en que ella le confesó todo su dolor. Le contó acerca de su relación tóxica, abusiva y acabada, que seguía allí tan solo por sus hijos.
Alejandro la abrazó con ternura y le pidió que confiara en él, que iba a estar todo bien. “Vos podés estar bien, no tenés hijos, responsabilidades mayores”, le replicó en un llanto desconsolado seguido de un “también deseo estar con vos, pero no podemos estar juntos, no sabés en qué te estarías metiendo. La vida es así”.
Sin apartar su mirada, las palabras brotaron de la boca de Alejandro seguras: “Yo desafío a la vida y a Dios, voy a estar con vos y vamos a ser felices. No voy a dejar que sufras”.
Nunca bajar los brazos
Alejandro y su enfermera comenzaron a verse más seguido, pero era evidente que ella no se sentía bien en su alma. Se encontraban a escondidas y el temor la acompañaba en cada una de sus citas.
Entonces, en otro de sus actos impulsivos, Alejandro le propuso ser su novia. “Me dijo que no podía”, rememora. “Se le humedecieron los ojos de tristeza y me explicó que no podía asumir semejante compromiso hasta que su expareja no estuviera más en su vida. A pesar de que lo de ellos estaba acabado, él no quería comprender que se había terminado”.
Alejandro jamás pensó en bajar los brazos. Los encuentros no cesaron, las luchas que tuvo que enfrentar ante la situación fueron arduas, hasta que algo mágico aconteció. En una salida, ella trajo a sus hijos. El momento fluyó maravilloso, juntos pasaron un grato momento y, de pronto, los mantos de desconfianza cayeron y ella pudo abrazar las intenciones de Alejandro y su amor.
“Hoy somos una familia que aprende a ser feliz”
El ex, finalmente, dejó de agobiarlos y Alejandro comenzó a quedarse unos días con ella. Esos días se transformaron en cuatro años. Hoy, conviven en una relación armoniosa y sana, donde los días de tormenta existen, pero la paz es lo que predomina.
“Cuando vienen sus compañeras a casa y se emocionan al escuchar nuestra historia de amor, miro hacia atrás, pienso por todo lo que tuve que pasar para estar con ella y solo siento que valió la pena”, se emociona Alejandro. “Tiene hijos hermosos de sentimientos, que me quieren, me cuidan, ella es una excelente compañera y mamá; la admiro como mujer, siempre muy tenaz”.
“No hay relaciones fáciles y tampoco imposibles. Nuestro amor triunfó porque siempre me entregué por completo ella, curé sus heridas y se dejó amar nuevamente. Cuando hay amor no hay imposible y todo se da para bien. Hoy somos una familia que aprende a ser feliz”.
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