Se convirtieron en amigos inseparables y pronto ella descubrió en su amado perro una virtud que lo hizo todavía más especial.
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Hasta ese preciso momento de su vida, había sido de aquellas personas que veía a los perros como un simple complemento en una casa. Sí, sonaba fuerte hasta el hecho de pensarlo. Pero la realidad es que todavía no estaba lista para comprenderlos como seres sintientes, ni mucho menos pensantes. Hasta que en febrero de 2008, en un particular momento en el que advirtió que su vida estaba demasiado vacía, decidió -aunque sin motivo preciso- que había llegado la hora de adoptar a un perro. “Mi vida era tan carente de sentido por esos días que pensaba que la diferencia entre la vida y la muerte era que los que ya habían fallecido tenían mucha suerte”, recuerda Claudia.
Firme en su propósito, se dirigió a una veterinaria del barrio y allí lo vio. Estaba en una jaulita junto a otro cachorro con un cartel que anunciaba: “me regalan”. Aquel día su vida cambió para siempre. Lo llamó Sebastián y rápidamente hicieron buenas migas. Siempre la hacía reír con sus ocurrencias. “A veces me olvidaba de ponerle agua antes de irme a trabajar. A mi regreso me reclamaba incesante hasta que le daba de beber. Pero, sin importar cuánta sed tuviera, jamás tomaba sin haber dado las gracias primero. Le dejaba el balde y me iba a la cocina, me seguía me daba un besito y después tomaba agua hasta saciarse”.
Vivieron infinidad de “historias” en compañía. Una de las que Claudia jamás olvidará fue la del crudo invierno de 2010. Sebastián dormía en la cama de la mujer, sobre las frazadas. Pero esa temporada el frío era tan intenso que una noche cerca de las tres de la madrugada, la despertó como otras tantas. Tenía que salir al patio para hacer pis. “Me levanté medio dormida, desactivé la alarma y abrí la puerta al patio. Pero Seba no estaba conmigo, así que volví congelada a la habitación, y sorpresa, estaba acostado en mi lugar. Y bueno, dormimos como pudimos pero tapados hasta la cabeza. La noche siguiente me volvió a despertar igual: inflaba el hocico y se le ponían los bigotes hacia adelante, con eso te hacía cosquillas en la cara. Así que en lugar de levantarme, me senté en la cama, y él, ni corto, ni perezoso pegó el salto y se acomodó otra vez en mi lugar. Obviamente volvimos a amanecer tapados hasta la cabeza”.
Maestro de corazón
En aquellos días Claudia daba clases particulares a chicos y chicas de escuelas primarias y secundarias. Todo comenzó con un alumno y pronto el boca en boca sobre el eficaz método de la profesora hizo que muchos interesados más golpearan sus puertas. “Pero no era por mí que sonaba el timbre de casa, eso lo comprendí luego”.
El primero de los chicos a los que Claudia dio clases solo tenía nueve años. Esa mañana su padre lo había llevado sin esperanza de que pudieran encontrar una solución a su falta de interés. Se sentó en la mesa donde estaban dispuestos libros y cuadernos sin correrse la capucha y la mirada firme en el piso. Se cruzó de brazos sin intención de escuchar. Apenas se veía su carita en la sombra de la capucha.
“Traté de establecer contacto, sin demasiado éxito. Entonces salió Seba de abajo del escritorio, y con mucha dulzura apenas rozo su bracito. El niño lo miró y lo acarició. No parecía gran cosa, pero al menos había cambiado su postura. Clase tras clase el contacto aumentaba. Se podría decir que había despertado de un letargo. Tiempo después supe que aquel niño no tenía mamá y su historia me conmovió profundamente. Tras las primeras tres clases ya no traía capucha. El progreso era evidente, pronto no solo prestaba atención, demostraba mucha inteligencia y responsabilidad”.
Luego llegó una niña de siete, no sabía leer ni escribir. Apenas conocía algunas letras y números. Pero no comprendería las operaciones. Tenía serios problemas de atención, era casi imposible que se concentrara un minuto completo. “Y así, como quien no quiera la cosa, mientras yo intentaba que me escuchara, Seba se hacía amigo. De a poco se ganó su confianza. Al cabo del primer mes, la nena sabía que tenia permiso de jugar con el perro si hacía la tarea y practicaba las cuentas. Después de tres meses, no solo sabia leer y escribir. Aprendió cuentas de tres cifras para suma, resta y multiplicación como también las tablas hasta la del 5″.
La tercera en llegar fue una nena de doce años, tenía una fobia tan grande que Claudia pensó que sería un problema. No podía moverse si veía un perro cerca suyo. De modo que Seba se quedaba en el comedor mientras daba clases. Pero de a ratos llamaba a su humana para que le prestara atención también a él. “Dejaba a mi alumna haciendo algún ejercicio y me iba a calmarlo ya que no le gustaba estar solo. A veces se asomaba. Y mi alumna empezó a notarlo. Pero lo veía agachado, medio escondido. Y ella fue quien decidió después de escucharlo muchas veces en las diferentes clases, ir a verlo. Se acercó de a poco, y con los días se hicieron amigos. Tal vez esta nena no era fóbica realmente, pero lo que sea que le pasaba pudo superarlo junto a Seba.
“Una parte de mí se fue con él”
El último caso fue un niño operado del corazón. Apenas podía caminar unos metros sin agotarse. Tampoco se concentraba mucho, la operación y recuperación habían sido muy traumáticos. Pero se refugió en Seba, tanto que antes de irse siempre se quedaba un rato con él en la colchoneta, abrazado y disfrutando de ese momento especial.
El 25 de noviembre de 2021 Sebastián cruzó el arcoíris. “Una parte de mí se fue con él. Todavía duele… Pero está descansando. Su cuerpo ya no le obedecía, y los últimos días estaba ciego y sordo. Miles de gratos momentos me ha dejado. Desde disfrazarse con el único objetivo de hacer reír a quien fuera, llorar junto a quien lloraba, bailar cuando otros bailaban y siempre acompañar con ladridos la canción de feliz cumpleaños. Me enseñó a apreciar la vida, a dar sin esperar nada. A disfrutar del sol, o del aire fresco de la mañana. A perseverar en lo que quiero, y a ser agradecida”.
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