Llegó desde Jujuy a Buenos Aires y el amor fue su camino para apaciguar la nostalgia; todo parecía inocente hasta que se volvió escalofriante...
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Lucía pide que a la protagonista de esta historia la llamemos Ana para preservar su identidad, le gusta ese nombre, corto, común, pero con carácter.
Ana había llegado a Buenos Aires desde Jujuy con sus 18 recién cumplidos y un miedo profundo, que luego le confesaría a ella, Lucía, y a su hermano, a quienes cuidó en la capital durante los siguientes tres años. Jamás había visto la gran ciudad, de hecho, jamás había visto más allá de su barrio, en Abra Pampa, con sus pastizales secos, terrenos alambrados, y sus historias de brujerías, que se ocupó de contarles en secreto a ellos, los asustadizos pequeños de la ciudad.
Lucía jamás olvidará el día que la vio llegar a su casa. Casi de inmediato, Ana le contó que cuando fueron buscarla a Retiro gritó durante gran parte del camino, nunca había visto edificios tan altos y creyó que estos se le caerían encima: “Me empecé a reír con su relato, me sonaba ridículo”, rememora Lucía hoy. “Pero imaginen a una chica de pueblo, muy joven, muy inocente, que nunca había visto rascacielos en su vida. Hoy, treinta años después, la entiendo”.
De a poco, muy de a poco, Ana comenzó a acostumbrarse a la ciudad, a las actividades constantes de sus niños a cargo, a la limpieza del hogar que también le correspondía, a los ritmos frenéticos, los ruidos constantes, las conversaciones pisadas, las miradas perdidas y los arrebatos de carteras: “Bah, mucho no se acostumbró, ahora que pienso, tal vez por eso necesitó aferrarse al amor, para sobrevivir”, se desdice Lucía, pensativa.
La aparición de un hombre perfecto
Corrían los años 80, Raúl era el mejor amigo del papá de Lucía y, por aquellas épocas, se veían todos los fines de semana. A veces, incluso, Raúl y su mujer se quedaban a dormir con sus dos hijitas. Todos eran padres muy jóvenes, y eran usuales los asados, la música en el tocadiscos y las partidas de generala hasta altas horas de la madrugada.
Raúl le gustó enseguida. Para Ana era un hombre perfecto, musculoso, amante de los deportes y de su moto, por supuesto. Además, tenía un rostro similar a aquellos de las portadas de las novelas románticas. Al menos así se lo contaba a Lucía.
“A Ana le gustaba mucho dibujar. No sé cuántos retratos hizo de él, decenas, primero pensé que lo hacía porque le parecía atractivo y nada más, pero la realidad es que estaba perdidamente enamorada”.
Una mujer enamorada y el comienzo de una aventura
Ana trataba de disimular sin demasiado éxito, al menos a los ojos de Lucía, la pequeña de 9 años que todo lo sabía, ya que Ana todo se lo confesaba. La joven necesitaba a alguien con quien compartir sus sentimientos y creyó que la niña ya tenía edad suficiente como para comprender.
“Me contaba todo, pero no solo eso”, continúa Lucía. “Me narraba las historias de su pueblo, su infancia, sus comidas, las travesuras con sus hermanos y primos y, por supuesto, todas las leyendas jujeñas”.
La nostalgia de Ana era inconmensurable, le contaba que le dolía el pecho por las noches y pensar en Raúl la hacía olvidar. Imaginaba cómo serían sus besos, una boda con él, los hijos en común y una vida de aventuras: “porque la realidad es que era un hombre muy aventurero”, aclara Lucía. “El casamiento lo imaginaba porque cierta vez se enteró que con su mujer no estaban casados”.
Entonces, cierto día, la aventura golpeó a la puerta de Ana. Los dueños de casa le anunciaron que se irían todos de vacaciones, también con Raúl, su mujer y sus hijas, y que la llevarían con ellos; podría continuar con sus tareas allí y, de paso, conocer la playa. “Imaginen su emoción, ¡el mar!, jamás había visto el mar”, recuerda Lucía. “Pero para ella la emoción mayor era pensar en las tres semanas donde podría ver a Raúl todos los días”.
Un dibujo especial y un acto dudoso: “Raúl te amo”
En la casa de la playa disimular fue imposible. Tal vez fuera por el aire salado, el calor, las prendas livianas y el sabor a aventura, que Ana comenzó a mirar a Raúl directo a los ojos, a tratarlo con atenciones excesivas, con evidentes celos cuando ponía su atención en su pareja: “No lo podía evitar, estaba perdida por él”.
A sus “patrones”, como solía decir ella, les parecía divertido, y a la mujer de Raúl también. Raúl, por otro lado, la observaba halagado, también entretenido ante la situación, en definitiva, se trataba de casi una niña.
“Un día entró a mi cuarto y me mostró un dibujo”, recuerda Lucía. “Era precioso, un príncipe y una princesa tomados de la mano en una glorieta, lo había copiado de un libro mío de cuentos de hadas. ¿Qué te parece?, me preguntó, hermoso, le dije, claro, era chiquita y me parecía eso, hasta que me confesó que era para Raúl”.
Ana tomó un marcador de la cartuchera de Lucía y escribió sobre la ilustración: “Raúl, te amo” y le contó que su plan era dejárselo bajo la almohada. Lucía se puso colorada y nerviosa, no le gustaba saber de aquello, ni le parecía correcto.
La jujeña siguió adelante con su propósito y, mientras todos cenaban, se escabulló en la habitación de Raúl y dejó el dibujo bajo su almohada.
La ilusión para seguir viviendo
A la mañana siguiente las caras de las dos parejas ya no parecían divertidas. Años más tarde, la madre de Lucía le contó que sintieron que la cuestión había ido demasiado lejos, a su amiga, la mujer de Raúl, ya no le causaba ninguna gracia.
Quedaban pocos días para que las vacaciones concluyeran y Ana, afligida, lloraba por los rincones. Raúl no le había dicho nada, ni la miraba, y su patrona le había propiciado un fuerte reto. A Lucía, que había tomado cariño por su niñera, le dio pena, entonces se dirigió hasta su habitación para ofrecerle algunas palabras de consuelo.
“Entré al cuarto, ella no estaba, pero lo que vi me dio pánico y empecé a gritar”, cuenta Lucía. “Mamá llegó corriendo, Ana también. Sobre la cama había un muñeco todo pichado con agujas, yo recordaba bien las historias vudú que me había contado. Había hecho un conjuro de amor”.
Tras aquel viaje, Ana regresó a Jujuy y Lucía jamás volvió a escuchar de ella. No justifica lo que hizo, pero ella sabía de su nostalgia y comprende que el amor, aunque sea platónico, es motor, y que cuando el dolor es muy grande, uno se aferra a esa ilusión para seguir viviendo.
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