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Yiyin Liu tiene una huerta en su terraza. Desde hace unos años riega las plantas, las cuida, aprende de ellas y les saca fotos que publica en las redes sociales, con su clásico saludo a los “corazones verdes”. Otras veces las imágenes son de las tostadas negras, que se le quemaron mientras preparaba el desayuno. Pero la mayoría de sus fotos tienen colores brillantes de pura naturaleza.
Hace unos diez años, dice, la vida le cambió para siempre. En un café de la avenida San Juan, frente a un té con leche, empieza a desgranar su historia para llegar a este presente. Yiyin es china de origen, los ojos rasgados contrastan con su español argentinizado que le costó algún tiempo adquirir.
El señor Liu, su padre, trabajaba en el área de prensa para la embajada de Taiwán. A principios de los 60 arribó al país y lo que vio le gustó tanto que decidió solicitar la residencia. “Decía que allá se ahogaba, que acá la gente era amable y se podía estar bien”. Argentina les abrió sus puertas a él y a su esposa. Yiyin había quedado a cargo de los abuelos. La ausencia, cuenta, le generó un primer desasosiego.
Mientras que en Buenos Aires, la familia se ampliaba con la llegada de una nueva integrante, en China la figura de autoridad la representaban sus abuelos. Difícil entender tantos cambios, la reconfiguración de sus vínculos y espacios, sobre todo cuando volvieron a Taiwán para buscarla. “Lo que me acuerdo fue que tuve muchos celos cuando me dijeron: te presentamos a tu hermana”. El nacimiento del hermano menor no le generó tanto conflicto, en otro continente les esperaba una nueva aventura.
Se instalaron en una casa por escalera en un segundo piso. Ella tenía seis años cuando conoció su nuevo hogar, en el barrio de Almagro. Por entonces no comprendía nada del idioma, lo aprendió a los ponchazos en una escuela pública del barrio. Lo que recuerda de esa época de guardapolvo blanco es el bullying, que allá por el 67 se llamaba burla y no tenía mucha regulación. Se reían por su pronunciación, porque confundía las vocales, y porque era diferente, tal vez eso la motivó a un aprendizaje acelerado del idioma. A su vez, descubrió que podía expresarse con la música en el coro. En las clases de educación plástica, era buena con las témperas y los pinceles; hasta llegó a ganar un primer premio por un dibujo realizado desde las veredas de la confitería Las Violetas.
La vida era una prueba constante
Con los abuelos ya en Argentina, y la misma sensación de extrañamiento al ver personas diferentes a sus recuerdos, la vida para Yiyin era una prueba constante. Crecer, adaptarse, cumplir con los mandatos familiares. Se sumaron las mudanzas y la falta de raíces firmes: cada vez que tenía nuevos amigos, cambiaban de barrio y de colegio. Almagro, Floresta, Ciudadela. Cine en continuado, jornada completa y una gran amiga durante sexto y séptimo grado: Elisa Cohen, que había llegado de Mar del Plata y un poco compartía el desarraigo.
Al empezar a trabajar en el almacén familiar, los juegos se fueron espaciando y la adolescencia se convirtió en una etapa aún más conflictiva que para el promedio. “Mi papá era muy exigente para que nos fuera bien en el colegio y también para ayudar y trabajar en la casa”. No había religión heredada, tampoco una filosofía, como la del Tao, que la guiara en la incertidumbre. Una amiga quiso convertirla al culto católico, pero Dios solo aparecía en sus pensamientos cuando pasaba momentos difíciles o tristes. La inestabilidad dependía de varios factores, pero la economía ganaba protagonismo en un país de crisis cíclicas. “Papá no era bueno administrando la plata, se la gastaba. Hacía malas inversiones, malos negocios, y después había que estar ahí cubriendo la espalda”.
Entre las habilidades de Yiyin, la música ocupaba un lugar importante. Le gustaba el piano pero no al punto de verse como concertista o profesora. En realidad no tenía un plan ni una vocación definida, por eso sus padres determinaron que estudiaría farmacia. “Estaba muy perdida con la vida, de qué era lo que quería”. Aprobó el curso de ingreso de la UBA y el primer año pero pronto se dio cuenta de que abrir animales para estudiarlos en el laboratorio no era para ella, le revolvía el estómago. Empezó a faltar a clases pero sostenía la mentira, deambulaba por la ciudad y volvía a casa con sus cuadernos vacíos. Hasta que se dieron cuenta y todo se derrumbó.
La vida adulta, el escape de un matrimonio y la tristeza
Hay una famosa frase de Steve Jobs que dice “No puedes conectar los puntos (los hechos más trascendentes) hacia adelante, sólo puedes hacerlo hacia atrás”. Si Yiyin hubiera sabido que sus decisiones le traerían más penas que alegrías, las hubiera tomado igual? ¿Y si hubiera elegido otras, sería esta misma Yiyin que hoy sonríe cuando habla de huertas y proyectos? Este año se estrenó “Semillas que caen lejos de sus raíces”, de Tomás Lipgot, que cuenta diversas historias de inmigrantes chinos en Argentina. Sus vivencias, sus conflictos, sus puntos en común. Aparece la hija más pequeña de Yiyin, Ailén, y una frase que identifica a muchas personas que nacieron o crecieron en otras geografías, a distancia de la tierra de sus ancestros. “No me siento ni china ni argentina” En ese punto medio donde confluyen las culturas, se crea tal vez otra manera de sentir y formar parte en la que se abraza o se rechaza la identidad.
Antes de la maternidad, la única opción de Yiyin para ganar cierta independencia, no era solo trabajar, sino casarse para volar del nido. Casi en un mismo movimiento cumplió con ambas. Entró a un negocio en el que tenía que hacer traducciones para un jefe chino y ahí conoció al que sería su marido durante veinte años. Hoy sabe que se apresuró. “Me tendría que haber separado antes o, en realidad, no haberme casado”. Pero el mandato familiar también era no separarse. No tenía dónde ir”. Tres hijos llegaron para darle una felicidad que nunca había sentido, la fortalecieron para afrontar el maltrato en el que se transformó su rutina. Comenzó a trabajar para el supermercado de sus suegros. Pasó de un patriarcado a otro, sin derechos. Recién cuando los chicos crecieron juntó coraje y aceptó la ayuda de una amiga que les prestó un lugar. “Nos escapamos, le dejé un papel con los teléfonos de mis hermanos para que pudiera preguntar”.
Ya sabía lo que era volver a empezar
Sus hijos mayores estudiaban y trabajaban pero ella todavía necesitaba un apoyo para su propio crecimiento. Nueve meses después, gracias a un dinero heredado por la muerte de su madre, pudieron comprar su primer departamento. El aprendizaje implicó tropezar. Enamorarse y tropezar otra vez, tampoco su pareja fue un buen amor. Y sola, tras un tratamiento energético aplicado sin cuidado, cayó en depresión. “Empecé a sentir raro. No podía parar de llorar, no entendía qué me había pasado”.
Un psiquiatra la empezó a medicar pero no daban con la dosis, y ella solo empeoraba. “Después no quise comer ni tomar agua. Bajé un montón de peso, se me caían los pantalones”. Sentía que la perseguían, una vez vio a su vecina con el pelo color verde. No era real. En diciembre de 2014 sus hijos la internaron y ahí conoció un grupo de gente con quienes se acompañaron durante ese período y después siguieron en contacto. El dolor se hizo más soportable, se sintió querida. El paso siguiente fue concurrir a un hospital de día a lo largo de ocho meses.
En las sesiones descubrió que siempre había estado tapada. Y que tenía mucho potencial para explorar. De a poco dejó la medicación. Socializar le sirvió para comprobar que no era verdad lo que le decía su primer marido, que ella no servía, que solo había nacido para criar a sus hijos. Supo que esas palabras tan repetidas habían calado hondo para ocultar sus verdaderos deseos. Su nombre, Yiyin, en chino significa “elegancia en el silencio”, el desafío era dejar de sentirlo como una carga y volver a disfrutarlo.
Se mudó a Monte Castro y empezó a florecer. Se acercó a un centro cultural y probó cada uno de los talleres: folklore, guitarra, ritmos latinos. Las plantas ocuparon un espacio cada vez más importante en su vida. Puso las manos en la tierra, cultivó verduras y aromáticas, se sintió más libre, armó su propia huerta en la terraza y desde 2017 colaboró como voluntaria con otras huertas de la ciudad. Tanto aprendió que le ofrecieron transmitirlo a más personas en un taller y así, en pandemia, arrancó con su tarea, algo que continúa hasta hoy, al igual que la divulgación artística y cultural, por las que obtuvo su primer trabajo formal, en relación de dependencia.
Las cenizas de su padre, su madre y su abuela, descansan en un terreno de Escobar que dejó su abuela. Ahí viaja Yiyin cada vez que lo necesita, para honrar a su familia y continuar con su proyecto de sembrar el camino del buen vivir.
“Yo creo que la conexión se lleva. Las células, la memoria. Y no solo en mi caso. Pienso en la gente en general. Porque fuimos agricultores y lo llevamos, en algún momento se despierta. Y a mí se me despertó en el momento en que había tocado fondo”.
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