Cuando decidió concebir un hijo con el hombre que amaba, lejos de su familia y viviendo en otra ciudad, imaginó un futuro edulcorado. Lejos estaba de sospechar a qué se iba a tener que enfrentar, pero ella encontró un camino de resiliencia
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Una madre le dice a su hijo: “No quiero ser más tu mamá. ¿Puedo dejar de serlo?”. Esa madre es Carolina Fernández, una mujer con impronta de chica de pueblo, que se cansó de luchar por ser perfecta. Creció en Carmen de Patagones. Su madre, maestra, su padre, apostador. A los diecisiete años se mudó a Buenos Aires y a los diecinueve se fue a vivir a México en busca de oportunidades de trabajo en la televisión. Volvió a los dos años, cuando se enamoró del padre de su hijo.
El hijo de esta historia está privado de su libertad. O, como se decía antes: está preso. Desde hace tres años está encerrado en un penal por delitos que cometió bajo los efectos de sustancias. Caro vivió, vive, cada día, el derrotero de esa maternidad complicada, como todas las maternidades, pero un poco más. Ella es actriz y periodista. Y también escribió una novela de autoficción, Putamadre (Sudestada), donde se lee la frase que abre esta historia. “No quiero ser más tu mamá.”.
“¿En serio le dijiste así a tu hijo?”, es inevitable preguntarlo. Y, por supuesto, esa pregunta encierra un prejuicio, una mirada sobre cómo ser madre, una buena, una siempre presente, una sola. Sola. De la soledad de ser madre y el deseo de seguir los sueños de una chica de pueblo viviendo en la gran ciudad, de cómo enfrentó la problemática de la adicción de un hijo que ya es adulto y cómo se sigue adelante cuando parece no haber salida.
Despertar con la fe de que será un día calmo
- ¿En dónde estás viviendo?
- En Buenos Aires, desde hace tres años. Vivo con mi hija de nueve años. Mi hijo mayor está preso.
- ¿Cómo suele ser un día tuyo en la actualidad?
- Materno sola. Mi familia está a mil kilómetros de acá, con lo cual tengo una red de amigas que me sostienen, en la medida que se pueda. En lo cotidiano intento organizarme para hacer como máximo dos cosas a la vez. Las que somos madres y pilar de hogar sabemos que haciendo una cosa por vez, no llegamos al objetivo de cuidar y trabajar. Comienzo la mañana tipo 9.30 con cinco saludos al sol y la fe de que será un día calmo. Conduzco un programa radial por las mañanas desde casa y cocino durante la tanda. Edito las notas y las publico mientras mi hija se cambia para la escuela.
- ¿Tenés otros trabajos?
- Soy asistente de dirección de una obra de teatro; ensayamos tres veces por semana a la hora de la siesta. El día que me queda libre voy al parque a caminar y doy un taller de escritura en el comedor de Zabaleta a mujeres que desean contar su historia, todas trabajadoras populares.
- Contame cómo fue llegar desde un pueblo patagónico a Buenos Aires...
- Vine sola, a los diecisiete años, a estudiar; empecé la carrera de nutrición y al poco tiempo la dejé para ser actriz. Estudiaba y trabajaba como recepcionista de Ski Ranch, un lugar famoso en los años ‘90. Después empecé a hacer un programa con Adolfo Castelo que se llamaba Sexo Sentido en un canal de cable y él me dijo “Te tenés que ir a vivir a México vos, porque ahí la vas a romper,” y me dio el contacto de un amigo que tenía en Televisa.
- ¿Y te fuiste a México a probar suerte?
- Sí, tenía diecinueve años. Le dije a una amiga, que entonces no era tan amiga, pero ahora es muy amiga que me acompañara y recién al llegar al aeropuerto llamé al contacto que me había dado Adolfo. Me atendió la mujer y me dijo que Gerardo Soriano, así se llamaba, no me voy a olvidar nunca, había muerto hacía dos años. Quedamos varadas en el aeropuerto sin saber qué hacer ni adonde ir.
- ¿No lo habías contactado antes de ir?
- No. Éramos pendejas, colgadas de una palmera. Era el año 95, no había celulares, no había nada, pedí un teléfono prestado en el aeropuerto y llamé a una amiga que trabajaba conmigo en Ski Ranch, sabía que ella conocía a alguien que trabajaba en Televisa. Me pasó el teléfono de Marcos, lo llamé y nos salvó prestándonos un departamento. Estuvimos ahí unos pocos días, mientras tirábamos currículums de modelo y fotos. Así llegué a una agencia en la que justo estaban haciendo un casting y me contrataron. Así empecé una carrera en los medios. Estuve hasta los 22 trabajando y cuando quise aprender cine me volví a Buenos Aires a estudiar en el ENERC. También me enamoré y a los 26 nació mi hijo.
Enseguida empecé a sentir la hostilidad de la mirada
- ¿Fue una decisión ser mamá?
- Sí. Fue en una de las idas y vueltas con el padre de mi hijo. Había conocido al amor de mi vida y me había roto el corazón. Jugué un rato a la casita, y cuando quedé embarazada decidimos irnos a vivir a mi pueblo, para que naciera en el sur. Yo siempre decía que era como las ballenas, que me iba a parir al sur.
- ¿Fue lo que ahora se llama “relación tóxica”?
- No, no. Pero íbamos y veníamos porque él jugaba al polo en Europa y viajaba mucho. Yo lo iba a visitar y volvía, pero la realidad es que él estaba mucho afuera, entonces cuando él no se iba yo hacía la mía acá. Había cosas que no estaban tan acordadas y que no se hablaban en esa época, entonces era como todo raro, era una relación extraña.
- Y te volviste al sur con tu hijo...
- Cuando él tenía tres años. Hace preescolar, empieza la primaria, y cometo el gran error de meterlo en una escuela religiosa, donde yo había hecho la primaria y secundaria. Un error. Enseguida empecé a sentir la hostilidad de la mirada, la estigmatización hacia mí, que siempre estuvo, siempre hubo mucho prejuicio con la “atorranta del pueblo”. Pero lo que sucedió es que en lugar de ser yo el blanco de las agresiones todo fue dirigido hacia él. Entonces empecé a sentir que no había sido una buena idea volver allí.
- Porque lo hostigaban a él...
- No sé si fue hostigamiento pero sí estigmatización. Lo echaron del primer colegio cuando estaba en tercer grado sin explicarme qué fue lo que había pasado, solo me dijeron que le busque otro colegio, que le diera la oportunidad de conocer otros chicos porque no se integraba. Ahora de grande me dijo que él sintió toda la vida que me tuvo que defender de lo que decían. Me lo reprochó muchas veces. Le quedó esa vivencia de rechazo muy grabada.
- ¿Qué le decían de vos?
- El insulto más a mano: puta. Por eso la novela se llama Putamadre. Llegó un momento que dije “me voy a hacer a cargo de esto y te lo voy a contar bien, desarmemos juntos la palabra puta. ¿Qué es una mina puta? ¿Dónde entro yo en ese término?”. Y estuvo bueno eso de ponerlo sobre la mesa, porque yo siempre esquivaba la cosa, hasta que dije “Basta, yo no soy una puta, lo que haya dicho el pueblo tiene que ver con el pueblo, con las fantasías del pueblo, con los tipos que no me pudieron garchar y con las minas que me tenían miedo”. En esa época era muy difícil entrarle a un pueblo estructurado y conservador, esa es la realidad. Yo siempre fui desfachatada, muy libre en todo y eso, por supuesto, hacía ruido. Así fue que mi hijo nunca se sintió parte del círculo en el que yo pensé que iba a estar contenido para crecer y desarrollarse.
- ¿Por qué no volviste a Buenos Aires?
- Porque me daba mucho miedo volver, porque la experiencia criando a mi bebé sola en Buenos Aires fue muy caótica. En mi pueblo al menos contaba con la ayuda de mi vieja, sobre todo cuando laburaba. Por esa época me costaba horrores pensarme sola con mi hijo en Buenos Aires. De hecho recién hace tres años que volví a vivir a Buenos Aires con mi hija. Me costó muchísimo tomar la decisión, en principio iba y venía.
“Opté por dejarlo que haga su vida”
- Volviendo a tu hijo, ¿recordás cómo empezó a consumir, o cuándo te enteraste?
- En un momento, cuando todo ya estaba muy mal, un amigo de él me cuenta que mi hijo estaba fumando crack, y que había que hacer algo urgente. Entonces judicialicé el tema y se hizo una internación compulsiva en una clínica de Pilar. Eso funcionó bien durante un año. Hacía talleres, yoga, grupos y esas cosas, pero un día mi hijo me dice que a él eso no lo motiva y que le dan más ganas de tomar. Eso es lo más difícil de tratar las adicciones. En última instancia, la única posibilidad de salir de la adicción se da cuando la persona tiene la necesidad absoluta y la conciencia de que quiere salir de ahí. Por eso, a la larga, las internaciones compulsivas no funcionan.
- ¿Cómo te llevás con la situación de que hoy esté privado de su libertad?
-Con mucho dolor y después de tantos años de intentar salir adelante, opté por dejarlo que haga su vida. Durante tantos años yo estuve tratando de ponerle palabras a lo que pasaba, que hoy siento que ya está. Hice todo lo que podía. El resultado es la novela. Por eso hoy me siento mucho más liviana porque lo cuento desde mí, o sea, es a dos voces, pero también hago mierda a la madre.
- También ponés la voz al hijo, por eso es una novela a dos voces.
- Al escribirla pasó algo como psicomágico, a mí me bajó la voz de él, la forma de hablar de él, no sé, como muy fuerte, estuvo bueno.
- ¿Sentís que pudiste superar algunos de los desafíos de tu historia?
- Durante muchos años luché contra la mirada de afuera y mi propia mirada. Aún juzgándome, nunca dejé de hacer lo que sentía. Entonces venía la culpa. ¿Qué hacía? Nada diferente a lo que intentamos hacer todas: salir, divertirme, tener vínculos sexoafectivos. Llevar a algún pelotudo a vivir a casa. Volver a intentar. Mi psicoanalista fue crucial para el proceso de supervivencia en medio de las internaciones de mi hijo y sobre todo en el momento de su detención, y fue imprescindible para poder pararme frente a mi historia, abrazarla, volver a parirla en formato de ficción y sentirme liviana.
“Somos seres rotos”
- ¿Dejaste de sentir culpa por no haber criado un hijo perfecto?
- Siento que ya no le debo nada a nadie y nadie me debe nada a mi, ni siquiera a mi hijo. Somos seres rotos que andamos intentando pasarlo lo mejor posible. Nadie sabe ser madre. Es enloquecedor ser hijo. Las familias en general usan demasiado perfume para tapar el olor a podrido que emanan, sin embargo, es un camino menos sinuoso que la libertad. No creo en la familia, ni en esos vínculos tan perfectamente rotulados, mediante el uso y abuso de esos títulos admitimos las más atroces formas de violencias. Nos volvemos mansos frente a la palabra familia. Un arma letal.
- ¿Hasta donde se es responsable de las elecciones de los hijos?
- Como yo, la protagonista de esta novela quiere vivir, gozar, ser feliz, despegarse de ese hijo que la ahoga y a la vez quiere morir, desaparecer o, simplemente, cambiar todo lo que desea por una noche en paz con su hijo durmiendo al lado, plácidamente.
- ¿Pudiste llegar a alguna conclusión que te ayudara a seguir adelante?
- Aprendí con mucho dolor que nadie salva a nadie. Aprendí que los hijos son seres que hacen su recorrido y que nosotras tenemos el derecho a hacer el nuestro. Aprendí que el arte es la herramienta más noble para volver a mirar aquello que nos lastimó tanto. Creo que necesitamos abrazarnos en maternidades diferentes, en los recorridos desconcertantes, corrernos de la culpa y la responsabilidad absoluta. Saquémonos el título de madre y vayamos por una construcción sin jerarquías.
- Y en lo personal ¿qué es lo que te da fuerzas?
- El arte, el contacto con cualquiera de las expresiones artísticas que me convocan son en gran medida mi lazo con la vida. Igual que la presencia amorosa de mi hija. Mi hija es la prueba irrefutable de que cada ser viene con un destino, un camino, un propósito.
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