¿Llegaré a tanto, alguna vez?
En la zona donde trabajo, a pesar del creciente parcelamiento de lotes, y de la conversión de grandes quintas en pequeños barrios cerrados, todavía hay excepciones. Lugares en los que una sola familia vive en una casa de 400 metros cubiertos sobre un terreno de 4000 metros, o incluso más.
Un caso célebre es la quinta donde a principios de los 90 fuera desmantelada una de las sedes que la secta Niños de Dios tenía en la Argentina. Allí, hoy, vive mi clienta rescatista de perros. Una esquina entera, bastante transitada, donde la pileta es grande y profunda y donde el jardín, a pesar de los más de veinte perros que lo habitan, siempre está bastante cuidado. Fue allí donde conocí al perro con dos patas, al que mi clienta encontró maltrecho, casi muerto, tirado al costado de la autopista, y luego curó (hubo que amputarle las dos patas traseras) y rehabilitó, y que ahora camina sobre sus dos patas delanteras, sin ayuda de carrito o andamiaje que sostenga su cuarto trasero.
-Lo llevo a natación dos veces por semana- me dijo el día que me lo presentó.
También está la quinta de Gostanián, donde estuviera preso Menem en 2001, grande y arbolada a la vera de la ruidosa ruta 202. Y justo a la vuelta, la fortaleza que construyó otra clienta. Una especie de casa inexpugnable de altos muros color bermellón y pesados portones automáticos. Una casa con gran pileta climatizada, cancha de fútbol, gallinero, huerta, minigolf y, según tengo entendido, puertas adentro, además de varias habitaciones y espacios recreativos, un microcine para 30 personas.
Son lugares en los que normalmente no hablo con nadie. Simplemente paso, hago mi trabajo y me voy. Un fantasma, o un robot. Tengo la clara sensación de que en el futuro robótico de nuestra vida tecnológica habrá fuertes disputas entre los fantasmas, que resuelven (o almenos pinchan) nuestros problemas internos, y los robots, que resuelven las delicias de la vida cotidiana. Un futuro en el que se perderán no sólo trabajos que hoy son de lo más normales (como el mío), sino en el que también se perderá el doble rol de gente como yo, que somos robots especializados en limpiar piletas y, a la vez, fantasmas capaces de flotar, un poco, levemente, sobre las conciencias adormecidas de los bañistas.
Recuerdo ahora, por ejemplo, el caso de mi clienta vendedora de antigüedades. Hoy su inmensa casa sobre inmenso parque está en manos de las máquinas que edifican barrios cerrados. Pero ella, en su momento, desde atrás de los ventanales de su living lleno de muebles de estilo, acompañaba, como en espejo, como en una danza, mis movimientos al borde de la pileta. No sé bien por qué hacía semejante cosa, ella. Yo la veía de lejos y me preguntaba por su insólita coreografía, algo que nada tenía que ver con la rigurosidad de su trato y la precisión de sus pagos, siempre con cambio exacto. La locura era la respuesta más obvia. Pero aquella mujer no sólo estaba loca y su comportamiento sigue siendo un enigma de difícil solución.
Mientras tanto, me llama un cliente nuevo. Es paisajista y me muestra su impresionante jardín. Otro de los grandes. Entonces este piletero se pregunta, al pasar: si un paisajista llegó a tanto, ¿llegará un piletero a tanto, alguna vez?