Un hombre con suerte, publicado en nuestro país por la flamante casa Chai Editora –oriunda de Córdoba–, es el primer libro de relatos de Jamel Brinkley (Virginia, Estados Unidos). Su debut lo llevó a ser finalista del National Book Award en 2018 y a la traducción del libro al francés, al alemán y al portugués. La fortuna de ser un escritor de un país hegemónico produce estos fenómenos de escala, pero es justo decir que sus escritos fundamentan esa garantía geopolítica de nacimiento.
Los personajes de sus nueve cuentos arrastran el sino de ser varones, negros y marginales, o de haber habitado una marginalidad de la que escaparon eyectados. No hay triunfos ni derrotas, al menos explícitas. Las narraciones se detienen en interioridades inestables, en permanente conflicto con una expectativa de género, una posibilidad de clase, una distribución racista de los bienes materiales y los afectos, sin caer en juicios morales que produzcan semblanzas esquemáticas sobre personajes problemáticos.
En este sentido, su verosimilitud es finísima y rica, y se acerca a un realismo psicológico. Así es el caso de Lincoln, el protagonista del cuento que titula todo el libro. Lincoln es atrapado por el relato en el momento en que una pulsión masturbatoria raya la agresión sexual y arruina su matrimonio. Expuesto en ese tris, sus autoengaños y titubeos indagan en la materia humana que sostienen los actos reprobables. Así también son miradas las crueles peleas entre hermanos: en "J’ouvert, 1996", un hermano mayor descarga la ira que el abandono materno le infunde contra su hermano menor, que desde ese episodio puntual, no vuelve a quitarse una máscara de búho. Como una Erinia, su hermanito-búho lo acompañará en una noche, exiliado del hogar, en la que tratará de entender el porqué de la ausencia de su padre y el porqué de la noche, la danza y el éxtasis de los cuerpos: "Y entonces fue como si todo lo que estaba pasando me atrapara, como si me arrastrara hacia adentro, envuelto en las canciones y las risas y los gritos. Desde el tráiler, más adelante, los tambores lanzaron destellos y yo me puse en cuclillas y empecé a bailar". Esa liberación y un momento de peligro posibilitarán que ese par de hermanos existan de otra manera.
"Todo lo que la boca come" continúa con el drama fraterno, ese que se viene narrando desde Rómulo y Remo, desde Caín y Abel, pero aquí con un trasfondo de capoeira angola, la disciplina ritual de la que se sirve también para titular el cuento. "Esa noche estaban todos de blanco. El círculo era hermoso, un anillo sólido y brillante. El mestre famoso sostenía la gunga, el berimbau más grande, y presidió la roda hasta el final. También condujo las canciones. Una de las cosas que lo hacían famoso era su voz, y estoy tentado de decir que de todas sus aptitudes, era la más impresionante. Había algo del océano en ella, o quizás por debajo, algo como un sonar, como el lamento de los ahogados y los desaparecidos". Sin dudas, es el relato más impactante de todo el conjunto, por el escenario espiritual de la capoeira, por la musicalidad que logra capturar y por el tópico universal de la hermandad enemistada, que en esta oportunidad esquiva el fratricidio y en su lugar opone la lógica de la roda –el círculo en el que se encuentran los aprendices– y la invitación a jugar en vez de combatir. Estas elecciones son las que permiten leer en la literatura de Jamel Brinkley el gesto de desistir a viejas órdenes patriarcales de hombres como lobos o, mejor, de lobos como hombres.