Libros perdidos y recobrados
Cuando abandonó Croacia junto a su familia, a los ocho años, tuvo que dejar atrás una biblioteca de 200 volúmenes que era su mayor desvelo
Su primer recuerdo es la entrada de las tropas nazis a Zagreb, capital de Croacia. Tenía casi tres años. Su padre bajó la persiana para que la familia, desde un segundo piso, no viera lo que ocurría en la calle. En un descuido, él se encaramó a la ventana y a través de un resquicio vio una escena que no olvidaría: un desfile de carros militares llenos de soldados alemanes de pie, recibiendo aplausos desde los balcones. “Cuando me di vuelta vi que a mi padre se le caía una lágrima”, dice Luis Gregorich.
Era abril de 1941. Cinco años después, la familia –padre, madre, Luis y un hermano menor– debió dejar la ciudad. Tras un año en Italia, se embarcó en el buque General Sturgis, que en agosto de 1948 zarpó de Génova con destino a Buenos Aires. Con ocho años, Luis dejó en Zagreb parte de la familia, los amigos del barrio, sus paseos en tranvía, el cine donde veía películas de Laurel y Hardy y westerns (la primera, inolvidable, fue “Gunga Din”) y las clases de música que su madre le daba en un piano que quedó allá. Entre todas, sin embargo, una pérdida le dolió más que cualquier otra: su biblioteca. Era un mueble con tres estantes en los que reposaban más de 200 libros. “Los había ido juntando desde los cinco años. Eran mi tesoro.”
Zora (Aurora), su madre, que se enorgullecía de haber terminado el gimnasio (el equivalente, allá, del colegio secundario), le enseñó a leer. A los cuatro años Luis leía con fluidez y desde los cinco empezó a devorar lo que caía en sus manos. Lo deslumbraron Alejandro Dumas, con su saga de Los Tres Mosqueteros, y Mark Twain, con Las aventuras de Tom Sawyer. También coleccionaba libros de ornitología, porque era un enamorado de los pájaros. Y de ajedrez, donde estudiaba aperturas para las partidas que tenía con su padre, Milutin, un comerciante esloveno dueño de un corralón de venta de maderas.
Por los conocimientos que almacenó en sus lecturas, en el barrio se lo tenía como una suerte de prodigio. En febrero de 1945, a los seis años, un diario le hizo una nota. El chico que lo sabía casi todo apareció en la foto montado en un triciclo. Después, en la calle, los vecinos lo ponían a prueba: ¿cuál es la capital de Filipinas? ¿Cómo se dice mil en inglés? En esas mismas calles vio algo para lo que no tenía respuesta: un ahorcado colgando en la plaza, ejecutado allí para amedrentar a los que se resistían. Fue una señal. Al poco tiempo, el nuevo gobierno de Tito complicaba el giro del corralón de maderas y la familia decidía partir. Entre todos sus libros, Luis tuvo que elegir tres.
Hoy, setenta años después, se diría que Gregorich se las arregló para recuperar lo que dejó en Zagreb. Las paredes del living de su departamento de Caballito están tapizadas de libros y discos. La letra y la música. Allá perdió su primera biblioteca, pero ganó la lectura que, como la escritura, no lo abandonaría jamás. Escritor, periodista, editor, Luis aprendió a dominar el idioma de Cervantes en la Biblioteca Municipal de Morón. “Yo creo que en esa biblioteca no dejé nada por leer. Lo más importante para mí desde lo intelectual fue aprender bien el español. Y en ese aprendizaje se completó mi revancha por la pérdida de esa biblioteca que no iba a ver nunca más.”
Además de la revancha, también llegó, mucho después, una suerte de reparación. En 1998, la república de Croacia condecoró a Gregorich por su trabajo cultural. En un acto en la embajada, recibió una medalla con la imagen de Marko Marulic, iniciador de la literatura en lengua croata. Esa medalla cerró un círculo abierto hacía siete décadas. Y llenó un vacío. En ella está su biblioteca, la primera. Y también Zagreb, a la que pudo volver 50 años después de haberla abandonado. Zagreb, donde había vivido, con un libro entre las manos, los días más plenos de su infancia.