El escritor John Biguenet propone una serie de ensayos sobre las ideas y prácticas atrapadas en la noción de silencio
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¿Qué es el silencio? ¿La ausencia de todo sonido o la quietud de un pueblo a la hora de la siesta? ¿El silencio es salud o tortura? ¿Y cómo viaja su sentido entre el deseo de conquistarlo –para meditar, por ejemplo– y la necesidad urgente de quebrarlo? (Téngase en cuenta el #YaNoNosCallamosMás como para citar una ocasión más que oportuna). Esta serie de interrogantes y muchos más son a los que se atreve el libro de ensayos Silencio, de John Biguenet (Nueva Orleans, 1949), escritor de ficción, dramaturgo y sobreviviente del nada silencioso huracán Katrina, experiencia que plasmó en el New York Times y que también retoma en las meditaciones de este libro editado por Ediciones Godot.
El silencio es un bien de lujo. En las primeras páginas, el autor se detiene en la materialidad que implica el silencio y en su acepción más general: silencio es quietud. Cualquier oído próximo a algún “boom” inmobiliario puede acordar: la quietud es un privilegio de clase. Vuelos en primera, autos de alta gama con cabinas acustizadas, calidad edilicia que garantice intimidad de pared a pared son algunas de las instancias que dan cuenta de que el ingreso a una cierta idea de silencio tiene un plus en dólares.
Pero el silencio total no existe, “nuestra imaginación nos engaña si pensamos que el silencio es un destino al que podríamos llegar algún día”, anuncia en el primer capítulo. Luego lo seguirán ciertas demostraciones: la lectura silenciosa, en realidad, activa una voz interior y, para ello, se sirve no solo de su propia experiencia, sino de varios datos de neurólogos y lingüistas que lo estudian. La pieza 4′33′' de Cage “nos pide que prestemos atención a aquello que silenciamos (o tratamos de silenciar) al experimentar una obra de arte”, es decir, el silencio es más una convención que una realidad, y tiene sus signos y formas de representación –no siempre insonoros– en las artes plásticas, la literatura y el teatro.
De hecho, el silencio absoluto, recreado artificialmente en un laboratorio –una cámara anecoica en Minnesota–, no se puede soportar más allá de los 45 minutos: “Uno se orienta a través de los sonidos que oye al caminar. En una cámara anecoica, no hay ningún punto de referencia. Se eliminan todas las referencias perceptuales que nos permiten mantenernos en equilibrio y maniobrar”. Entonces, ¿de qué está lleno el silencio?
A veces, de algo escalofriante e inefable, como la experiencia que desmenuza en su capítulo “El silencio de las muñecas”. También, de modos de injusticia, como la desigualdad de género, que distribuye roles hablantes y silentes (ilustrados con dos experiencias muy domésticas como solicitar el menú en un restaurante o responder indicaciones en la calle), y la ejercida por la política de una nación: “Es difícil negar que, cuando el Estado aplica la violencia para defender su poder, lo indecible está vinculado casi siempre con el silencio de una forma u otra”.
Si bien responder a las conjeturas que abre no es el propósito del libro, al finalizar su lectura sí se alcanza una porosidad para pensar en el silencio de una manera menos unívoca. Silencio pide meditar sobre ese conjunto de cosas que no deben callarse y, a la vez, reparar en aquellos otros sonidos que han quedado silenciados. De lo que no hay dudas es que toda la comunidad de vivientes depende del futuro del silencio.
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