Un año antes de morir, Jorge Luis Borges se instalaba en el Parque del Retiro, en el marco de la Feria del Libro de Madrid, a presentar su libro de poemas Los conjurados. Cansado y débil, firmó a sus admiradores 333 ejemplares. Cuentan que el suyo era un trazo frágil, apenas un pequeño garabato. Pero claro, era el garabato de Borges. Dicen que alguna vez dijo: "He firmado tantos ejemplares que el día que me muera va a tener un gran valor uno que no lleve mi firma".
De sentarse a firmar no se salva casi nadie. Para muestra, un número: el año pasado, 2785 escritores signaron sus obras en la Feria del Libro de Buenos Aires. Si cada uno de ellos hubiera dedicado a sus fans solamente 200 ejemplares –promedio absurdo e improbable; hay quienes llegan a firmar más de 2000–, resultaría que más de medio millón de libros dejaron el predio de Palermo con rubrica de puño y letra.
Un libro dedicado es un pequeño tesoro de entendimiento abstracto. Tanto firmarlo, como pedirle a un escritor que nos lo firme, son ejercicios singulares que nacieron hace varios siglos –probablemente antes que el mecenazgo de la Alta Edad Media– y que siguen vigentes cuando ese primo suyo, el viejo y querido autógrafo, lleva unos buenos años extinguido.
Los tiempos cambian. Si hace décadas la gente se asombraba por tener enfrente, fuera de su cueva creativa, intercambiando firmas por apretones de manos, a plumas como Bioy Casares, Eduardo Galeano, Manuel Vázquez Montalbán o Mujica Lainez, hoy hay quienes, además, pueden pasarse una noche a la intemperie para asegurarse un lugar en la cola de la presentación de un youtuber o booktuber. Pero lo que no cambia es el espíritu de esta vieja celebración urbana de dignificación de la lectura que se practica protocolarmente en casi todas las ferias de libros del mundo.
Para un novelista, abandonar su clausura voluntaria y la liturgia de su oficio solitario para sentarse a firmar es tirarse sin red al cariño de sus lectores. Así lo resumió hace algunos años Javier Marías, en un artículo que llamó, justamente, ‘Cómpreme uno’: "Nos comparaba a los autores con cualquier otro vendedor callejero, y comentaba la cura de humildad que suponía para nosotros, que solemos estar en casa sin enterarnos quiénes ni cómo ni cuántos nos leen, ponernos detrás de una mesita como reclamo (…) En esa actividad de mezclarse por una vez con la gente sigue habiendo sorpresas, y alguna que otra humillación. (…) A mí en las ferias se me ha regañado por fumar demasiado, por puntuar como puntúo, por no publicar nueva novela, por publicar demasiado, o por no ser más personal en mis dedicatorias. Una señora me lo reprochó: «Oiga, que cada persona es única e indivisible»".
Sea un best-seller internacional, un ídolo de las redes sociales o un humilde poeta; se sepa que habrá público asegurado para jornadas maratónicas o se deba salir a conversar con la gente para terminar de hacerse conocer… el lema, aunque simbólico, de la cita anual cuya nueva edición comienza este jueves, en la Rural, es del autor al lector. Oche Califa, director institucional y cultural de la Fundación El Libro –la organizadora del encuentro–, cuenta: "Estos fenómenos que se dan cada año nos ayudan a pensar cómo se mantiene empoderado, para usar un término de moda, el papel del papel –valga la redundancia–. El lector, incluso el ocasional, todavía quiere tener el libro físico y el nombre escrito con bolígrafo o pluma".
Califa trae a cuento algunas de las signaturas históricas de una feria que cumple 45 ediciones y que, por días de duración, masividad de público y cantidad de actos culturales –más de 1300– prácticamente no tiene comparación en el mundo. "Siempre hay firmas que provocan larguísimas colas, en serpentina, por el predio. Duran varias horas y continúan más allá de las 10 de la noche, con la feria ya cerrada. Pasó en 2013, con James Dashner –autor juvenil de la saga Maze Runner–, que tuvo una fila de 7000 personas. También, con el escritor de suspenso John Katzenbach, que hace dos años terminó a las 3.30 de la madrugada. Lo mismo sucede, por supuesto, con figuras locales como Dolina, Claudia Piñeiro, Felipe Pigna o Florencia Bonelli. Me acuerdo de la demanda de las fans de Jaime Bayly, cuando la feria se hacía en el Predio Municipal de Exposiciones de Figueroa Alcorta; literalmente, tuvimos que desarmar una de las paredes de cartón yeso de atrás para poder sacarlo por ahí".
Los responsables de organizar cada jornada y definir quién firma, cuándo, cuánto y dónde son las editoriales, las casas de provincia, los institutos culturales y las embajadas –este año, por ejemplo, la de Ucrania trae a Serhiy Borchevsky, traductor al ucraniano de Jorge Luis Borges–. Son ellos también los que entregan –cuando presiona la demanda– los números de orden y los post-its en los que el público irá anotando sus nombres, para facilitarle la tarea al autor. Pero, además, la propia feria despliega su logística. Hace cuatro ediciones, el fenómeno de youtubers, booktubers y autores juveniles obligó a las autoridades a inaugurar un firmódromo. Se trata de un lugar en un pabellón vecino a los stands, acondicionado para las firmas multitudinarias, que resuelve los problemas de distribución y aplaca las tensiones que suelen generarse con las editoriales vecinas debido al tamaño y la sinuosidad de las colas. Las de este espacio alternativo inevitablemente se arman al aire libre. "Para los fans no es un problema ni aunque llueva –cuentan–. El año pasado, los lectores de la española Elvira Sastre soportaron horas y horas bajo la llovizna con tal de llevarse el libro firmado y su foto. En el 2017, por el youtuber chileno Germán Garmendia tuvimos que habilitar la entrada de la calle Juncal y colocar la cola de espera en una de las tribunas de la pista central. Los chicos llegaban de madrugada, a pesar de que la editorial había entregado los únicos 2000 números de orden por internet". En esta edición que comienza las filas más largas se prevén para los juveniles Victoria Schwab, Mckenzie Lee, Benito Taibo, la poetisa Sara Búho y el catalán Jordi Sierra i Fabra.
En la de Buenos Aires, y en todas las ferias del mundo, están los escritores que disfrutan conversando con sus lectores y que honestamente se interesan por las peregrinas razones por las que éstos compraron sus libros. También, los que apenas levantan la vista y devuelven un parco "buenas noches". Están los sajones, fríos, pero muy disciplinados, que dócilmente entienden que sentarse en un stand durante horas interminables para subordinarse a las pretensiones del público es un accesorio forzoso de su metier literario. El Nobel John Maxwell Coetzee, por ejemplo, tiene cara de pocos amigos, pero accedió sin embargo a participar ininterrumpidamente en las últimas cinco ediciones del evento de Palermo.
Entre los best-sellers extranjeros, uno de los más queridos siempre es Paul Auster. De su visita del año pasado, cuando presentó 4321, recuerdan en la editorial Planeta: "Hubo gente que vino del Interior solamente para verlo a él, gente que lloraba y que incluso le trajo sus propios textos escritos a máquina. Se lo daban con la esperanza de que los leyera, ¡además, en español! Pero bueno, siempre se puede tener la ilusión. Él los agarraba y se los guardaba. Como todo best-seller, es un poco fóbico, pero cuando vio que el público argentino era tan respetuoso y tan cariñoso al mismo tiempo, se quiso quedar una hora más allá del tiempo pautado. A pesar de que le habíamos puesto una persona de seguridad, le estrechaban la mano, lo abrazaban y él se dejaba". El Príncipe de Asturias de las Letras anotaba en sus libros, pacientemente el nombre de cada destinatario y le agregaba como firma, un conciso, eterno P.A.
También están los hábiles ignotos con sus trucos caseros para que las colas no disminuyan –firman lento y se levantan constantemente para ir al baño, así se sigue juntado gente y se evitan los vacíos–. Y estaba Alvaro Pombo… Recuerda un autor estrella que en una ocasión compartió gazebo con él en el Parque del Retiro de Madrid: "Se mostraba realmente atormentado con los fans. Gritaba: "¡Esto no lo soporto, no soporto que me manoseen los libros, es como si me estuvieran manoseando el alma!".
En las memorias de la práctica de este besamanos pagano ha habido tantos tipos de rúbricas como de escritores. Quino, por ejemplo, firmaba sólo con su nombre. No por falta de voluntad, sino por sus problemas de visión y porque siempre fue lento para dibujar. Que el poeta José Hierro llegaba a la Feria de Madrid con una caja de acuarelas, con las que dibujaba paisajes y puertos marineros. "Los libros de poesía sólo se venden si están pintados", decía. Que Rafael Alberti sumaba a sus dedicatorias dibujos de sirenas, palomas y toreros. Que la firma de Pio Baroja era escueta y pulcra; la del vehemente Pombo, de una letra tan gruesa como su gran vozarrón; y la de Borges, en fibra Sylvapén, tan menuda como un suspiro. Que a Beatriz Guido le enseñó a firmar Manuel Mujica Laínez. Que Fontanarrosa en dos segundos hacía un Mendieta. Que Ramón Gómez de La Serna estaba siempre dispuesto a las rúbricas excesivas, en caracteres y afecto, y que su gigantesco Ramón lo estampaba siempre en tinta roja, "como la sangre de los plebeyos". Y que en una ocasión –fue en una fila, aunque probablemente no en una feria del libro–, el parco, escueto poeta ruso Vladimir Maiakovski, sorprendió a todos cuando firmó: "De Maiakovski, a cierta señorita estupenda".
Si en el alboroto del momento, de la pluma de un escritor sale el nombre del destinatario, un lacónico garabato o un dibujito de yapa, poco parece importar. Tampoco importa –rarezas de este particular hobby– que el autor ponga su nombre en un libro propio, en el de un colega, o que firme haciéndose pasar por otro. Contó en una ocasión Federico Andahazi que, en una de sus primeras ferias, un lector le confesó que no tenía dinero para comprar su última obra. Entonces le pidió que por favor le dedicara uno de aforismos que llevaba encima. Él, gustoso, anotó: "Con mi mayor afecto, José Narosky".
Fontanarrosa participó de la Feria en más de 25 oportunidades. Recuerdan que en el contacto directo, casi el único que tenía con su público a lo largo del año, caminaba siempre con un fibrón negro grueso "para poder firmar en lo que sea: papeles, servilletas, folletos e, incluso, en libros de otros autores". El fútbol era el tema recurrente durante las breves charlas que mantenía con sus seguidores. Una vez, para su desconcierto, una señora le agradeció: "Usted ayudó a mi hijo de 13 años a descubrir la relación entre el deporte y el sexo".
Con Quino también sucedían cosas insólitas: "En Costa Rica, una chica se acercó y le pidió que le firmara un pecho, a la altura del corazón. Él se lo firmó, por supuesto. También había fans que le mostraban sus tatuajes –todas Mafaldas– y le daban regalitos. Siempre nos íbamos de las ferias con una bolsa llena de cartitas y dibujos", recuerda su amiga y editora de toda la vida Kuki Miller, de Ediciones de la Flor.
"No es extraño que la gente pida que le firmen en una remera, o en los libros de los otros –dice Jorge Gutiérrez, de la Fundación el Libro–. Tampoco que te vengan a preguntar dónde está firmando Borges, cuando ya lleva muerto más de 30 años". Gutiérrez "patea ferias" desde la edición número 13°, allá por la década del 80. Y trae a cuento su anécdota personal: "Cuando empecé a trabajar en el sector, me gustaba mucho Mafalda. Quino iba casi todos los días a la feria, podía firmarme, pero claro, no hacía dibujos. En un momento, me dije: "No puede ser, yo tengo que tener una Mafalda firmada". Entonces empecé a calcar las tapas de las primeras diez que se habían editado y se las llevé. Los dibujos los hice yo y la firma la puso él".
Aunque su parienta más cercana, por duración y cantidad de público, podría ser la Feria del Libro de Madrid –allí, en 2008, el británico Ken Follet llegó a firmar 2050 ejemplares en tres horas y media–, es en Barcelona, ciudad invitada en este 2019, donde se genera uno de los eventos de firmas de libros más curioso y atractivo: la Diada de Sant Jordi. Esta fiesta callejera de la cultura (por estos días, candidata a Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco) es considerada por los mismos escritores como una de las más bellas en las que jamás han estado.
Sant Jordi se celebra en una única, fatigosa jornada, cada 23 de abril. Como toda diada, homenajea dos acontecimientos en uno: el Día Mundial del Libro y el del Santo Patrono de Cataluña. Quiere esta antigua tradición que las mujeres les regalen un ejemplar a los hombres y que ellos les devuelvan el gesto con una rosa roja. Paseos, calles y plazas de Barcelona y ciudades vecinas amanecen invadidos por puestos de flores y por stands en los que irán firmando, con agenda rigurosa y paciencia infinita, autores de todo el mundo. Ese día se venden unos 7 millones de rosas –Cataluña tiene 7,5 millones de habitantes–, y alrededor de un millón y medio de libros, el 7% de las ventas totales anuales. Desde Eduardo Mendoza y María Dueñas hasta Javier Calamaro o la Príncipe de Asturias Mary Beard; de Fernando Savater al chef Ferrán Adriá, figuras de los géneros más variados empiezan a autografiar obras a las 11 de la mañana y van cambiando de sitio y de puesto hasta las 8 de la noche. "Sant Jordi es un éxito, tanto para un ilustrador de comics como para un novelista internacional. Todos los targets copan las calles y Barcelona colapsa, literalmente. Hay autores de culto, como Jaume Cabré, que no suelen dar ni una entrevista durante el año, pero el 23 de abril acceden con gusto a salir a la calle a celebrarlo", cuentan desde el Gremi de Llibreters.
Quino también participó varias veces de ese encuentro. Según leyendas urbanas, sus fieles seguidores viajaban desde otras comunidades españolas para conocerlo, pedirle una dedicatoria y manifestarle su cariño. De esta y de otras incontables firmas recuerda Miller: "Lo habitual con él era que te apareciera la abuela, la madre, la hija… Tres o cuatro generaciones juntas. Siempre le decían lo mismo: «Usted me abrió la cabeza y me ayudó a pensar». Dejó de firmar por problemas de visión. Pero cuando lo hacía, era absolutamente amable y considerado. Teníamos que pedirle que no conversara tanto porque la cola se hacía inmensa. De golpe se acercaba una nena y él le preguntaba qué había comido o cómo le iba en el colegio". Miller resalta, entre ferias de Chile, Colombia, México, Ecuador, Francia o España, aquella de Bolivia en la que quedó muchísima gente sin firma: "Se tuvo que levantar para ir a otro acto y se armó una protesta enorme. Entonces dio media vuelta, se subió a una tarima y les prometió que al año siguiente regresaría a cumplir con los que faltaban. Y así lo hizo. Hoy está muy mayor, es una lástima que no haya podido presentar el último libro, Mafalda: Femenino Singular. Lo hubiera rodeado un verdadera multitud de mujeres agradecidas".
Al resguardo de colegas
La Fundación Juan March de Madrid atesora la biblioteca que Julio Cortázar tenía en París y que su viuda donó al momento de su muerte. Es una joya compuesta por 3786 títulos en 26 idiomas y dividida en firmados, dedicados, anotados, con objetos y de formatos curiosos. De estos, 855 tienen la propia firma del autor de Rayuela. Explican desde España que eran libros que compraba o le llegaban y en donde él estampaba rúbrica, fecha de arribo y lugar, para dejar constancia de que efectivamente le pertenecían. Además, tenía 515 obras dedicadas a él, o a Julio y Aurora Bernárdez, o a Julio y Carol Dunlop, su última mujer. A Cortázar lo habían honrado con sus firmas, entre otros, José Lezama Lima, Pablo Neruda, Octavio Paz, Alejandra Pizarnik, Italo Calvino, María Zambrano, Rafael Alberti, Augusto Monterroso y Virgilio Piñera.
El periodista, escritor y amigo personal de Gabriel García Márquez, Daniel Samper Pizano, tiene lo que él define como una auténtica gaboteca en donde conserva, autografiadas, todas las primeras ediciones del Nobel colombiano. Su inventario incluye un Cien años de soledad en el que Gabo le rubricó: "Dámelo, que yo lo escribí".
Parece ser que Rodrigo Fresán, en esa celosa biblioteca suya en la que no hay libros manchados, subrayados ni con hojas dobladas, atesora una copia de Relatos de John Cheever, firmado por el propio premio Pulitzer. Lo compró por 25 dólares en un puesto de usados en Nueva York, y fue después de llegar a su casa y abrirlo cuando se dio cuenta de que en su página dos aparecía el garabato en tinta del Chéjov de Massachusetts.
Entre los más de 20.000 textos que Javier Marías tiene en su casa del centro de Madrid –¡20.000!–, guarda obras con las firmas de Gilbert Chesterton, Witold Gombrowicz, el poeta Mallarmé, Raymond Radiguet, Isak Dinesen o Thomas Mann. El suyo, como el de tantos colegas, es según él un coleccionismo fetichista al que se refirió en más de una ocasión: "Supongo que la petición de una firma es una especie de apuesta por el futuro (…) Una vez compré una novela de E. F. Benson que había pertenecido a Sir Arthur Conan Doyle. No hace falta aclarar que me costó una cantidad de dinero que hoy prefiero olvidar y que más adelante me gustará recordar, ya que estas firmas nunca se desprecian, solamente se encarecen (…) Pero a mí, además, me provoca cierta emoción tener un volumen que pasó, aunque sea durante unos breves segundos, por las manos de Conrad o de Faulkner. Son libros que hablan un poco más que los otros".
Esta afición, sin embargo, no está exenta de peculiaridades y de algún que otro escándalo. Dicen que el norteamericano Paul Theroux cierta vez encontró, en un mercadillo de usados a orillas del Sena, el libro que le había dedicado a su hasta entonces gran amigo, el Nobel británico Vidiadhar Naipaul. La amistad se acabó, por cierto, con ese desafortunado acto de traición. El español Juan Bonilla, en cambio, agradeció poder recuperar, de casualidad, revolviendo en un rastro, un ejemplar de su primera novela que le había firmado a Enrique Viila Matas y que llevaba años descatalogada. El escritor y académico mexicano Artemio de Valle Arizpe encontró un libro que le había dedicado años atrás a un colega, con el tradicional Con afecto, todavía legible. Lo compró y se lo volvió a mandar, con una ligera variación. Ahora se leía: Con renovado afecto. De la biblioteca de Cabrera Infante en Cuba, alguien tomó prestado un ejemplar de Canción de gesta, que al Premio Cervantes le había dedicado por Pablo Neruda. Por cosas del azar, fue Marías el que lo encontró, revolviendo recuerdos en una vieja librería. Lo compró y le pidió a Cabrera que se lo firmara. Ahora el libro está dedicado… de Neruda a Cabrera y de Cabrera a Marías.
En abril de 2015, en el marco de la celebración de una Diada de Sant Jordi, en Barcelona se anunció que Amazon sacaría al mercado e-books firmados de forma remota por best-sellers internacionales. Durante dos semanas, los usuarios que descargaran libros digitales a través de la plataforma Kindle recibirían de regalo, incluido en el mismo libro, un autógrafo hecho a mano y personalizado por su autor. Javier Cercas con El impostor; Ken Follet con El umbral de la eternidad, y Pilar Rahola con Mariola fueron algunas de las plumas que accedieron al ejercicio del autógrafo ¿cibernético?. Al destacar las bondades de esta práctica naciente, dijeron cosas como: "Basta de obligar a la gente a una cola de horas", o "Es la continuidad del rito, pero con nuevas tecnologías".
La realidad es que un mundo sin libros de papel, sin ferias, sin colas enormes, sin regalitos, caos ni confusiones, y sin escritores abrumados, pero felices, por sentirse, al menos por un día, como grandes rockstars, sería un lugar bastante triste. En esta era digital, dichosos los que pueden entregarse, todavía por un ratito más, al precioso espectáculo del cariño analógico de sus lectores.
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