"A Lola, me dije una vez más, el monte le había sacado a relucir alguna maldad escondida". Lola es forastera, una voluntaria de la Fundación Vida Silvestre de paso por ese confín agreste donde la naturaleza toma el lugar de los razonamientos. Una sustitución que tiene poco de panteísta, de reencuentro del humano y su medio, sino que más bien supone una degradación.
Y quien medita acerca de Lola es el Mudo, héroe y narrador de Una casa junto al Tragadero, la novela de Mariano Quirós (Resistencia, 1979) ganadora del Premio Tusquets. El Mudo, un hombre con pasado urbano, decide recluirse en el paisaje salvaje de la Colonia, a la vera del río Tragadero. En su naufragio voluntario, se despoja hasta del nombre y busca mimetizarse con la naturaleza (un modo de desaparición), con la única compañía de su perra India.
No huye de nada en particular. Aunque las referencias son concisas, se sabe que antes que un pecado inconfesable o una deuda impaga, el Mudo escapa del tedio inexplicable de ser siempre él mismo, el mismo.
Como parte del plan improvisado en el campo de operaciones –el monte–, emprende un voto de silencio, suprime la condición verbal que define la cultura (de allí el apodo que se gana en el pueblo), entrega su camioneta maltrecha a cambio de provisiones y se dedica, desde entonces, a la supervivencia. A poco más que alimentarse y guarecerse de la intemperie (el sol y las tormentas igualmente brutales), para lo cual se ha agenciado un techo precario, una casa derruida que rescata apenas del abandono.
El resto es mirar, pero no con la inocencia del salvaje. Mirar como un voyeur, lo que sucede del otro lado del Tragadero, ese río que todo lo devora. Ganado, paisanos, cadáveres. El río que devora la historia.
Y del otro lado estuvieron alguna vez los Caicedo, una familia de clase media que guarda distancia con el entorno exuberante. Que no se ha transfigurado ni lo pretende. Y que el Mudo ha espiado como un espectáculo inalcanzable desde su propia orilla. Un espectáculo cuyo epicentro son las escenas sexuales.
Luego ocuparán ese espacio los jóvenes de Vida Silvestre –la cuadrilla de Lola– arranchando ruidosamente, en una excursión que es mitad diligencia profesional, mitad esparcimiento de mochileros. Los de Vida Silvestre han tenido roces con el Mudo por su conducta contraria a la armonía ecológica (se comió algunos monos), un conflicto que escalará cuando el protagonista cruce al territorio extraño, donde se hospedan esos visitantes con sus chismes tecnológicos y sus hábitos de muchachos/as cancheros/as.
Uno puede aspirar a confundirse con la naturaleza. Y el Mudo ha tenido un éxito parcial en ese sentido. Lo que no puede borrar el monte, además de la mirada cargada de deseo, es el conflicto social. Las identidades e intereses en disputa que el río cenagoso, el follaje impenetrable y el solazo, más que empequeñecer y diluir, exacerban. Quizá es lo que realmente contagia el vigor sin freno ni mediaciones de la naturaleza.
En el monte "hay que pensar al revés que en la ciudad". Y también hay que aceptar perderse. En un sentido estricto, como se pierde el equipo de Vida Silvestre, que no encuentra la salida de ese laberinto y se ve obligado a pasar siempre por el mismo lugar. Y perderse también en una dimensión donde los muertos se aparecen como si nada. Y uno se da cuenta de que son fantasmas porque caminan para atrás.
Se podría aceptar la tutela de Rulfo, de Quiroga, solo porque siempre hay que buscar padres y padrinos. Pero digamos que Quirós se permite un registro llano, coloquial y certero, con giros que remiten al habla juvenil (mandarse por ir, colgarse por ensimismarse, al toque por enseguida y así) para que cualquier rasgo de solemnidad o de subrayado regionalista quede abolido.
La formidable escena de los cazadores de yacarés es una buena síntesis de la poética del autor. Elementos infiltrados de otro ámbito, de otra épica y de otra ética le dan un giro a la desaforada aventura masculina y llevan a otro plano el tan recurrido tópico del coraje.
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