Dentro del auge de la novela negra, Juan Carrá se posiciona como una de las voces locales ineludibles. En No permitas que mi sangre se derrame, su tercer libro, afina esa prosa veloz, potente, de descripciones que se sienten en la piel, para meterse en el mundo de una villa imaginaria, pero posible. Allí donde se había proyectado un parque temático religioso, ahora se erige la villa Jerusalén, "parada obligatoria para los recién llegados a la ciudad y un grano en el culo para todos los gobiernos". En ese territorio con reglas propias, forjadas bajo la ley del más fuerte, empezarán su enfrentamiento Lucio y Jorge, líderes de bandas enemigas.
Como los duelistas de antaño, irá cambiando el escenario –primero la canchita de la Jerusalén, después la cárcel, finalmente los pasillos de la villa- y estará el honor de una mujer (Luján) siempre en disputa, pero la esencia de lo que enfrenta a los protagonistas de esta historia es la misma que los hermana: sus cuerpos están marcados para matar o morir, para el placer o la tortura, para sostener el finito hilo del poder, ya sea en el barrio o en el pabellón. No importa que uno de ellos, Lucio, se reconozca del lado de los ladrones ("Las alas eran la marca de su paso por la cárcel") y el otro, de los policías ("Para Jorge, la gorra fue una forma de conseguir obra social y la mejor cobertura para su banda"); ninguno concibe otra salida que no sea la violencia. Porque no la hay: es el lenguaje que les enseñaron para la supervivencia. Por lo demás, solo resta encomendar el destino a un Dios salvaje, a la protección de lo Oculto, al Santo Juez capaz de evitar que la sangre se derrame.
Frente a este mundo retratado en el último tiempo por series como El Marginal, lo que hace Carrá es confiar en el lenguaje como arma literaria. Si el realismo puede resultar una tentación para la mímesis tumbera, el autor –que también es cronista especializado en policiales- esquiva los estereotipos. Las cosas se nombran como se deben nombrar pero también hay belleza: en las escenas que se suceden como fotogramas de un western, en los diálogos punzantes y, especialmente, en la aparición y evolución de cada personaje. Entendemos quiénes son porque sabemos de dónde vienen. Y aunque algunos tengan participaciones fugaces o secundarias (Poli, el Gallito, el Marino, Hueso), se vuelven cercanos y entrañables en su humana ambigüedad. Y ahí también está el talento de Carrá: marcados por amores, odios, lealtades, traiciones, venganzas y mandatos, cada uno va en busca de su propio cielo en medio de este gran infierno.
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