"Entre el domingo y el lunes el huésped no durmió en el suelo, sino en la cama de Laura, ella allí mismo con él, y el perro a los pies de ambos. Laura se despertó cuando oyó decir Brus. Era la primera vez que alguien distinto a ella usaba el nombre verdadero del perro, y ella dio en preguntarle al niño si no quería que le dijera así a él también, ya que no había dicho cómo se llamaba.
–Yo ya voy a decir cómo me llamo –dijo él–. Me llamo Elvis Fider.
Laura le hizo repetir la segunda palabra y confirmó que terminaba con r. Como le pareció que Elvis le quedaba grande y Fider sonaba como un infinitivo, siguió llamándolo, durante un rato, oye. No supo cuándo le puso Fidel".
Como un huésped inesperado, así comienza la relación entre Laura Romero, una mujer de 40 años que reside en Bogotá, y Fidel, un niño de 6 años y medio que aparece una noche llorando, solo, en la calle a la que da su balcón. Del niño jamás se sabrá de dónde vino y por qué estaba en estado de desamparo. De Laura nos enteraremos de algunas cosas más. Que es heredera en vida de su madre y de su hermano muerto, que tiene varias propiedades, que trabajó como locutora para avisos y el servicio de la hora (nuestro vigente 113, allá 117). Que siente que su vida "está hecha" y sus días son sin sobresaltos, al cuidado dedicado de su galgo Brus, imaginando, sobre todo, imaginando y dándoles vueltas y especial atención a las palabras, a los actos cotidianos entre la aceptación por pura supervivencia y el cuestionamiento permanente. Desde este peculiar talante –trabajado de manera minuciosa en la forma en que el narrador se acopla al punto de vista de Laura– se instala una falta de resistencia a los acontecimientos, una mansedumbre curiosa, que solapa un afecto in crescendo con el que la protagonista se entrega al devenir de hechos tan contundentes como la aparición de un niño en su vida.
La novela de Carolina Sanín (Colombia, 1973), que antes de llegar a la Argentina fue editada en 2014 por editorial Laguna de Bogotá y en 2015 por editorial Siruela de España, trabaja con varios arquetipos construidos alrededor de la niñez en la literatura y el cine. Utiliza citas explícitas para descomponerlas, enrarecerlas, darles su propia carnadura en un relato en el que la extranjería de voces cobra un papel fundamental en la construcción del asombro, de lo inverosímil, orientando el relato hacia lo fantástico. Un gran primer marco es el epígrafe, un diálogo de John Cassavetes de la película Gloria, con el cual se prenuncia la relación entre una mujer y un niño no mediada por la filiación y, en un principio, tampoco por el deseo, sino por el infortunio y un fuerte apego ético. Así como Gloria no puede permitir que el pequeño sea asesinado ejemplarmente por la mafia, Laura Romero simplemente no puede dejar de saber qué pasó con ese niño al que le dio refugio durante tres días, qué se hizo de él en el aparato burocrático llamado Bienestar Familiar. Dickens es otro aparecido en la novela, con un resumen de Grandes esperanzas contado a manera de historia playera durante un picnic a los niños. Porque es en esas solidaridades amorosas donde la novela se detiene a pensar, en la forma en la que crecen, en la imposibilidad con la que están signadas, porque la soledad de Laura es inconmovible, mientras que la presencia del niño es un misterio que no puede ser develado.
Por ello, esa incógnita que resulta ser Fidel comienza a ser explorada a través de un diálogo con el género del terror, con las narraciones que han puesto a los niños en el epicentro de lo siniestro a manera de representar esa otredad. Esto aflora en cómo la protagonista percibe el comportamiento de Fidel a medida que conviven. A su vez, se pone en evidencia que es una cuestión de interpretación, por ejemplo, que aparezca un mueble envuelto con papel higiénico es tanto una travesura, un entretenimiento que parte de otra lógica o el indicio de la locura. Si "la niñez es un hecho de la escritura", como dice nuestro poeta Arturo Carrera, autor entre otros de Children’s Corner, Carolina Sanín en su novela ensaya cabalmente esa forma intraducible en la que concibe que son los niños, con una escritura nimbada de fantasmas que asustan, dan risa y erosionan cualquier situación mínima y cotidiana que se pretenda normalizar.
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