En la contratapa, Luciano Lamberti pronto identifica estos cuentos de Santiago Craig –autor, entre otros, de Las tormentas (Entropía, 2017), por el que obtuvo una mención en los Premios Nacionales– con Historias de cronopios y de famas de Cortázar, ese libro lleno de instrucciones absurdas que dislocan rutinas. Y si bien son más las diferencias que las semejanzas, es verdad que resuena la aventura de narrar con la segunda persona, tan propia de los manuales y de las consultas oraculares, como resuenan el desparpajo lúdico y el humor tan icónicos del autor canónico argentino, a los que Craig (Buenos Aires, 1978) también se atreve en la brevedad de dos o tres páginas, con una solidez que empuja en cada relato el peso de una revelación.
Un largo trueque en el que el disparate y el espanto se combinan hasta dar con eso que permitirá a su protagonista acceder al encuentro amoroso, tretas olfativas para despertar un deseo irrefrenable en el momento adecuado, frecuentar un polígono de tiro como quien frecuentaría un taller literario o de cine debate para conseguir chicas…, pero también el perro amor de una mascota que, como en Flush de Virginia Woolf, se narra desde el punto de vista del animalito no solo para dar cuenta del posible mundo amoroso de los canes, sino también para volver extraño el comportamiento humano que observa entre amantes, y hasta el erotismo del reino Fungi –champiñones, mohos y levaduras– que su cuento "Mitosis" explora, desde una forma sin forma y sin nombre que desea, sin embargo, encontrarse con otro cuerpo y expandirse.
Porque
"Usted va a haber cedido el cuerpo, sin saber, a una metamorfosis. No solo las manos, la voz y lo que puede pensar y decir del lugar en el que nació. En su pecho ya no habrá un conejo brioso saltando. Sentirá más bien que ahí se acurruca y se despliega un ave grande, que arma nido. El suelo ablandado debajo de sus pies, un paseo de espuma rugosa, tendrá más que ver con usted que con la geografía". El fragmento pertenece a "Metamorfosis" y la elección de la retórica de las instrucciones redunda en un efecto sumamente productivo: es inevitable que el lector se sienta interpelado, más allá de que las órdenes son dadas a los personajes; solaparse con ellos ante una voz tan segura en el caos del enamoramiento es una trampa que fue bien tendida.
Sus aseveraciones cortas y abundantes nos meten en la vorágine sintética de los sucesos; protagonista y lector avanzan a la par, asumen violentamente un estado emocional, una urgencia. "Acepte la mano que le tiende Aurora y juntos entren al comedor. Entre los viejos que comen puré con disciplina, den pequeños saltitos golpeándose los muslos, corcoveen y relinchen", pergeña la voz narradora en "Viejos" un último destino para el amor. Así como en "Fin del mundo" tiene que volver a crearlo, reactualizando en modo decadente el mandato del Génesis: "Pisando cenizas, entienda que el barro es imaginación. Abandone el apego que antes, como todos, usted tenía por las literalidades. Moldee una mujer con la zozobra que lo abruma, con ese barro inexistente, con esa nada que tiene".
Las situaciones límite de un geriátrico o del fin del mundo se repiten en 27 maneras de enamorarse con ciudades bombardeadas, cárceles, naves perdidas en el espacio o el abismo insoslayable entre una maestra y un niño de primaria que se enamora de ella. En todos los relatos, el amor surge como la hebra en la que la locura humana transporta una capacidad de narrarse. Porque de eso tratan, finalmente, los cuentos de Craig: excusas perfectas para concatenar metáforas, escenas absurdas bien encastradas, sin mayores conclusiones que las que sus personajes con sus limitaciones pueden encarnar. Como un gran muestrario –quizá bestiario cuando de hombres proponiendo y mujeres cediendo se trata– de estereotipos explotados, parodiados o habitados porque sí: para vestir la voz de los adivinos, para echar a andar el juego de la escritura y comprobar hasta dónde ruedan los dados, y el azar –o no– de todo ese placer combinatorio.
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