El hogar Casa de la Bondad es un centro gratuito de cuidados paliativos que recibe pacientes terminales y los acompaña en sus últimos días
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La calle Moreno, entre Matheu y Alberti, a pocas cuadras del Congreso Nacional, está lejos de ser una de las más buscadas en el mercado inmobiliario. Hay un hotel alojamiento, un hotel “tipo pensión” que alquila habitaciones como vivienda, y también está la Casa de la Bondad, un centro gratuito de cuidados paliativos que no llama la atención desde afuera, pero por adentro conserva un espíritu familiar. Desde su apertura en 2009, por sus habitaciones pasaron más de 400 personas con un único objetivo: aliviar el dolor en los días previos a la muerte.
“Esta es mi segunda casa. No me quiero ir de acá. Cuando llegué venía de 25 días sin comer y ahora me comería un ladrillo. Estaba descompuesto, no podía hablar. Se iba la gente y no podía saludarlos. Gracias a Dios, tenemos este lugar, estamos acá parados”, dice Osvaldo, un paciente de 61 años desde la cama.
Hace tres meses, en el Hospital Piñero le informaron que no podían seguir adelante con el tratamiento porque la enfermedad se había vuelto terminal e irreversible. Volvió a su casa, pero la esposa y sus dos hijos vieron cómo sufría del dolor sin poder hacer demasiado. Así fue como llegaron a la Casa de la Bondad. Osvaldo reconoce que estaba “más muerto que vivo”.
Desde que ingresó a “la Casa”, hace dos meses, recuperó el habla. Ahora se jacta de haber caminado cinco metros sin ayuda y cuenta con mucho orgullo que fue el impulsor de una choripaneada que compartieron los pacientes, enfermeras y voluntarios un domingo al mediodía. En una de las dos visitas médicas que recibe por semana, pidió salir para ir a la casa familiar en Brandsen y lo autorizaron.
“Quería estar al aire libre, pisar el pasto y comer un sándwich de salame. Estuve al sol porque fue un día increíble y al día siguiente llovió. ¡Mirá la suerte que tuve! Mi hijo agarró una pala, el otro el pico, y se pusieron a trabajar delante mío. Yo no hice nada y ellos trabajaron perfecto, mejor que yo. Las enfermeras tenían miedo de que yo no volviese, pero volví”, dice Osvaldo mientras mira cómplice a Liliana Romero, una de las enfermeras que lo acompaña cada día.
Liliana es una de las pocas personas que cobran un salario en el hogar. No hay más de 15 empleados entre enfermeras, médicos y personal de limpieza, pero participan semanalmente 160 voluntarios con diferentes funciones: psicólogas, cuidadores, cocineros, administrativos y gente a cargo de la lavandería, entre otros.
Liliana trabaja en cuidados paliativos desde hace más de 10 años. Empezó como enfermera con pacientes con temas coronarios que requieren tratamientos invasivos y un día descubrió la otra cara de su tarea: los cuidados paliativos para acompañar hasta el final a quienes tienen diagnósticos terminales.
“Esto es un día a día y trabajamos para darle la última energía al paciente. Están en una instancia final, en muchos casos afloran los sentimientos más profundos y se busca que mueran aliviados en lo físico y en lo emocional. Acá se ve sufrimiento, muchos lloran, pero cuando ves cómo se vive acá, uno dice me gustaría morir así. Cada día me despido sabiendo que puede ser la última vez que veo a cada uno”, asegura.
Además de Osvaldo, hay otros tres pacientes durante la visita de La Nación a La Casa de la Bondad. Como hay un solo enfermero por turno, la capacidad máxima es de seis pacientes. Y han llegado a tener lista de espera para nuevos ingresos. En esos casos, priorizan a aquellos de mayor vulnerabilidad, tanto física como económica. Los pacientes son derivados de hospitales públicos cuando les informan que ya no hay tratamiento posible.
Durante el año pasado, atendieron a 26 pacientes por la Casa de la Bondad. Y en lo que va de 2023, ya pasaron otros 11. Entre las situaciones más complejas, algunos fallecieron a las pocas horas de llegar sin haber podido entrar en razón. Celina García Rojas, integrante ad honorem de la Comisión Directiva, explica: “El tiempo de estadía promedio no es más de dos meses. Muchos no han tenido vidas normales, quizás por abusos, maltrato o abandono, y nadie se puede hacer cargo. Nosotros acompañamos ese dolor y tratamos la revinculación familiar. A veces aparecen los hijos, también hemos tenido casamientos y hemos recibido a sacerdotes, rabinos o pastores por pedido de los pacientes”, cuenta.
-¿Cómo describirías el trato que reciben los pacientes acá, en la Casa de la Bondad?
-Es una atención personalizada. Puro amor. Todos los voluntarios vienen para eso. Es impresionante el cambio de cómo llega a cómo se va. A veces vienen en un estado tremendo...
-¿Qué tipo de actividades organizan?
-Algunos hacen mandalas o tejen. Han venido varias veces los payamédicos, así que también hay mucho de guitarra y canto. Se han dado películas y, cuando se puede, se bajan las camas y tratamos de que disfruten los espacios comunes y el jardín.
-¿Cómo te afecta lidiar con la muerte prácticamente a diario?
-Hablás de la muerte y es muy fuerte. Pero uno ve lo que surge de tanto amor que se da y acompañar en este proceso hasta el final es como una misión cumplida. Muchas veces vienen que se están muriendo y con tanto cuidado se empiezan a recuperar.
Así es la historia de Carmen, de 51 años, la cuarta integrante de la casa en este momento. María Laura Andrés, coordinadora de los enfermeros, cuenta su historia: “Tiene un cáncer avanzado y por su problema de consumo no había hecho tratamiento. Casi que nunca había estado lúcida por los efectos de la droga. Llegó sin poder caminar, después empezó con la silla, pasó al andador y ahora baja las escaleras sola. Tenía un pronóstico cuando ingresó, pero mejoró y la semana pasada empezó el tratamiento oncológico en el Hospital Piñero”, describe.
Desde el momento en que entra un paciente, se le asigna un voluntario como referente y entra en acción el área psicoasistencial. Esa persona habla sobre sus deseos e intenta ponerse en contacto con la familia, ya sea por una despedida, un encuentro o una reconciliación.
En “la Casa” todos recuerdan al padre que se reencontró con sus tres hijas, a quienes había abandonado cuando tenían pocos años de vida. Ellas fueron adoptadas y tuvieron una nueva familia, pero volvieron a ver a su padre biológico días antes de morir. La menor de las tres, incluso, se sumó después durante un tiempo como voluntaria.
Frente a la cama de cada paciente hay una breve reseña de la historia y de sus gustos para que todos los que ingresan a la habitación sepan quién fue y quién es. Con turnos rotativos, diferentes personas se encargan de darles la comida, higienizarlos, administrarles la medicación, medir los signos vitales y acompañarlos en caso de visitas.
María Laura Andrés, explica: “Desde la enfermería buscamos una mirada integral del paciente, abordando los síntomas físicos, pero también su dimensión psicológica, social o espiritual. Buscamos que resuelvan todo lo que necesitan. Muchas veces se abren, cuentan lo que sienten, sus miedos y lo transmiten”.
-¿Qué es lo que más le cuesta al paciente en esta etapa de su vida?
-Muchas veces no es tanto la enfermedad como la pérdida de autonomía. Van sintiendo que pierden sus capacidades y quizás tienen entre 40 y 60 años.
-¿Y lo que más cuesta a los enfermeros?
-Lo más difícil es acompañar el sufrimiento. Desde los cuidados paliativos se busca prevenirlo y cuando no se puede, aliviarlo. Pero muchas veces nada alcanza. Y toca estar, abrir la ventana, un masaje… Lo más valiente es estar aun cuando es insuficiente y acompañar a la persona a transitar eso. Les damos amor. A veces nos desesperamos si lloran o gritan, pero está bien porque es parte de su proceso. Pero sí, puede ser frustrante.
-¿Qué fue lo que te motivó a profundizar en esta especialidad de la enfermería?
-Yo pensaba hacer maternidad, pero en 2018 hice una pasantía de una semana acá y descubrí mi vocación. Hoy no me imagino otra cosa. Los que hacemos esto tenemos el regalo del entendimiento, generamos vínculos y obvio que duele cuando fallecen, pero yo sé que acompaño como puedo. Reconforta brindar lo mejor para que vivan y mueran dignamente.
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