Leopold y Loeb, los superdotados que quisieron cometer el crimen perfecto y cayeron por unos anteojos
Richard Loeb y Nathan Leopold eran dos jóvenes brillantes. Pero no era un decir: eran superdotados. Sus familias, dueñas de grandes fortunas, pertenecían a lo más acomodado y prestigioso de aquella sociedad de la ciudad de Chicago de la década del ’20. Eran tiempos en los que imperaba la ley seca –aunque muy transgredida en la clandestinidad-, el gangsterismo y la vida alocada de la posguerra, pero los dos muchachos parecían ser ejemplo de sensatez y seriedad. En 1924, con tan solo 18 y 19 años, ambos eran estudiantes universitarios avanzados y su futuro se anticipaba venturoso.
Pero detrás de esta imagen de ciudadanos probos, sofisticados y pulcros, este par de amigos de alta alcurnia escondía una personalidad egomaníaca y brutal. Estaban convencidos de ser superiores al resto de los humanos. Sentían tal desprecio por el prójimo y tal seguridad de ser intelectual y moralmente inalcanzables -usarían luego la categoría del superhombre, del filósofo Friedrich Nietzsche-, que se propusieron llevar a cabo un asesinato que, estaban seguros, jamás sería descubierto.
Loeb y Leopold pusieron en marcha así el mecanismo para ejecutar su crimen perfecto. Planificaron todo durante meses. Escogieron a la víctima –un niño de 14 años- y una noche de mayo de 1924 cometieron el homicidio. Pero su atroz asesinato estuvo muy lejos de ser perfecto. Dejaron algunos cabos sueltos y poco tiempo después ambos estaban detenidos. Y meses más tarde enfrentaron un proceso judicial -conocido como el juicio del siglo- en el que el fiscal solicitó para ellos la pena de muerte.
El caso conmovió a la sociedad estadounidense, que se preguntaba entonces cómo dos muchachos cultos, bien educados, de familias prestigiosas y que nunca tuvieron necesidades pudieron cometer un acto tan despiadado solo por pura diversión. Una pregunta que continúa sin respuesta hasta el día de hoy.
La idea del crimen perfecto
Loeb y Leopold eran adolescentes -casi niños- prodigios cuando se conocieron en 1920. El primero tenía 14 años, había terminado su escuela secundaria y estaba cursando el primer año en la Universidad de Chicago. El segundo, en tanto, también había quemado etapas en su educación escolar y, a los 15 años, era ingresante en la Universidad de Michigan cuando conoció a su amigo.
Ambos estudiaban ciencias jurídicas. Tenían también en común el hecho de vivir en el exclusivo barrio de Kenwood, en el sur de Chicago y de pertenecer a familias millonarias. La fortuna de los Loeb se calculaba entonces en unos 4 millones de dólares, mientras que el patrimonio de los Leopold llegaba a los 10 millones. Los muchachos desarrollaron más que una amistad, una relación casi simbiótica en la que, según lo que establecieron más tarde los investigadores del crimen, Leopold estaba deslumbrado con Loeb, y este último aprovechaba este sentimiento para manipular a su amigo.
Dos rasgos fuertes de la personalidad de cada uno confluyeron también para que ambos terminaran deslizándose a la senda de mal. Loeb estaba obsesionado y deslumbrado por las historias criminales y fantaseaba con adentrarse en ese mundo, en tanto que Leopold había empezado a internarse en la filosofía de Nietzsche, especialmente en el concepto del superhombre, entendido como una especie de ser humano superior, que estaba más allá de las normas legales y morales de la sociedad.
Pronto, la necesidad de los dos de salir de lo que para ellos era el tedio de la vida corriente y ordinaria los llevó a realizar los primeros delitos. Empezaron a robar pequeños objetos en tiendas. Después, pasaron a sustraer autos y, luego, a incendiar edificios. Pero los muchachos sentían que estaban "para más". Y entonces fue que idearon el homicidio que se convertiría en su "obra maestra".
El asesinato de Bobby Franks
Planificaron todos los pasos del crimen durante unos seis meses. Les faltaba solo la víctima. Finalmente, la noche del 21 de mayo de 1924, alquilaron un coche y salieron de cacería. En el camino encontraron al desafortunado Bobby Franks, un niño de 14 años, que a la sazón era primo de Loeb. Los jóvenes lo invitaron a subir al auto con una excusa nimia, y como Bobby los conocía, no tuvo ninguna sospecha y accedió.
A poco de sentarse en el asiento del acompañante, el pequeño recibió los primeros ataques. Fue agredido a golpes de cincel en la cabeza desde el asiento de atrás por Loeb. Luego, en medio de una lluvia de puñetazos, el pequeño fue arrastrado hacia la parte trasera y allí le metieron un trapo en la boca, algo que le imposibilitó respirar y lo terminó matando.
Tras cometer lo que ellos mismos suponían que era un asesinato que quedaría impune, Leopold y Loeb pararon en un puesto del camino a comer unas salchichas -lo que indicaba la frialdad con la que habían actuado-, y luego se dirigieron a una de las orillas del lago Michigan, donde se deshicieron del cadáver de Franks: lo tiraron por una alcantarilla. Previamente, lo habían desnudado, y habían desfigurado su cara y sus genitales con ácido (el niño estaba circuncidado), pera evitar que lo reconocieran.
Cuando la familia del niño recibió la carta de rescate, tipografiada a máquina, el pequeño ya estaba muerto. Pedir dinero por la aparición con vida de Bobby era otra de las jugadas inhumanas que habían fraguado los dos criminales para demostrar su superioridad a la hora de planificar un homicidio.
Un par de anteojos y la caída del crimen perfecto
Pero la "genialidad" de los dos jóvenes para llevar adelante su crimen cayó pocas horas después. El cadáver de Bobby fue hallado al día siguiente por alguien que pasó por el lugar. En la escena del crimen aparecieron unos anteojos, que en principio supusieron que eran de la víctima, pero que luego dieron pistas de uno de los asesinos.
Robert Crowe era un abogado del Estado muy reconocido que tenía serias intenciones de crecer en términos políticos en esa ciudad de Chicago de los años 20. Fue él quien se hizo cargo de investigar este caso y se convirtió luego en el fiscal oficial.
Crowe siguió el rastro de los lentes, que tenían un diseño especial y averiguó que solamente se habían hecho tres modelos iguales y por encargo en la ciudad. Uno de ellos correspondía a un hombre que ya no estaba en Chicago desde hace un tiempo; otros, a una mujer que los tenía puestos cuando la fueron a visitar con la policía; y los terceros, habían sido hechos para Nathan Leopold.
El joven dueño de los anteojos fue citado a declarar para que explicara qué hacían allí sus lentes y aseguró que él era un ávido observador de aves -algo que era real-, y que había perdido sus lentes en ese lugar en una de sus aventuras. Pero cuando el fiscal se adentró más en el caso se dio cuenta de que algo no cerraba.
La coartada de Nathan era que había salido con su amigo Richard Loeb en el auto de la familia Leopold a pasear por la noche. Aseguró que habían salido con dos chicas y que, cuando ellas se habían negado a tener sexo con ellos, las habían dejado y habían seguido dando vueltas con el vehículo.
Pero cuando la policía, por orden de Crowe, investigó esta coartada, se dio cuenta de que era absolutamente falsa. En principio, los agentes allanaron la casa de Nathan Leopold y encontraron allí una pista que condujo a la máquina de escribir en la que se había escrito el mensaje de rescate para la familia de Bobby Frank. Además, la letra manuscrita en el sobre dirigido a la familia Franks pertenecía también a Leopold.
Tampoco era verdad que habían salido con el auto de los Leopold, ya que el chofer de la familia se había acercado a declarar -con la intención de ayudar a su jefe- que la noche del crimen el coche se encontraba en reparación.
Crowe entonces dedujo que los dos jóvenes habían alquilado un auto la noche del asesinato. Y que las mujeres con las que habían salido no existían. Entonces Loeb también fue citado a declarar y, tras un par de horas de interrogatorio, y con las pruebas sobre la mesa, los dos jóvenes homicidas confesaron su crimen.
Pero no sintieron el menor remordimiento. Leopold señaló que, al cometer el asesinato, había sentido lo mismo que siente un entomólogo cuando clava un alfiler en un escarabajo. Los jóvenes indicaron a los investigadores cómo habían procedido en la noche del crimen y los llevaron a los lugares del hecho sonrientes y orgullosos, de acuerdo a lo que consta en el documental realizado por la cadena estadounidense PBS sobre el caso, The Perfect Crime, del año 2016. Parecían ignorar que su crimen podía llevarlos a la horca.
Mientras tanto, las alternativas del caso coparon las primeras planas de los periódicos locales y llegaron incluso a ser tapa de prestigiosos medios nacionales. La sociedad estadounidense completa estaba conmovida por las características de este crimen.
El juicio del siglo
La familia de Loeb contrató para la defensa de los muchachos a un abogado prestigioso, Clarence Darrow, un letrado que, con sus 66 años, era famoso por su fuerte oposición a la pena de muerte, una condena frecuente en Chicago en esos tiempos. El currículum de Darrow, que además era conocido como "el abogado de los condenados", señalaba que, de 60 causas donde sus defendidos podían ser condenados a muerte, solo había perdido una.
El 21 de julio de ese mismo año de 1924 comenzó el juicio a Loeb y Leopold, que, por la conmoción que provocó entonces, fue llamado "el juicio del siglo". El fiscal Crowe quería a toda costa que los homicidas terminaran en la horca. Señaló que la ciudad de Chicago se encontraba ante "el crimen más horrendo, vil, cobarde, repugnante y cruel jamás cometido en los anales de la jurisprudencia de los Estados Unidos". Llevó al estrado un total de 80 testigos que declararon, de una manera o de la otra, en contra de los dos criminales.
Darrow, en tanto, tuvo su propia estrategia. Solo buscaba salvarlos de la pena capital. Señaló desde un principio que sus defendidos eran culpables del homicidio, pero indicó que el crimen tenía que ver con el retraso en la madurez emocional de los acusados. Apeló, de manera innovadora, a fundamentos freudianos para señalar que, en realidad, los problemas de sus clientes -que se comprobó que no eran insanos- tenían que ver con falencias en su crianza, que los habían convertido en víctimas de la sociedad y de sus familias. El letrado señaló que había que compadecerse de ellos en lugar de juzgarlos, y que eran demasiado jóvenes para morir en la horca.
El alegato de Darrow y la condena
El 22 de agosto de ese año, en un tribunal repleto de periodistas y curiosos que abarrotaron la sala, llegó finalmente la hora de los alegatos. Darrow habló con tanta elocuencia que su discurso se convirtió en un contundente mensaje contra la pena de muerte que perduraría en el tiempo.
"Estoy suplicando por el futuro, por un tiempo en el que el odio y la crueldad no controlen los corazones de los hombres. Un tiempo en el que podamos aprender mediante la razón y la fe, que toda vida vale la pena de ser salvada y que la misericordia es el atributo más elevado del hombre. Por eso no estoy suplicando por estos jóvenes pero sí por el infinito numero de los que vendrán después", señaló Darrow ante una concurrencia que lo escuchó con un silencio sepulcral. Al final del alegato, hasta el propio juez del caso, John Caverly, tenía lágrimas en los ojos.
El 10 de septiembre, Caverly se hizo eco del argumento de que los asesinos eran demasiado jóvenes, y los condenó a cadena perpetua. Añadió 99 años de prisión para cada uno por secuestro. La noticia no fue recibida con beneplácito por la opinión pública, que en su mayoría añoraba ver a Loeb y Leopold con una soga en el cuello.
La sensación de superioridad de los dos muchachos no pareció menguar ni siquiera tras la condena. Según informa el periódico Chicago Tribune, cuando los flamantes prisioneros fueron llevados por primera vez a su celda, Richard Loeb le dijo a su carcelero: "Consíganos dos bifes, bien gruesos y jugosos". Por su parte, Nathan Leopold agregó: "Sí, y asegurate que estén cubiertos de cebollas. Y además queremos guarniciones".
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Loeb fue asesinado a puñaladas en el baño de la prisión en el año 1936 por un reo que aseguró que el joven lo había acosado sexualmente. Leopold, en tanto, salió en libertad condicional por buena conducta en el año 1958, 33 años después de su crimen. Poco tiempo más tarde, partió a Puerto Rico, donde se casó y vivió hasta su muerte, por un ataque cardíaco, en 1971. Tenía 66 años.
Esta historia fue tan trascendente que inspiró diferentes obras de ficción. Entre ellas destaca la película de Alfred Hitchcock,Rope, titulada en la Argentina Festín diabólico, de 1948; y otro filme llamado Impulso criminal, de1959, en el queel mítico Orson Welles hace el papel del abogado defensor de los dos jóvenes que se creyeron capaces de asesinar sin sufrir las consecuencias.
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