LEO MASLIAH AL PIE DE LA LETRA
Buena parte del ingenio de este músico, novelista, actor y compositor uruguayo se debe a que las palabras literalmente lo rebelan, cuando se usan de modo mecánico y sin pensar en lo que contienen. De un que pase usted un buen fin de semana, Leo puede extraer, créase o no, consecuencias feroces
El hombre entra en el bar y no pasa nada. Uno espera ver detrás de él personajes dibujados en línea fina, chorros de tinta en torbellino, un mar de caritas cínicas, señoras gordas con las uñas pintadas de rojo y un Para Ti bajo el brazo, chicas hermosas de ojos lesivos, pibes tan simpáticos como sucios, el amor perdido, un detective, varios antihéroes, una ristra de pentagramas con semifusas y a lo mejor una clave de Sol gorda como un gato, todo esto adornado por el aroma desconsolado de las glicinas y, por supuesto, por Bach. Pero no. La máxima concesión de Leo Maslíah a la imaginación es un bigote. Bigote, claro, que se cuenta entre los más espesos y que esconde -para nada mal- el gesto divertido del último hombre feroz.
De un hombre feroz en voz baja.
Y, sí, Leo Maslíah es parecido a Súper Mario Bros.
Veinticinco discos editados, o más. Veintidós libros, o más. Piezas de teatro. Música instrumental. Una ópera de una hora y media -una adaptación de Los cantos de Maldoror-, actuaciones en teatro, cine y televisión. Entre los discos, títulos como Cansiones barias, Falta un vidrio, El canelón y el tortelín, Desconfíe del prójimo, Punc, Tema de amor a María Julia, Zanguango. Entre los libros, El lado oscuro de la pelvis, La miopía de Rodríguez, No juegues con fuego porque lo podés apagar (teatro), El triple salto mortal, La buena noticia, Ositos, Tarjeta roja y El show de José Fin, todos editados por De la Flor, en la Argentina. A eso hay que sumar ediciones uruguayas, como Teléfonos públicos, Tres obras de teatro, Certificaciones médicas y Mar de fondo. El ciclón Maslíah. Una fuerza inabarcable que en algún rincón de un barrio de Montevideo llamado Pocitos toca el piano o la guitarra, toma un mate, mira por la ventana. Si es posible, mira árboles.
-¿Siempre supiste que te querías ganar la vida como músico?
-No. Eso no lo supe nunca.
Dice. Y no se ríe, pero con toda amabilidad. Es un hombre pudoroso. Es también padre de una hija de 18 años llamada Paula.
-Es del único matrimonio que tuve, pero no se mantiene... ese matrimonio. Me casé a los 23 o 24 y estuve casado 10 años.
Habla como canta. Con un titubeo seco que mueve a pensar, más que en lo que dice, en lo que no dice este bisnieto de la magnífica bisabuela Clara Hazan de Crespín de la que no cuenta nada, salvo que estuvo tristísimo cuando se murió; este hijo de Meir -o Mario- Maslíah, hombre del que sabe poco y cuenta menos. -Era rabino. Pero yo no lo conocí a mi padre porque mis padres se divorciaron cuando yo tenía dos años, y él se fue del país. Lo vi dos veces nomás después de eso. Lo vi una vez cuando tenía 9 años y una vez cuando tenía 17, 18, por ahí. El se divorció y se volvió a casar. No tengo recuerdos de él, sino de las cosas que me dijeron de él.
Empezó a estudiar piano a los siete años, gracias al tío Isi, que le alimentó el vicio. Hizo falta muy poco para que pasara de una precoz caricia a la pasión más endiablada por las fusas, los semitonos y las armonías, pasión que lo llevaría más tarde a estudiar con el músico uruguayo Coriún Aharonian y a ser considerado un compositor muy bueno.
-Es cierto, la cosa humorística opaca un poco lo demás. Es un poco inevitable eso, porque el humor es más digerible por más cantidad de gente. Ahora grabé un disco de música instrumental para un sello americano, pero no me quejo de lo del humor. Disfruto mucho de hacer humor. En estos últimos años traté de separar un poco las cosas, para no entorpecerme. No intento más, en medio de un espectáculo signado por el humor, hacer otro tipo de cosas, para no confundir. Claro que a veces me pasa exactamente lo contrario. Por ejemplo, a fin del año último me contrataron junto con la banda para tocar en una fiesta privada en Montevideo. Fui a tocar, pero resulta que era una fiesta de unos alemanes que le hacían una despedida a un profesor y me habían contratado por ser el autor de una canción que se llama Biromes y lapiceras, que conocían por haberla escuchado en el último disco de Milton Nascimento. Y es una canción toda melódica. Ellos pensaban que era todo así lo que yo hacía. Claro, seguro. Y se desconcertaron. Pero después se divirtieron mucho.
Un día su paseo de dos orillas lo llevó hasta la calle Libertad. Allí, en una disquería, vendían los cassettes piratas de todos sus discos. Anotó direcciones y de regreso a Montevideo le envió un telegrama al dueño: "Loco, suspendé pirateo caso contrario recaerá sobre ti la furia del sistema jurídico. Leo Maslíah". Aunque es posible encontrar el mejor Maslíah entre sus canciones exasperantes de frases larguísimas -y el temor a que se quede sin voz, y el temor de que se ponga a llorar sobre el escenario porque no le sale, y el temor de que se olvide de letras tan larguísimas entrelazadas con piezas musicales tan complejas-, todo empezó con un órgano y un concierto y una orquesta desafinada. Lo clásico y lo serio.
-Sí, toqué en público por primera vez el órgano, ejecutando un concierto de Haendel. La orquesta estaba desafinadísima. Años después, Maslíah compuso El concierto (Cansiones barias, 1979). "(...) Era el edén para los que asistían/ sonaba justo como ellos querían/ sonaba tan culto tan elevado/ que tuvo un triste fatal resultado (...) Mientras la orquesta seguía tocando/ toda la gente se iba estrellando/ casi a la vez la cabeza en el techo/ quedaban todos los cráneos deshechos(...)" En noviembre, Maslíah repuso su espec- táculo Textualmente, en Buenos Aires, casi 16 años después de su primera presentación en el país en 1982, cuando lo invitaron a tocar en un festival de música uruguaya que se hacía en Obras Sanitarias. La crítica fue elogiosa y ahora atraviesa el río marrón a ritmo semanal, desde su Montevideo acunado en la siesta hasta esta Buenos Aires crispada y extrema.
-En Uruguay soy más conocido que acá, pero hay cosas raras. Por ejemplo, empecé a publicar acá. Mi primera novela, Historia transversal de Floreal Méndez, salió en Ediciones de la Flor. Hasta ese momento Historia transversal... había rebotado en todos lados. Acá la publicaron y en Uruguay empezaron a publicar cosas mías. Aun así no tengo mucho status de escritor allá. Escribo para Brecha desde hace catorce años, pero una sola vez me sacaron una crítica de libros. O sea, soy el bufón de ahí, pero no soy un escritor, ¿entendés? En cambio, acá sí. Acá publiqué un montón de cosas y siempre voy a la Feria del Libro a presentar un libro. Hace cuatro años me nominaron para el Premio Konex de las Letras.
-¿Cómo eras de chico?
(Silencio.)
-Era medio estúpido. Eso es lo principal que te puedo decir.
Uno podría reírse. Y después preguntarse, claro, por qué la sinceridad y la austeridad mueven a risa.
-Había cosas que no entendía y que me costó muchos años entender. En el colegio bastante bien iba. Salvo en conducta. Yo era de los que se sientan en el fondo y están todo el tiempo atentando, haciendo cosas que no debería. Me dedicaba a labores paralelas, de diferentes linajes. Juegos, viste. Deportes, o transacciones con figuritas. Lo que sí, reaccionaba mal cuando me confiscaban elementos. O sea, trataba de recuperarlos. Cuando me confiscaban cosas llevaba adelante maniobras de recuperación. Una armónica que me regalaron para mi cumpleaños unos compañeros. Me la quitaron, y entramos fuera de horario subrepticiamente a la oficina y recuperamos la armónica. Con éxito. Con contratiempos.
-¿Con el sexo opuesto cómo te llevabas?
-Eh... tenía grandes dificultades para exteriorizar mis afectos. Me costó mucho poder, este, poder, poder... cómo te puedo decir, poder lograr una... poder romper una barrera como para poder llegar a relacionarme con la gente y poder expresarme.
-Eras tímido.
-Sí.
Los trabajos y los días. Revuelve el café, intenta parar un movimiento espástico de la mesa. Una mesa que se mueve en un bar en el que las mesas no deberían moverse.
-Trabajé en una fábrica de neumáticos y fui ayudante de mecánico. Después trabajé en hogares de niños donde entré como profesor de música y quedé como cuidador.
El lugar se llamaba Colonia Berro, un hogar para huérfanos y derivados por los juzgados de Menores. El profesor Leo se enteró de que en alguna sala de la institución había un piano, y le pidió al director que lo autorizara para ir con los chicos. Le dijeron que esa clase de gente no estaba preparada para la música. Entonces renunció y se dedicó al mundo de las llaves.
-Fui cerrajero. Trabajé en distintos barrios. Dejé cuando empecé a venir mucho para acá, pero igual yo no era un cerrajero muy establecido. Andaba donde podía. Pichuleaba, como se dice. No era ningún experto. Por ejemplo, no sabía mucho de cerraduras de autos. Lo bueno de ser cerrajero es que entrás en la casa de mucha gente. Y no para robar. Creo que en general los cerrajeros para poder mantenerse en el ramo se dedican sólo a la cerrajería y no al robo. Unicamente que prefieran robar y dejar de ser cerrajeros. Entrar en la casa de la gente es bueno. Siendo músico conocés muchos boliches, lugares, pero, claro, casas... no conocés muchas casas.
Las melodías cíclicas. La voz nasal forzada sobre zambas, baladas, rocks, raps, tangos, pavanas. A veces una mirada feroz sobre todas las cosas, y otras una mirada tiernamente feroz sobre todas las cosas. A veces, unas canciones como Adiós, Miguel (Falta un vidrio, 1981): "(...) No me mandes una foto desde el frente de tu casa. Adiós, Miguel. Nunca vengas a pasar tus vacaciones. No queremos ni postales ni tarjetas de fin de año. No llores arrepentido en las noches de mamúa. Adiós, Miguel. Vos vas a tener una copa de buen vino, pero Miguel, la mesa queda acá. (...) Puede ser que te extrañemos pero no estés tan seguro. Adiós, Miguel. Si éste fuera tu velorio no sería tan distinto. Adiós, Miguel. Vas al Reino de los Cielos donde todos tienen auto".
-Era una época donde a la hambruna, que lógicamente promovía el éxodo masivo, se sumaba la opresión de la dictadura, y entonces ese tema era como decir en vez de irnos, hagamos algo para poder sacudirnos estas pesadilla que tenemos acá.
Después quedan, claro, el gusto por las historietas, por las teorías matemáticas, por el cine, y el amor incondicional por un hombre que se llamó Johann Sebastian.
-Me gustan las historietas. A mí me obsesiona mucho una cantidad de cosas lingüísticas. Por ejemplo, con lo que se llama cómic y lo que se llama historieta hay un problema. Teóricamente son sinónimos, pero de la misma manera en que mail es sinónimo de correo. Son palabras que dan una especie de falsa jerarquía. Nadie te va a incluir dentro de la categoría de cómic a Las locuras de Isidoro. Sólo se le devuelve esa jerarquía perdida si viene con la estampilla de cómic. En ese sentido no soy lector de cómics, sino de historietas. La Pequeña Lulú la leía de chico y la leo ahora, y no es distinto. Para mí no es algo intrascendente que ahora desprecio porque leo libros.
-El cine te gusta, claro.
-Me gusta el cine. Pero el buen cine en general no me gusta. Lo que más me gusta del cine es la última época de Buñuel. En una época estaba de moda Wim Wenders. Un idolatrado. Y a mí me parece deleznable. Como que tiene pose de profundo, pero que no lo es. Todo cartel, todo etiquetas. A mí me gusta mucho Bertrand Blier, Buffet froid es increíble. Y hace poco vi Taxi, que es muy divertida.
-Tu hermana vive en Francia, ¿Fuiste alguna vez?
-Sí, una vez.
-¿Sos viajero?
-No, para nada. Viajé mucho por la música, pero por ninguna otra cosa viajé.
-¿No te gusta viajar?
-No.
Se ríe como podría reírse un cronopio. Agacha la cabeza y los bigotes se hacen gigantes, los ojos se fruncen y brota un ruido agitado, algo así como ji ji ji. Leo, una persona amable.
-No es que no me guste viajar. Es que no siento la necesidad de viajar. Todo lo que veo, aunque esté en la cuadra donde vivo, me subyuga igualmente, entonces no necesito desplazarme para encontrar cosas que me interesen.
-¿Cuáles son esas cosas?
-Arboles, sobre todo. Y berenjenas, y música, y piel de mujer.
-¿Cuál es tu idea de una situación infernal?
-Una cancha de fútbol con tribunas enardecidas. Yo jugaba un poco al fútbol cuando era chico, pero detesto los sentimientos pasionales dentro del deporte.
-¿En qué situaciones te sentís totalmente incómodo?
-Cuando estoy al aire en un reportaje y veo que el o la periodista está manejando una cantidad de supuestos que supone también míos. El tipo o la tipa me caen bien y no quiero desilusionarlos, pero tampoco puedo aparecer frente a la gente como compartiendo esos supuestos. Y entonces quisiera poder difuminarme.
Hay humor en Maslíah, y en Maslíah hay risa. Y hay terror en Maslíah, y en Maslíah hay un hambre de probarlo todo, de gastar el idioma con la lija gruesa de la experimentación. Tuvo un micro en Radio Belgrano, llamado Los minutos de Leo Maslíah. En uno de esos programas, Martín Caparrós hizo de paciente de Maslíah en Una visita al médico, una pequeña obra en la que el médico le indica al paciente que debe cuidarse en las comidas: "Va a tener que empezar con arroz integral bien cocido, dulce de batata, galleta malteada, caldo de verdura, estofado, pan de leche y puede comer también merengue". "¿Vino puedo tomar?", pregunta el paciente. "A lo sumo cerveza negra, berenjenas, algunas salchichas, sopa licuada, grisines, rosca sin chicharrones, pelones al horno sin semillas, y un poquito de alcuzcuz." Además del humor absurdo, en sus letras hay incomunicaciones desesperantes, desencuentros feísimos, hombres atrapados en su propio sueño, palabras que significan algo definitivamente diferente de lo que suelen significar. Temas universales y añejos, la eternidad, la relatividad del tiempo, las estructuras que vuelven sobre sí mismas. Maslíah es lector y ha devorado bibliotecas. Ensayo, filosofía y, antes que nada, Poe y Phillip K. Dick, y por supuesto Kafka. El ciclón Maslíah. Un camión que no para. También es actor. El año último en Montevideo actuó en una obra escrita por él, Tres idiotas en busca de una imbécil.
-Sí, me encanta actuar. Actué en una película de un director uruguayo, ahora. Ahí hago de un tarado.
Su leyenda es más bien escueta, pero dicen que Les Luthiers lo invitaron a comer a uno de los mejores restaurantes de Montevideo y después de husmear un poco el menú (con los bigotes en primer plano, claro) Maslíah pidió dos panchos.
-Es que no había quedado claro quién pagaba la cuenta.
Es columnista del suplemento Vía Libre de La Nacion y escribió allí una columna sobre la ilusión de alguien que iba a ver el espectáculo Disney sobre hielo. El espectador tenía la esperanza de ver, literalmente, al mismísimo Walt Disney patinando, y quedaba fascinado por lo rozagante que se veía al congeladísimo creador disfrazado de Blancanieves y los siete enanitos.
-Sí, tengo muchas obsesiones idiomáticas. En realidad creo que casi todo lo que escribo es sobre eso. Más allá de aparentar que estoy hablando sobre algún tema, en realidad no estoy hablando de ese tema, sino de las palabras que se usan para referirse a tal o cual tema. Lo de Disney es un juego de palabras que en realidad consiste en tomar literalmente lo que se dice. Yo nunca pude superar este tipo de sentimiento, esta sensación de ser estafado por medio de las palabras. Mucha gente pierde la memoria de lo que pasaba con el idioma cuando eras chico, pero yo nunca pude terminar de superar algunas cosas de esas que tienen mucho que ver con las palabras. Si yo cuando era chico iba a ver una película que se llamaba Aguilas de acero, y eran aviones, yo me sentía estafado. Después te vas acostumbrando a la metáfora. El tipo civilizado no espera que le entreguen lo que le dijeron, sino que tiene que conformarse con algún vago parentesco, entendés. Nunca me terminé de conformar con eso. Me acuerdo de una película que vi que me afectó mucho. Fui a ver una película con Gregory Peck que se llamaba Cielo amarillo. Cielo amarillo, viste. Estaba bárbaro, genial. Pero no, no había ningún cielo amarillo. Aparte era en blanco y negro la película. Nunca me pude reponer de esa frustración, entendés.
No esperen en este universo protección y ternura. Es el llanto de un nene loco en medio de la noche, el nene que nadie quiere socorrer. Entonces es mejor reírse. En sus libros hay cuentos en los que una cosmetóloga y un delegado de peluquería colocan a modo de ofrenda sobre el cuerpo de una difunta un grupo electrógeno y un bidón de veinte litros de nafta, o le prenden en la mejilla pálida un prendedor de tórax de escarabajo. Cuentos en los que un hombre le pregunta a una mujer si está rapada porque tiene piojos. "No. Tengo SIDA" dice ella. Maslíah. El último hombre feroz.
-Hace poco, en un recital canté tres temas, y como sentí mucha frialdad de parte del público, les dije que tenía muchas cosas preparadas, pero que no tenía ganas de hacerlas. Les pedí que se fueran y que reclamaran que les devolvieran la entrada. Después se me ocurrió adoptar siempre esa modalidad. Cuando uno va a ver un espectáculo, si le parece muy malo se va antes de que termine. Los que están en el escenario pueden hacer lo mismo. Juzgar al público igual que el público los juzga a ellos. Por qué no. No tengo ganas de cantar para ustedes. Chau. Au revoir. Alguna vez, si la hay, vengan mejor preparados.
-¿La gente se fue?
-Sip.
-¿Te parece que entienden ese tipo de actitudes, o se enojan?
-Ninguna de las dos cosas. Se conforman con un principio explicativo del tipo: es un excéntrico, ¿qué querés? Si existiera, él sería el número fuerte de un circo lisérgico de malabaristas de palabras. Mezcladores de frases. Expertos en párrafos. Ingenieros en rimas. Maslíah sería el más grande. El Gran Maslíah. Capaz de tirarse desde el trapecio de un endecasílabo clásico y aterrizar en un reseco páramo minimalista. Podría pasearnos a todos por un mundo terso, rozagante, saludable. Después, para despedirnos, nos cantaría una canción inocente como un corazón de azúcar.
Pero debajo las raíces olerían mal. Y el consuelo no llegaría nunca.