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“Si no se opera, llegará a los 30 años en muy malas condiciones de salud”, sentenció esa tarde un médico especializado en columna. Desde los ocho años tenía registro de fuertes dolores en su espalda. Y en ese momento, en plena adolescencia, la escoliosis había llegado a un estado avanzado. Por eso los especialistas recomendaron que pasara por el quirófano. “La decisión fue familiar. Tenía 18 años y les pedí a mis padres que se respetara mi voluntad de no operarme. Pero esa fue mi experiencia y cada caso es particular. Además, la medicina de hoy no es la de antes”, reflexiona María Alejandra Oliva (45).
“Me cuidaban como a un cristal”
Criada en una familia de clase media, con una buena educación y padres dedicados al trabajo, como la más pequeña de tres hermanos y con bastante diferencia de edad, sintió que a ella le habían dado todo. También le permitieron elegir, dar valor a sus opiniones y hacerse respetar ya que desde temprana edad mostró que su chip para transitar la vida era diferente al del resto de los niños.
“Sin embargo, siempre estaban preocupados porque me dolía la espalda debido a mi problema de la escoliosis. Entonces, a pesar de que tuve una infancia muy feliz y libre, tengo también recuerdos de crecer con dolor. Además, siempre tenía que ir a rehabilitación. Eso hacia que fuera diferente. En mi casa me cuidaban como a un cristal”.
En su Mendoza natal, desde muy chica ya había aprendido a manejar. Tenía auto y moto de montaña. Los sábados eran para disfrutar con amigas, viajar hasta el río y pasar el día en su lugar preferido: un arroyo cristalino para dejarse llevar por el sonido del agua pegando en las rocas que le resultaba sumamente reparador, el olor a la jarilla -una planta que crece en el suelo montañoso de la Cordillera de los Andes- y si se hacía de noche, “siempre se daba la oportunidad de un fuego con ese cielo que hasta el día de hoy recuerdo repleto de estrellas. Fui muy afortunada de haber podido crecer en contacto con la naturaleza”.
“Extrañaba mi montaña”
A sus 25 años, Oliva decidió dejar Mendoza para instalarse en Buenos Aires por cuestiones laborales. No fue un cambio fácil. Durante los primeros meses, se desestabilizó emocionalmente. “Sufrí mucho. No comprendía qué hacía la gente los fines de semana. Extrañaba desesperadamente mi montaña y mi forma de vida en Mendoza”.
Era tal el malestar que Oliva sentía que las noches se volvían eternas. Sin poder dormir, buscaba la forma de superar esa sensación de no encajar en aquel lugar. Con los nervios, los dolores de su espalda se intensificaron. Hasta que su madre, reflexóloga de profesión, le sugirió que tomara un turno con un acupunturista a quien conocía hacía tiempo.
“Acepté la recomendación. Tomé un turno y en pocas sesiones de acupuntura, el tema se solucionó. No solo era maestro de medicina tradicional china. También me invitó a tomar una clase de artes marciales. Yo jamás había visto un espacio de artes marciales, ni mucho menos presenciado una clase de alguien como él”. Desde es día, Oliva asistió a todas sus clases y se entregó a una nueva forma de vida.
“Mi maestro, Lin Ching Sung, me hacía recapacitar. Él decía que una gran ciudad te nutre. Hoy lo veo claramente, pero en ese momento me enojaba. Depende de uno mismo capitalizar lo que no le gusta. Y en ese sentido yo siento que Buenos Aires me mejoró como ser humano. El sufrimiento nos fortalece, depende cómo uno quiera pararse ante aquello que lo incomoda”.
“Dejé de quejarme de lo que no tenía y acepté mi presente”
De la mano de Sung, primero probó con el Tai Chi y luego le sumó a su rutina el Kung Fu. Casi sin darse cuenta, comenzó a dedicarle cada vez más tiempo a las artes marciales. Aquello que había comenzado como un pasatiempo, no sólo la sacó de una posible depresión, sino que se terminó convirtiendo en una vocación y en su nuevo propósito de vida. Después de mucho tiempo y dedicación, sus músculos dorsales empezaron a fortalecerse, sus tendones a tonificarse. Su columna se volvió más flexible y dejó de sentir el dolor de la escoliosis.
La dedicación que le dio a su cuerpo, mente y espíritu la transformó por completo. “El entrenamiento me ordenó, me fortaleció y dejé de quejarme por lo que no tenía. Mi presente se había modificado y debía aceptarlo, En lo corporal la sensación increíble de sentirme fuerte fue reveladora. Y, a la vez, me permitió entender que el camino es de adentro hacia afuera”.
Un examen, una lección de vida
De los años de esfuerzo y ganas de superarse, recuerda con especial cariño el día en que rindió un examen de cinturón punta negra. Se trataba de una prueba en la que debía permanecer sentada en una silla imaginaria, durante cinco minutos, con cinco vasos de agua en diferentes partes del cuerpo, intentando que no se cayeran. “Era un paso antes del cinturón negro tan buscado. Mi maestro decía que cuando uno rendía ese cinturón recién comenzaba realmente la práctica. Aparte de realizar varias formas a toda velocidad y concentración y sentir por dentro los músculos que queman, había que hacer también la prueba mortal”.
Oliva se refiere a colocarse en posición de mapu -semisentado con un vaso de agua en la cima de la cabeza, otros dos en cada mano con los brazos extendidos, y dos en las rodillas- durante seis minutos sin moverse, por supuesto. “Para mi era el doble de complicado por que me dolía mi espalda. Cuando me ponía a practicar y se lo decía a mi maestro él me respondía: usted debe practicar el doble para llegar. Fue inolvidable ese examen. Fui la única que lo logró y era la única mujer. Lo sentí como un logro personal: me enseñó a cultivar la energía interna, la seguridad, y a perseguir los objetivos por mas difíciles que sean”.
Pronto María Alejandra se convirtió en una reconocida deportista: ganó múltiples campeonatos mundiales y recibió el premio Jorge Newbery a la “Mejor Artista Marcial de Argentina” en tres oportunidades. Los desafíos que se le presentaban en lo deportivo la ayudaron a mantenerse en foco y superar situaciones adversas en otros ámbitos de la vida.
El disfrute, un arte que se practica a diario
Con aquel aprendizaje y la situación de aislamiento en pandemia, pudo capitalizar lo vivido y aprovechó el tiempo para escribir sobre vivencias que la habían marcado y que quería, de alguna manera, dejar por escrito para poder compartir. Regresó a su querida Mendoza, su lugar de nacimiento y tocó tierra justo unos minutos antes de que cerraran la provincia. Cada día se sentaba a escribir y conectaba su mente con su corazón. Así nació su libro, “El Arte del Disfrute. Una filosofía de vida”.
En él comparte las técnicas de gimnasia milenaria -método Taikang, un nombre que le regaló su maestro un tiempo antes de que falleciera-. “Nos hace bajar el bullicio de la mente a través de la respiración con suaves movimientos. Movemos nuestras articulaciones, fortalecemos la columna; luego se practican formas de taichí , secuencias de kung fu. Y se suma un trabajo de fuerza, importante para tener los músculos tonificados. En cuanto a la práctica, esta gimnasia milenaria permite trabajar la paciencia, la concentración y los dos hemisferio cerebrales. Lo mas importante en el proceso del tiempo es envejecer fantásticos. Si una persona no toma la decisión de cuidarse cuando es joven la respuesta es clara cuando pasa el tiempo”.
La partida de su querido maestro la invitó a reflexionar nuevamente sobre sus acciones. “Durante mucho tiempo viví en un extremo: con los viajes y los estudios en otros continentes, el ritmo se vida se había acelerado. Aprendí y sigo ejercitando el camino del medio, pero sin ir a los extremos. Quiero disfrutar de la vida del presente, de sentirme sana, poder aportar en lo que pueda a las personas y compartir herramientas para salir adelante. El arte es construir la vida de manera saludable. La clave está en lograr el equilibrio, disfrutar y que nuestro mundo no esté centrado en las exigencias propias o externas”.
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