En Adentro tampoco hay luz, primera novela de Leila Sucari, ganadora del Fondo Nacional de las Artes, la vida en el campo, con su atmósfera afiebrada, y el contorno del mundo adulto se despliegan y redefinen en la mirada lúcida de una niña.
Sabemos que esta es la primera novela de Leila Sucari, sabemos que ganó el primer premio en su categoría en el Fondo Nacional de Las Artes y que trae en su haber muchos elogios. De lo que no tenemos dimensión, hasta que no pasamos sus primeras páginas, es de la fuerza que brota de las entrañas de este libro. Hay algo que embiste y que se mantiene con la respiración constante de un monstruo que descansa. Adentro tampoco hay luz es una novela que arde y conmueve en igual medida, una explosión sensorial que conecta con el mundo tal cual lo veíamos hacia el final de la infancia.
Una nena en las puertas de la adolescencia aparece –casi es “depositada”– en la casa de su abuela en el campo. No sabe cuánto estará en ese lugar, con esa mujer de carnes flojas y lengua amarga. Allí pasará una larga temporada, que es medida por las frutas de estación: moras, pomelos, frutillas. Allí verá a la vieja limpiar con obsesión el piso de la cocina o carnear pollos con naturalidad, mientras putea por el destino que tomaron sus hijas. Allí verá a su prima pasear su sexualidad sin culpa. Allí, en el verano, llegará su primera menstruación y la madre será ausencia y presencia.
Se dice que la de Sucari es una voz madura, sólida pese a ser una ópera prima. Es así todo el tiempo. La autora le ofrece la voz a la niña, pero es ella, la adulta, la que sabe para dónde ir y para dónde no avanzar, cuándo mostrar, cuándo dejar ahí, apenas velado: “Como no sé qué hacer, miro dormir a mi prima. Tiene la boca entreabierta y respira despacio. De sus ojos cerrados se escapan las patas de la araña que vive dentro de su cabeza”. La protagonista también tiene sus arañas en la cabeza –¿quién no?– y aquí, en la novela, podemos ver su vida a través del trazo de su tejido.
Hay cierta atmósfera afiebrada, de sensación en carne viva, que recuerda la película La ciénaga, de Lucrecia Martel. Cierta percepción que también hace pensar en los veranos de Elvira Orphée o en el caleidoscopio perceptivo de Clarice Lispector. Una fascinación por detalles que a veces iluminan y a veces raspan, pero que en todo momento ponen de relieve el mundo que habitamos, se ve, se huele, se roza. Como si el universo, lento y con sus pliegues, revelara su cara monstruosa solo para ella. También, su cara más mágica. El resto de quienes la rodean van ahí, pasando los días. Ella no. Todavía pertenece a ese lado del espejo en el que se cuestiona y se desea. ¿Y qué se desea en ese puente de la infancia a la adultez?
Hay grandes temas: la relación con la madre, la mirada hacia el mundo de los adultos, la sexualidad, la moral. Hay un muro invisible y helado entre ella y los adultos. Un muro que de a poco se derrite aunque nunca termine de verse el momento del quiebre. También hay humor. Y con el avance de las páginas crece el erotismo torpe de la adolescencia. Ser niño cuesta. Crecer cuesta. La infancia es un territorio extremo, solitario y enrarecido:
“Te odio, digo en voz baja. Me siento en la puerta del baño y espero. Mi garganta se transforma en un nido de hormigas rojas. Me rasco el cuello hasta llorar”.
La niñez urbana puesta en el campo, en el interior, en ese espacio a la intemperie alejado de la ciudad, dialoga en ese aspecto, quizá, con El amor nos destrozará, de Diego Erlan, también editado por Tusquets. Luego la trama se dispara para lugares diferentes, pero hay puntos compartidos. Crecer y alejarse de la familia, ver que algo pasa, no saber qué, tener la certeza de que no es bueno, y anhelar ese calor de nido que nunca existió, tratar de hilar esos gestos, esos comentarios del mundo de los grandes que se niega y a la vez se pone ahí, sobre la mesa, como un animal muerto. Adentro tampoco hay luz habla de crecer, de esos años que de a poco se diluyen y olvidamos, de esos cuerpos que de a poco mutan, de ser mujer en un territorio donde lo sensual se prohíbe, donde quienes la rodean también están solas y olvidaron o nunca supieron lo que es cuidar. Un universo de mujeres, de matriarcado disfuncional, donde los hombres son fantasmas, promesas incumplidas, una nebulosa (“como no me acuerdo de ningún padre nuestro, recé diez madres nuestras”). En algunas entrevistas, Sucari contó que la voz de esta niña se le apareció en 2014. Ella la alojó, la siguió y, en poco más de un año, creció, tomó cuerpo, se hizo palabra y se transformó en esta novela.
LIBRO RECOMENDADO DEL MES
Por Noelia Rivero
El volcán
VARIOS AUTORES
:E(M)R; Y MUSARAÑA ED.
Un presente de la historieta latinoamericana es la frase que secunda el título del libro compilado y editado por José Sainz y Alejandro Bidegaray, quien está al frente de Musaraña, librería especializada en cómics y experimentación gráfica.
La suerte del dibujo en Latinoamérica es celebrada con la poderosa ilustración de tapa de Javier Velasco: además de la montaña activa y enrojecida que impone, un sinfín de pequeñas escenas –con variedad de violencias, fugas y revueltas– anticipa la complejidad y riqueza de la región que asume esta antología de 42 autores.
Con más contrastes que similitudes, desde historietas que relatan enfrentamientos de Sendero Luminoso, cotidianidades pre y posrevolución en Cuba, hasta un homenaje a Edmundo Rivero con la firma del rosarino Max Cachimba o un viaje en taxi un tanto border de la ecuatoriana Powerpaola, en sus más de 200 páginas conviven situaciones sci-fi, oníricas, trasheras, hiperrealistas, con originales dosis de erotismo o donde solo cabe la contemplación, como en un haiku.
El volcán, que apenas impreso fue invitado al Festival de Cómics de Helsinki de este año, despierta con una certeza: allí donde no queden palabras, aparecerá el dibujo, con su narración simultánea y recargada, para provocar una lectura sumamente expansiva y diversa.
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