Leila Guerriero. “Quería una vida de experiencias fuertes y la tengo”
De chica quería ser escritora y se la pasaba inventando cuentos que en su casa celebraban muchísimo. El periodismo no aparecía como opción, ni siquiera como fantasía. De alguna manera, Leila Guerriero se topó con el oficio periodístico sin buscarlo ("empecé a ser periodista cuando empecé a ser periodista", decreta) y pronto llegó a convertirse en cronista y columnista de referencia, maestra de una nueva camada que la toma de modelo y absorbe la particularidad de su mirada. Su firma dejó huella en Rolling Stone, Gatopardo o Vanity Fair, entre otros. En 2010, su crónica "El rastro en los huesos", que relata el trabajo del Equipo de Antropología Forense, ganó la novena edición del premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberomaericano y en 2019 se llevó el XIV Premio de Periodismo Manuel Vázquez Montalbán.
Por más de cinco años, además, fue la única columnista latinoamericana en la última página del diario El País, con textos que abordaban la coyuntura sociopolítica de la región y cuestiones vinculadas a la "experiencia de estar vivo". Este conjunto de columnas sobre viajes y ciudades, familia y relaciones amorosas, lectura y escritura fue la materia prima de su nuevo libro, Teoría de la gravedad (Libros del Asteroide), que ya se encuentra en librerías argentinas.
–¿Qué reúne Teoría de la gravedad? ¿Son ficciones o crónicas?
–Son crónicas en el sentido de que son textos de no ficción, salvo la serie de las instrucciones, que son piezas de ficción escritas a partir de diversas situaciones reales. Cada una de esas piezas es una condensación y tiene mucho de imaginación en torno a una o varias situaciones que conocí de primera mano, o de segunda o de tercera, y que empezaron siendo ideas acerca de cómo contar la devastación, el final de algunas cosas, el duelo, y terminaron girando en torno a desastres en las parejas. Pero todo lo demás son columnas hechas a partir de cuestiones reales. Es una antología de varias columnas de los varios años en que escribí en la última página del diario El País de España. En esas columnas había dos vetas: una en la que hablaba de cuestiones coyunturales vinculadas con América Latina y la otra que trataba de explorar cuestiones relativas a la experiencia de ¿estar vivo? Teoría de la gravedad reúne las de esta veta, una suerte de paisaje emocional.
–¿Fuiste tu propia editora? ¿Y el libro se puede leer como una autobiografía?
–Fui mi propia editora, porque la selección era algo equivalente a escribir el libro. En este caso, la edición era la escritura. No quería que el libro tuviera una estructura cronológica, me parecía burdo, así que hice una selección de las columnas con una criba y un descarte para definir zonas temáticas y climáticas del libro como la escritura, la ciudad natal, los padres, la madre, la mujer, las relaciones afectivas, la pérdida y, otra vez, la escritura. Respecto de si se puede leer como autobiografía, tengo la sensación de que el que termine de leer el libro y piense que sabe algo de mí se equivoca. Veo los textos como chispazos, como algo que se prende y se apaga. Hay un grado de exposición muy medido, nunca voy un paso más allá de lo que quiero decir. Eso no significa que mienta, pero tengo en claro lo que quiero contar y lo que no. Nunca cuento una anécdota por la anécdota misma, sino que está puesta al servicio de algo más grande.
–Sos maestra de periodistas y escritores en talleres y cursos. ¿Quiénes fueron tus maestros?
–Nunca tomé una clase ni hice un curso de periodismo, así que la verdad soy una maestra un poco silvestre. Me inventé un método un poco a la fuerza cuando a alguien se le ocurrió que podía dar un taller, empecé a desarrollar unas ideas, a leer mucho por supuesto, a estructurar eso que uno aprende. La palabra maestro no sé si me gusta mucho, pero sé que tuve guías, específicamente editores. Elvio Gandolfo, Homero Alsina Thevenet, mis editores en LA NACION, en Página/30, Eduardo Blaustein y Rodrigo Fresán. Para mí fue muy importante la redacción, la redacción fue mi maestra, me formé en redacciones. Las devoluciones que hacían estas personas de los textos, a lo mejor eran solo tres cosas, se te quedaban grabadas para siempre. La mirada, la severidad y a veces el cariño con que decían eso te enseñaban no solo a mejorar un texto sino también a expandir el mundo en términos de abrirte la investigación. Blaustein y Fresán hacían mucho eso, te daban herramientas para mirar el mundo no solo desde el ojo de la cerradura. Fueron guías también en términos de permitirme hacer algunas locuras, casi el 80% de lo que quería hacer. Miro los sumarios que proponía en aquellos tiempos y pienso que podría volver a tocar esos temas con el mismo entusiasmo.
–Hay versos de poemas en casi todas las columnas. ¿Recomendarías a periodistas y escritores que leyeran más poesía?
–No le diría a nadie lo que debería hacer, pero sé que no podría estar sin leer poesía. Siempre leí mucha poesía, fue algo que me marcó enormemente desde que leía a Gustavo Adolfo Bécquer como loca cuando era chiquita. Para mí Federico García Lorca, Miguel Hernández, Antonio Machado fueron la música de fondo de la adolescencia. Al final de esos años tuve una epifanía con La tierra yerma de T. S. Eliot. La poesía siempre estuvo ahí. Es muy bueno leer poesía si uno escribe. Veo en la poesía una capacidad de condensación con una economía de recursos tremenda, una levedad de la inteligencia, algo muy punzante y preciso para atrapar cosas muy complejas de expresar con palabras. Y me interesa mucho la dimensión auditiva del texto, además de la visual. Me interesa mucho la métrica de las palabras. Tengo mucho oído y me molestan las rimas internas que no están buscadas, las repeticiones de palabras; puedo pasar mucho rato cambiando la métrica de una frase que no me gusta, que no cae acentuada donde necesito que caiga, que no llega con todo el peso y la severidad que yo necesito que llegue. La poesía educa mucho el oído. Hay prosas que las podés solfear y yo quiero que eso pase. Por otra parte, la poesía es algo sumamente inspirador. Cuando siento que estoy en una zona mesetaria de la escritura, empiezo a leer poesía porque sé que eso levanta y aviva enseguida.
–¿Por qué definís la escritura como una "patria tirana"?
–No me gusta mucho la palabra patria, pero creo que la escritura es mi único lugar de pertenencia. Si no escribo, me siento mal, físicamente incluso; pierdo la concentración, cierta vitalidad, y a su vez para estar escribiendo tenés que estar sentado en un lugar, solo y mudo y callado. Yo escribo hasta cuando no escribo. Cuando salgo a hacer las compras, estoy pensando a ver si algo de lo que miro puede ir a una columna.
–¿Querías ser escritora o periodista? ¿Y aquello que querías ser se parece a lo que sos hoy?
–-Quería ser escritora desde que empecé a escribir. Y había mucho apoyo en mi casa para eso. ¿Qué hacía yo? Escribía cuentos. Cuando no vivís en una familia de escritores, eso es lo que se te ocurre hacer. El periodismo no aparecía como opción, empecé a ser periodista cuando empecé a ser periodista y entendí que eso era lo que siempre había tenido que ser. Me acordaba el otro día de una historieta que leía mi abuela, se llamaba Helena y aparecía en la revista Intervalo, y a mí me encantaba, me parecía increíble la vida de esa mujer, pero incluso así nunca se me pasó por la cabeza que podía ser periodista. Lo que tenía claro era que quería vivir de escribir y aquello que pensaba no solo se parece ahora, sino que además es mejor de lo que imaginaba. Quería tener una vida de viajes, llena de experiencias, de experiencias fuertes y no necesariamente marginales, de experiencia emocional y la he tenido y la tengo.
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