Leila Guerriero: la voz invencible de la abuela
La gran cronista vuelve a las tardes mágicas de su infancia a través de un libro alemán de historias truculentas que, sin embargo, no la atemorizaban
Any Nowotny, la abuela de Leila Guerriero, era una mujer alta y hermosa. Rubia, de ojos celestes, todo en ella era impecable. Sin embargo, había en su figura una nota anómala que era la marca de su espíritu independiente: usaba, siempre, zapatos abotinados de hombre. Le resultaban cómodos. De chica, cuando jugaba en la “pieza de los cachivaches”, el ruido inconfundible de esos zapatos subiendo por la escalera llenaba de alegría a la futura periodista: su abuela era el sol alrededor del cual giraban las tardes de su infancia.
A las cinco, Leila salía de la Escuela N°2 de Junín y caminaba hasta la calle 25 de Mayo. El barrio donde estaba la casa de Any –y también la vieja fábrica de cerveza de la familia– era su zona de juegos. Allí callejeaba con sus amigas Patricia y María Elisa hasta que el día declinaba o hasta que Any le ponía sobre la mesa pan fresco de La Europea con manteca y azúcar, junto a un vaso de Nesquik. “Era una casa señorial, con galería, pisos de pinotea y mármol, techos altos, muebles de estilo y un espejo gigante enmarcado en madera –dice Leila–. Ahí las cosas más sencillas se volvían mágicas.” En una mesa de comedor para 14 personas donde a veces Any amasaba las pastas, abuela y nieta celebraban, todas las tardes, la ceremonia de la lectura. “Me sentaba en su falda. Mientras ella leía, yo tocaba su delantal. Me gustaba la textura suave de la tela de algodón.” En medio de aquella dulzura, acompañada en invierno por el ruido de las chispas que brotaban del hogar, Leila escuchaba historias terribles que salían de un libro escrito en 1845, con un chico de pelo afro rubio y dedos muy largos en la tapa: un joven manos de tijera en versión medieval.
El Der Struwwelpeter (Pedro Melenas), del Dr. Heinrich Hoffmann, que Any había leído a sus hijos y ahora traducía del alemán para su nieta, era un grupo de cuentos aleccionadores: la niña que juega con fósforos y acaba reducida a cenizas; el niño que no quiere comer y muere de tan flaco; el que se niega a cortarse el pelo y las uñas hasta que un gigante le corta los dedos, y así. Any y su nieta se abandonaban a la música de esos edificantes relatos como si se trataran de fábulas de Disney. “Amaba el fraseo de mi abuela. Hablaba con la neutralidad de una traductora simultánea y despojaba de dramatismo a estas historias truculentas. El libro era muy bestial, pero no me producía ese efecto cuando ella me lo leía.”
Esas tardes de lectura, que se prolongaron durante años, activaron en Leila un dispositivo esencial: la fantasía. “Siempre tuve sed de historias. De chica miraba por la ventanilla del auto y me las inventaba a partir de lo que veía. La única forma de contemplación que concibo es estar fantaseando con algo.” Leila heredó de su abuela, además, la austeridad en la expresión de las emociones. Any, por ejemplo, nunca le dijo a su nieta que la quería. Sin embargo, en uno de los diez cuadernos que conforman sus diarios escritos en alemán, Leila encontró una frase reveladora que se corresponde con sus 17 años, cuando dejó Junín para venir a Buenos Aires: “Chau, mi tesoro. Te arrancan de mí”.
–Jamás me había hecho sentir algo así. Se manejaba como si el sentimiento excesivo pudiera dañar al otro o coartarle la libertad.
Cuando Any murió, hace unos 10 años, Leila fue con su padre a desocupar la vieja casona. La limpiaron a conciencia y ordenaron lo que había. No resultó una tarea triste. Ella se quedó con unas fotos, un prendedor y el costurero. Lo que buscaba apareció al segundo día, en el fondo de un cajón. Le faltaban algunas páginas, pero ahí estaba, con su tapa inconfundible: era el mismo Der Struwwelpeter de las tardes de su infancia en ese comedor donde, sobre el crepitar de la leña, sonaba invencible la voz de su abuela.