Lectura sobre ruedas
Hombres y mujeres, pasajeros de todas las edades y clases sociales, se encontraban allí, en esos vehículos públicos que compartí, concentrados en sus libros
A pesar de las cifras espeluznantes que ilustran el descenso en la lectura que ha sufrido el libro en los últimos tiempos, me propuse la siguiente experiencia: observar en los medios de transporte (subtes y micros) a la gente que acompaña con un libro abierto esos viajes por la ciudad.
Hice una lista a lo largo de quince días. Un señor sesentón leía El hombre equivocado, de John Katzenbach. Una mujer joven estaba concentrada en 1984, de George Orwell. Otra mujer, con aspecto de docente (vaya uno a saber si era así) leía las Reflexiones filosóficas de Jaime Barylko. Un chico, treintañero, estaba absorto en la lectura de Los siete locos, de Roberto Arlt. Una muchacha con piercing en la nariz seguía las palabras de Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Un hombre maduro no levantaba la vista de La fórmula, el libro de Steve Shagan. Otro, cuarentón, estaba atrapado por El museo de la inocencia de Orhan Pamuk. Una mujer, asimismo cuarentona, devoraba El cielo es el límite, de Wayne E. Dyer. Y no faltaban los best sellers de famosos autores como El río sagrado, de Wilbur Smith (leído por una chica muy jovencita) o Caballo de fuego, de Florencia Bonelli ( que una muchacha de menos de treinta años no largaba de sus manos), para terminar esta enumeración con un muchacho casi adolescente, entregado a la lectura de Entrevista con el vampiro de Anne Rice.
Hubo algunos pasajeros cuyos libros me quedaron vedados, porque ocultaban las tapas con sus dedos o porque llevaban los volúmenes cerrados, bajo el brazo.
Pero, en lo que vi, había de todo un poco, como en botica. Autores extranjeros y argentinos. Clásicos , prestigiosos o comerciales. Una lista sumamente incompleta la mía, azarosa, y –como diría Borges acerca de los listados– donde "lo que primero se nota son las omisiones", pero donde reinaba la sorpresa. Porque en un tren subterráneo o en un ómnibus es mucho más fácil encontrar gente hojeando un diario, pendiente de su celular, sus audífonos y de sus urgencias o con la mirada vacía, que leyendo un libro.
Noemí Ulla, Doctora en Letras y Miembro de la Academia, en su texto La lectura nos dice: "Como escritora, como docente universitaria o como investigadora del Conicet, he tratado siempre y trato de trasladar a los jóvenes la pasión por la lectura que nos renueva, nos informa y nos transforma […] A los escritores cuya lectura me ha enseñado de la manera más grata a escribir y pensar, vaya mi conmovido agradecimiento".
Las personas que estaban leyendo en los medios de transporte se veían atrapadas por lo que esa lectura les aportaba.
No importa si era literatura seria o un entretenimiento hecho en base a palabras.
En la publicación literaria de Rosario llamada El Centón hay un interesante artículo de Graciela Aletta de Sylvas titulado La aventura de leer. Muy acertado este título para lo que la lectura demuestra ser hasta en un medio de transporte, donde las distracciones son tantas, el tiempo a veces corto (en los subtes sobre todo) y los ruidos circundantes , por momentos, ensordecedores.
La aventura es tal que hasta puede eludir esos obstáculos y alejarse de esa idea idílica de un lugar silencioso, todo paz y serenidad, donde uno puede enfocarse plácidamente en la palabra escrita del libro cuyo contenido lo está acaparando, haciéndolo peregrinar por otros mundos.
Hombres y mujeres, pasajeros de todas las edades y distintas clases sociales, se encontraban allí, en esos vehículos públicos que yo compartí, concentrados en su lectura.
Era tan gratificante verlos, en este mundo donde la palabra impresa está tan devaluada…
Un agradable descubrimiento sobre ruedas.