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“Darse maña” es, según el diccionario de la Real Academia, “ingeniarse, disponer los negocios con habilidad y destreza”. Y “me doy maña” es una expresión que encaja a la perfección con Fernando Romero, que tiene 33 años y trabaja en relación de dependencia en una empresa de herramientas, pero que con su proyecto Scatola entró en la categoría de emprendedor. E inventor, por qué no.
Fernando dice que está bien. Cómodo, digamos. Tiene un trabajo con responsabilidades, una casa en crecimiento y una pareja con Natalia que en algunos meses se transformará en familia. Con lo que no estaba conforme era con cómo le salía la pizza. Y para alguien que viene de una familia con tradiciones -pastas los domingos, pizza los sábados a la noche- eso no es un detalle ni algo menor. “No es algo nuevo”, dice. “Esta piedra pizzera me la compré hace diez años, cuando todavía vivía con mis viejos, con la idea de que la metía en el horno y salía una pizza como la de cualquier pizzería; pero no”, dice, con esa vieja refractaria en sus manos. Eso jamás sucedió, y Fernando se olvidó de la piedra, se mudó y no se la llevó.
El secreto está en el horno
Pero para un obsesivo como él que algo no salga como quiere puede ser motivo suficiente para tener problemas de sueño. “Todas las noches miraba un video del cocinero Marcos Di Cesare en el que enseñaba a hacer pizza napolitana”, dice. “Todas las noches, una y otra vez, atento a los detalles, para ver qué hacía y después poder replicarlo”, agrega. Conclusión: la receta es más o menos la misma, lo que varía es el horno. Mientras que un horno hogareño alcanza como máximo los 200 grados, un horno pizzero llega a los 400.
En marzo, justo cuando empezaba el aislamiento por la pandemia, se acordó que tenía esa piedra. Y también tenía algunos recortes de chapa que, como se da maña, habían sobrado de cuando terminó de montar la cocina de su casa. Y con ellas armó una caja, le puso la piedra adentro, la apoyó en las hornallas de su anafe... y funcionó.
El éxito de “Darse maña”
Scatola (“caja” en italiano) surgió a fuerza de deseo y maña. Como buen obsesivo, hizo tantos intentos como necesitó hasta dar con el resultado buscado. Probó con dos piedras, después con una, plegó y soldó las chapas para que el horno sea casi hermético hasta que dio con el prototipo correcto. “Perdimos la cuenta de la cantidad de veces que comimos pizza quemada”, se ríe. Y cuando se quiso dar cuenta, ya tenía un nombre, un primer posteo en Instagram y dos hornos para vender. Era julio, el encierro había sido productivo.
Cómo aprender a hacer, y sorprenderse
Fernando creció viendo a sus padres hacer. Y aunque ellos no tenían nada que ver con la construcción, la metalurgia o los oficios manuales, sí estaban acostumbrados a hacer con sus manos: ambos eran médicos. Mamá Silvia se dedicó a la homeopatía, pero cada sábado y domingo se dedicaba a amasar, para las pastas o la pizza; y papá Roberto le ponía sus manos de cirujano (también se daba maña) a terminar su casa, en el barrio de Flores. “Yo aprendí todo de él, desde revocar una pared hasta hacer un techo de madera”, dice. “También aprendí el sacrificio: cuando nos mudamos a esta casa, yo salía de trabajar y cuando llegaba me ponía a instalar todo en el baño y terminaba a la madrugada”. Las cosas adquieren otro valor cuando se hacen con las propias manos.
Lo que pasó después de aquel primer posteo fue más de lo que esperó alguna vez que suceda. Su invento se viralizó y ese mismo día vendió los dos primeros hornos. Lo mismo pasó con otros diez, que fue toda la producción que Fernando hizo con sus propias manos. Y como por su trabajo siempre estuvo en contacto con las legislaciones y registro de productos, llamó al abogado especializado en propiedad industrial: tenía un producto que en la Argentina no existía, y a la gente le gustaba. Puso pausa en las ventas, registró el nombre y el modelo industrial -con sus medidas, materiales, forma y propósito- y lo protegió de las copias.
Pero en la Argentina nadie asegura nada, y las copias e imitaciones no tardaron en aparecer. “Da bronca ver las copias, porque son idénticas, no tienen ninguna mejora; pero por otro lado es bueno saber que hay competencia, porque transforma un hobby en algo serio”, dice. Fernando vio después que hay productos similares en Inglaterra, Brasil y Estados Unidos; y aunque pensó que lo había inventado, se conformó con saber que fue el primero del país, el original.
Las redes sociales hicieron el resto. Una vez que Scatola fue probado por algunos cocineros y panaderos -y hasta por youtubers y políticos- las recomendaciones no se hicieron esperar, como una especie de boca en boca digital.
En apenas seis meses Scatola vendió mil hornos, y siempre lo hizo al mismo precio de $7000 y $8300 con la pala de madera. Fernando ya no pliega ni suelda las chapas, pero sí se dedica a hacer el reparto los fines de semana. A la vez, Scatola se convirtió en una suerte de empresa familiar, en la que Fernando hace girar la rueda empleando a su hermano y a un empleado de depósito, tercerizando la producción a una metalúrgica, comprándole al fabricante de las cajas para los embalajes y al de las piedras, y encargando parte del reparto a un flete.
¿Qué aprendiste?
Lo que yo quiero es darle una solución a la gente con algo que me apasiona, no hacerme millonario con un invento. Me quedo hasta cualquier hora respondiendo consultas por Instagram, y lo hago porque me gusta. Lo más gratificante es recibir los mensajes de la gente, feliz con lo que logran hacer en las cocinas de sus casas.
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