Era un “bicho” de ciudad, hasta que junto a su marido se animó a patear el tablero; en Mar de Cobo descubrió otra forma de vivir y mayores oportunidades.
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Cierta vez, en 2008, Paola llegó junto a su pareja a Mar de Cobo a visitar amigos por unos días. Alquilaron una pequeña casa y, entre la paz y el aire salado, cada día abrían la ventana y observaban el paisaje sereno, permitiendo que algo en su interior comenzara a transformarse. Mientras Paola recorría aquellos médanos y bosques que nunca había visto con anterioridad, las preguntas emergían inevitables: ¿Por qué seguimos viviendo en la ciudad? ¿Por qué no cambiamos de vida y nos mudamos a la costa? Jamás olvidará el día en que regresó de la panadería por el medio del bosque y, un tanto perdida, levantó su cabeza hacia el cielo, observó las hojas, los rayos que asomaban entre los follajes, escuchó el sonido de los pájaros y fue consciente de que estaba sola, extraviada, pero que no tenía miedo. Invadida por la felicidad, de pronto una oleada de coraje y necesidad de aires nuevos se apoderó de ella.
“Venía de una vida intensa en capital, de un arduo trabajo con horarios extraños, horarios de cierre hasta tarde, siempre acelerada, lo que hacía que la maternidad se fuera dilatando porque lo veía incompatible”, cuenta Paola Zecchillo, quien trabajaba en el mundo editorial, coordinando un importante grupo de revistas.
“El deseo era compartido y empezamos a investigar la zona para buscar terreno, incluso otros puntos de la costa hasta llegar a Mar del Plata, que descartamos por ser muy ciudad. Yo estaba encantada con los acantilados y, finalmente, tras pedir un crédito encontramos nuestra tierra y empezamos a construir allí, en el pueblo donde habíamos descubierto la necesidad de reinventarnos”.
Tal vez fue por casualidad, aunque algunos le llaman destino, que el terreno que adquirieron se hallaba justo enfrente a la casita que habían alquilado cuando se produjo el “clic” hacia la transformación. Su propio hogar se elevaría allí, en esa porción del mundo que ellos solían observar al abrir la ventana cada mañana.
De la ciudad al pueblo: “Quedándonos en capital no íbamos a poder crecer y avanzar en un montón de cosas”
Para la familia y los amigos la decisión sonaba a locura. ¿Acaso no se iban al medio de la nada? Mar del Plata está ahí nomás, respondía Paola, pero para ellos, que habían nacido, crecido, estudiado y trabajado en la ciudad, irse a Mar de Cobo se asemejaba a vivir en medio del campo, donde las oportunidades se alejaban.
Paola, a su vez, siempre había sido lo que su marido suele decir a modo de broma “un bicho de ciudad, que nunca había pisado el pasto hasta los 30″, pero ahora había aprendido a ver las cosas de otro modo. Irse, para ella, significaba dejar entrar otro tipo de oportunidades: “Quedándonos en capital no íbamos a poder crecer y avanzar en un montón de cosas. Era el eterno alquiler en lugares chiquitos, saltando de un lugar a otro, imaginando crecer a nuestro futuro hijo y tener a nuestras mascotas encerrados en un dos ambientes que ni era nuestro”, dice al respecto. “Con el tiempo los seres queridos se fueron dando cuenta de que no era solo una idea loca y cuando llegó el momento de la mudanza llegó la aceptación”.
Para Paola, sin embargo, dar semejante vuelco a su vida significaba una aventura extrema, en especial por el destino, Mar de Cobo, un rincón de la costa ubicado en la ruta 11, km 487, entre Santa Clara del Mar y Mar Chiquita. Lejos de los edificios y la muchedumbre de la capital, allí debía aprender a vivir rodeada de una imponente arboleda impregnada de aves, playas extensas, pescadores, calles semicirculares, noches estrelladas gracias a la poca contaminación lumínica, el aire puro, y la soledad y el silencio invernal. Nada parecido a las postales agitadas de la ciudad.
Pero no todo era inédito, para su volver a empezar contaban con una gran ventaja, allí residía un matrimonio amigo: “Tener una pareja de amigos ya viviendo en Mar de Cobo fue un gran punto decisivo”, asegura Pao.
“Acostumbrarte a una vida de pueblo, donde la sociedad es tan distinta, por momentos más cerrada (aunque en otros aspectos es más abierta) porque sos el porteño que vino a invadir su espacio tranquilo, con otro ritmo, otras costumbres... y claro, te sentís el bicho raro, y con razón, venís de una crianza distinta, otros hábitos, por ello digo que tener amigos ahí fue empezar en un escalón más arriba. Fue incorporarse a la comunidad desde otro lugar. Ya tenías ahí una ayuda, una ayuda enorme. Después con el tiempo, como cuando sos chico, te largás a hacer amigos solito, pero que al principio alguien te lleve de la mano ayuda un montón. El acompañamiento es fundamental”.
La maternidad y el camino laboral en Mar de Cobo: “No sé si en Buenos Aires hubiera sido posible”
Con el cambio llegó la noticia tan anhelada, Paola estaba embarazada y se instalaron en Mar de Cobo en un momento donde optó por sumergirse en la maternidad. El nuevo hábitat era ideal para ver crecer a su hija, aunque percibía que si resurgía su deseo de reinsertarse en el mundo laboral el camino no sería sencillo.
Tras años laborales intensos, aquel período le trajo ciertas dudas, claroscuros. Como artista plástica con años ejerciendo en una editorial capitalina, en la costa Pao descubrió una fuente de inspiración nueva, pero donde parecía haber poco paño para ejercer su profesión. Sin embargo, entendió que su prioridad estaba en su hija, en su anhelo por acompañarla en su crecimiento, en un entorno natural, tranquilo y espacioso.
Entonces, mientras su marido se iba y regresaba de la mano de su profesión de Marino Mercante, decidió volcarse a la repostería, y por varias temporadas amasó deliciosos alfajores artesanales, muffins y galletas que vendía bien, mientras observaba por la ventana como el pueblo entero iba a divertirse al mar: “Lo hice por cuatro años y llegó un momento en el que no lo disfruté más”.
“Mientras tanto salían algunos trabajos de pintura, más que nada de lettering, cartelería pintados en madera, a mano, aquí y en Santa Clara del Mar”, continúa. “Después, cuando mi hija comenzó primer grado, empecé a trabajar para la secretaría de cultura de Mar Chiquita”.
Aquel salto le permitió a Paola transformarse en el referente cultural de la zona y a coordinar talleres de diversas disciplinas artísticas, así como los espectáculos. Gracias a sus nuevas funciones sus pinturas comenzaron a tener más visibilidad: “De a poco, mientras estas ciudades van creciendo, se está armando una movida cultural muy linda donde varios artistas tienen la posibilidad de mostrar su trabajo”.
“No sé si en Buenos Aires hubiera sido posible. Allí son tantos y el acceso a todo es tan difícil que se complica. Acá es todo más pequeño y personalizado y eso me abrió las posibilidades. Para mí fue muy importante el acompañamiento desde la secretaría, me estimuló”.
Pros y contras de vivir en un pueblo frente al mar: “Te acostumbrás a organizarte de otra manera”
El tiempo pasó y aquella mujer de ciudad un día se halló integrada a una comunidad y un estilo de vida que jamás hubiera imaginado años atrás. Aun así, hay cosas que, hasta el día de hoy, Paola observa sin poder abrazarlas del todo. Tal vez, los chismes inevitables que corren en las calles de su comunidad sea uno de los aspectos menos agradables, aunque comprende que no hay malicia y que es típico de los pueblos.
“Pero, por otro lado, en Buenos Aires sos un NN y si te caes por ahí te pasan por al lado como si nada, ni te ayudan ni te preguntan si estás bien y tendemos a naturalizar muchas cosas que no nos gustan, pero no hacemos nada y seguimos. Y acá es todo lo contrario, sin embargo, no deja ser un poco cierto eso de `pueblo chico infierno grande´. Pero no es solo algo de acá, por supuesto”.
“Todo lo demás es positivo. El estilo de vida, la cercanía con los amigos, la escuela, acá no hace falta hacer un gran plan. También es fácil pedir que te cuiden a tus hijos dos minutos o pedir que te dejen en tal lado porque te quedaste sin auto”, continúa. “También te acostumbrás a organizarte de otra manera, mucho por los horarios y las siestas, a diferencia de capital. El clima también te condiciona. Cuando te da una paliza hay que guardarse porque estamos pegados al mar, los vientos son muy fuertes, porque hay coletazos de trombas marinas que suben y vuelan techos. Entonces no queda otra que parar y encerrarse en casa”.
“Después está lo magnífico del verde, aunque lleva mucho mantenimiento a diferencia de la ciudad: el mar te desgasta todo, pero la balanza siempre es muy positiva. Acá tenemos espacio, disfrutamos de la naturaleza, plantamos nuestros árboles y podemos verlos crecer. Al menos que sea por fuerza mayor no vuelvo a vivir en capital ni loca”.
Cambiar y aprender: “Hay otras maneras de vivir”
Más de una década transcurrió desde que Paola miró los fragmentos de cielo entre los árboles y sintió que otro lugar en el mundo la podía hacer feliz. Para una mujer de la ciudad con una carrera prometedora, el camino no fue siempre sencillo, pero sabe que valió la pena y no lo cambiaría por nada.
Y en su travesía hacia una nueva vida, hoy entiende que el deseo compartido junto a su marido, así como el apoyo de amigos incondicionales fue crucial para conquistar el sueño de la transformación.
“No me vine acá a los 10 años, me vine a los 35 y eso no es siempre fácil, pero no hay que tener miedo al cambio”, reflexiona. “Podría haber salido mal, que no nos adaptáramos, entonces lo que quedaba era pegar la vuelta. Pasó todo lo contrario, si bien los primeros años fueron difíciles en el aspecto económico, todo fue muy positivo, se puede vivir fuera de la ciudad, acá se puede encontrar cosas que considero mucho mejores que en Buenos Aires. La calidad de vida de uno, la calidad de vida para tus hijos, vivir en un espacio verde, todo eso es impagable. Ver a las 8 de la mañana flamencos en la laguna de Mar Chiquita al llevarla al jardín, eso es calidad de vida, hasta ese momento yo pensaba que solo había flamencos no sé... ¡en Miami! Nunca fui, pero lo vi en las películas”, dice entre risas.
“Cuidar tu casa, construirla con tus propias manos, soñar tu espacio... Todavía no terminamos nuestra casa, la estamos remando, pero la experiencia es super positiva. Ahora, cuando la familia y los amigos vienen de visita, entienden mejor por qué nos fuimos, que la vida en la ciudad no es lo único que hay. Cuando uno crece en un lugar como Buenos Aires cree que es la única forma, pero hay otras maneras de vivir. Durante toda mi vida me gustó el acelere, el ruido y el olor de Buenos Aires, entiendo a quien lo elige, pero hoy no me gusta, no ya no lo tolero. Hay que animarse a ir por otras cosas cuando uno realmente lo desea. Hay que animarse al cambio”, concluye.
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