
Nuestra cronista se despierta en medio de la noche y tras unas horas de lucidez extrema vuelve a quedarse dormida. Una investigación la lleva a descubrir que, además de descansar, el mundo toma un nuevo sentido cada vez que nos vamos a la cama. ¿Qué hay detrás del insomnio y la ciencia del sueño?

Por Laura Marajofsky / Ilustración de Kiko
Lo primero que se ve al entrar son los rostros de Nix e Hipnos que asoman desde la reproducción de la pintura de Evelyn De Morgan, sobre la recepción. Los cuerpos de la diosa de la noche y de su hijo el sueño viajan de la mano, con los ojos cerrados. Se los ve tan relajados, impasibles, como si nada pudiese despertarlos. La energía que la pintura parece desprender se extiende a la mujer que ahora me alcanza, casi sin hablar y con una parsimonia absoluta, un cuestionario para que llene.
El orden y la calma son preponderantes en esta sala. Y si bien todavía no hay señales de un laboratorio, veo a través de una puerta, en otro consultorio, una pila de almohadas sobre una camilla. Termino de completar el cuestionario –edad, peso, ninguna alergia, ninguna medicación– y me llevan a una habitación. “Parece un hotel”, pienso cuando veo la cama donde voy a pasar la noche. Entonces me atrapa el sueño, estoy exhausta, qué buena idea fue resistirme a la siesta. Minutos después aparece ella, la técnica que me va a conectar y a vigilar esta noche. He cumplido con todo lo que me pidieron: no me puse crema de enjuague ni me pinté las uñas. No sabía para qué tantas precauciones, pero ahora lo entiendo. Mi cabeza, mi tórax, mis piernas y una mano se van llenando de electrodos que la mujer irá adhiriendo cuidadosamente. A través de ellos van a registrar desde mi respiración hasta el ritmo cardíaco. El fin, descifrar mis patrones de sueño.
Alguna vez escuché por ahí que dormir es uno de los actos más íntimos que una persona puede compartir con otra. Incluso más que el sexo, algo que no solo puede sonar raro sino también parecer contra intuitivo. Y, sin embargo, este acto habla de nosotros mucho más de lo que creemos y determina una infinidad de factores en nuestras vidas que ignoramos por completo. “Pasamos un tercio de nuestras vidas dormidos y no tenemos la menor idea de qué produce esto en nuestros cuerpos y mentes. El sueño es uno de los trapitos sucios de la ciencia”, sentencia David K. Randall, autor de uno de los libros más interesantes sobre el tema, Dreamland: Adventures in the Strange Science of Sleep, publicado en 2014.
La idea de dormir conectada, monitoreada por máquinas que me delatan, y hasta observada por una cámara, no tiene nada que ver con la intimidad del sueño. Pienso en lo relativo del estudio, tanto médicos como pacientes tenemos que hacer un considerable esfuerzo para que todo esto se parezca lo más posible a la normalidad. Soy un conejillo de indias que llegó hasta acá porque un día dejó de dormir como todos lo hacen –de corrido– y descubrió una increíble lucidez nocturna que, parece, tiene más que ver con una conducta milenaria que con un trastorno de la salud. Esa es la explicación de por qué estoy en un centro de estudios del sueño, lista para que me hagan mi primera polisomnografía.
CUENTA LAS LUCES
Siempre consideré la noche como el mejor momento del día. Prefería estudiar de madrugada para los exámenes de la escuela secundaria, y hoy, a la hora de trabajar, la caída del sol activa mi creatividad. Sé que no estoy sola y que así como existen personas acostumbradas a acostarse temprano y levantarse a primera hora de la mañana, otros estamos un poco más enamorados de la oscuridad. ¿Alguna vez te levantaste en la madrugada, después de dormir un rato, y te sentiste fresco, descansado y mentalmente activo? Eso es lo que me pasa, tres o cuatro veces por semana. Así fue como comencé a leer sobre el tema y a entender que no era solo una cuestión de gustos aquello de trabajar de noche o la imposibilidad de acostarme temprano. Lo que no esperaba era encontrar una posible explicación para este hábito más o menos recurrente. Antes de cruzarme con las investigaciones de Roger Ekirch pensaba que esta rareza era algo parecido al insomnio y que constituía un problema médico.
Ekirch, un historiador de la Universidad de Virginia, pasó los últimos 16 años investigando sobre el hábito de dormir a través de la historia. Antes de la irrupción de la luz eléctrica, en la sociedad occidental preindustrial era un patrón común dormir en dos partes, o eso que dio en llamar sueño segmentado. Por ese motivo, en algunos libros de la época se mencionan el primer y el segundo sueño. A la etapa de lucidez nocturna, los franceses la llamaban dorveille y los ingleses wakesleep. Con la masificación de la lamparita, la noche –tal y como se la conocía– se transformó para siempre. Y con ella el sueño: como en la pintura de Evelyn De Morgan, ambos están entrelazados.
En la antigüedad, la gente se iba a la cama temprano para, luego de medianoche, emerger restaurados debido a la gran cantidad de prolactina liberada. Podían leer, rezar, escribir, conversar, salir a caminar o tener sexo –una práctica común en las parejas en esa época–, antes de retornar a las sábanas hasta la hora de levantarse. Con la lamparita eléctrica, las horas de vigilia se alargaron hasta entrada la noche y la división en dos bloques se perdió. En uno de sus trabajos más importantes, Day’s Close: Night in Times Past (2005), Ekirch sugiere que pese a la creencia de que nuestros ciclos circadianos deberían despertarnos solo cuando sale el sol, existen numerosos animales e insectos que no duermen en un bloque ininterrumpido. Todavía más controversial, sostiene que si a los humanos nos dejaran cierta libertad, tampoco dormiríamos de este modo.
En búsqueda de información que complemente el trabajo de Ekirch, encontré a Thomas Wehr, un investigador contemporáneo del Instituto Nacional de Salud Mental (Estados Unidos). Este psiquiatra propuso algo para sustentar parte de esta tesis: el sueño segmentado regresa como hábito en tanto suprimimos la luz artificial. Wehr trabajó sobre la fotoperiodicidad, exponiendo a pacientes a solo 10 horas de luz por día durante un mes, en oposición al período extendido de 16 horas al que estamos acostumbrados. ¿Qué sucedía? Los patrones de sueño se modificaban, dando lugar a dos porciones iguales, separadas por un lapso de vigilia de una a tres horas en el medio.
Detrás del trabajo de Erkich y Wehr hay una reflexión más amplia: no solo se trata de cómo terminamos –mal– acostumbrándonos a determinados modelos que presupone la vida moderna, sino que esos modelos pueden no ser ni tan naturales ni tan universales. Por otro lado, no tratar el insomnio de mitad de la noche como una patología, y entender que no todos tenemos que dormir igual, es un golpe duro al abordaje de la medicina –y de la psicología y de la psiquiatría– tradicional. Dicho de otro modo: “Es el choque entre patrones «naturales» y nuestras rígidas estructuras sociales (formatos laborales, industrialización, horas de estudio) lo que hace que el sueño segmentado parezca un desorden y no un beneficio”, señala la ensayista escocesa Karen Emslie.
LAURA DE NOCHE
Mi sueño es un misterio. Si estoy en movimiento, por ejemplo, si viajo en auto, en tren, en subte o en avión, caigo en el pozo más pesado y profundo. Pero conectada a todos estos electrodos, lo que menos logro conseguir es paz. Como mis piernas se mueven bastante por el calor –algo común según la técnica–, voy dejando el acolchado hecho un remolino al pie de la cama y desconecto algunos cables. En esas instancias tengo numerosas interrupciones a lo largo de la noche: con maniobras expeditivas, y sin mayor aviso, la técnica entra al cuarto, prende la luz, acomoda las conexiones y vuelve a salir sin decir una sola palabra. Algo embriagada por el sueño, el calor y la súbita acción, aunque hubiera querido, tampoco habría podido decirle nada.
Lejos de la imagen de paz e inmovilidad que conjura el sueño, mientras descansamos suceden mil y una cosas en nuestra cabeza y cuerpo. No me refiero a comportamientos reconocidos –sonambulismo, sexsomnia, sueño violento–, sino a nuestro ser cotidiano. “El sueño es una función viva y activa, aun cuando la percepción sea de reposo y de disminución de la actividad. Cuando dormimos se ponen en marcha mecanismos de consolidación de la memoria y de ajuste de las conductas que no aparecen cuando estamos despiertos”, explica el doctor Eduardo Borsini, responsable de la Unidad de Sueño del Hospital Británico.
Durante el sueño, el cerebro está muy activo realizando un service nocturno con numerosas funciones restauradoras y adaptativas para el organismo: se recuperan los músculos, disminuyen la fatiga y las tensiones del día, se libera la hormona del crecimiento –en particular en los niños– y se archiva y consolida la memoria. Mientras descansamos, el cerebro selecciona la información útil y desecha lo que sobra.
¿Mal humor? Es uno de los primeros síntomas que los especialistas señalan ante la falta de sueño. “El cortisol y las catecolaminas son sustancias indispensables para mantener nuestras baterías en pleno rendimiento durante el día. Por la noche, su nivel desciende para volver a aumentar a la mañana siguiente. Este descenso nocturno nos permite rebajar la tensión, la ansiedad y el mal humor acumulados durante la jornada. Si nuestro sueño es insuficiente, nos levantaremos tensos e irritables. Si esto persiste varias noches, sufriremos el llamado estrés malo, el peor enemigo del sueño”, dice Mirta Averbuch, jefa de la Unidad de Medicina del Sueño del Instituto de Neurociencias de la Fundacion Favaloro y directora del Centro Somnos de Medicina del Sueño, donde ahora duermo o por lo menos lo intento.
La falta de sueño también está asociada con una propensión a la obesidad, resistencia a la insulina y diabetes tipo II, hipertensión arterial y enfermedades cardiovasculares. Por último, es insoslayable el impacto del descanso en nuestras defensas, permitiéndonos ahorrar energía (almacenamiento de glucosa) y fortaleciéndonos a través del sueño. “Por esta razón, es importante dormir cuando tenemos enfermedades infecciosas, es la manera de estimular el sistema inmunológico”, concluye Averbuch.
TAL VEZ MAÑANA
Pese a esta gran miríada de beneficios, el estudio del sueño es una rama relativamente joven de la ciencia. Y más si tenemos en cuenta que recién en los 50 se descubrió lo que conocemos como sueño REM –Rapid Eye Movement–, y entendimos que podía dividirse en cinco etapas diferenciadas: adormecimiento, sueño liviano, sueño profundo con dos tipos de ondas y REM. Antes de este descubrimiento, nuestras ideas respecto del sueño apenas habían sido revisadas –y actualizadas– en 200 años.
La irrupción de la luz artificial no solo nos llevó a cambiar costumbres en torno al sueño, sino que impactó de manera muy concreta en nuestro organismo, generando algo tan contemporáneo como su nombre: insomnio tecnológico. Parece que el cerebro no estaba preparado para el uso nocturno de pantallas y la estimulación constante. De la TV hasta el celular, no se trata solo de la sobreestimulación mental que puedan generar una buena serie, las redes sociales o la posibilidad de estar online 24/7. Todo eso puede ser administrado. Lo importante es que la luz intensa de los led evitan o interrumpen la liberación de melatonina. Esta sustancia, conocida como la hormona de la oscuridad –sale al torrente sanguíneo cuando comienza a anochecer–, nos ayuda a regular nuestros ciclos de sueño y vigilia. Gracias a unos pequeños agentes alojados en los ojos, la glándula pineal asume que es hora de irse a la cama y ordena la liberación de la melatonina. Por eso, a veces, puede ser hora de dormir pero nuestra cabeza no lo percibe así al recibir una exposición lumínica a la que no está acostumbrada. La oscuridad adormece.
Un estudio de la Fundación Nacional del Sueño de los Estados Unidos asegura que la dependencia de los dispositivos ha impactado en nuestra capacidad para tener una buena noche de descanso. El trabajo presume que el 90% de los estadounidenses utiliza un dispositivo antes de acostarse. Por su parte, otra investigación del Instituto Politécnico Rensselaer estima que la exposición de dos horas a una pantalla de este tipo en la noche reduce los niveles de melatonina un 22%. Dos datos para tener en cuenta la próxima vez que me lleve la computadora a la cama.
Es posible que nadie viva con tanta frustración las alteraciones en las hormonas del descanso como los astronautas. Ellos son el caso más extremo, ya que experimentan un anochecer cada 90 minutos y están constantemente expuestos a la luz artificial. Para remediar uno de sus problemas más recurrentes –el insomnio–, la NASA hizo instalar lamparitas especiales que emiten luz azul durante el “día” –mientras trabajan– y otra roja durante la “noche”, cuando es momento de descansar. Esta luz azul que los mantiene despiertos y alertas es la misma que emiten nuestros dispositivos. Para probarlo, bajé e instalé en mi computadora y en mi celular un software llamdo f.lux, que hace fluctuar la luz hacia matices más naturales, tal y como lo percibiría el ojo humano, según las horas del día.
SOLA EN SU CUARTO
La cultura funciona un poco como la decoración de esta habitación en la que me voy quedando dormida. Su rol, muchas veces, es el de estandarizar algunos comportamientos hasta naturalizarlos. O mejor aún, al igual que el cableado multicolor que sale del aparato que tengo en mi cabeza, se trata de un gran entramado de variables que coexisten y que alguien debe tomarse el trabajo de unir para poder entender sus conexiones reales. Una de las cosas más interesantes que exponen los estudios sobre el sueño es la forma en que nuestras ideas y creencias pueden incidir sobre cómo opera nuestra biología y lo que entendemos de ella.

Si bien esta noche no comparto mi cama, tampoco duermo sola: más bien atravieso una soledad grupal. Durante una jornada se realizan varias polisomnografías en simultáneo. En este centro, por ejemplo, hay tres personas más durmiendo bajo monitoreo en cuartos similares a este. Nunca las vi cuando entré, ni las veré cuando me vaya: los horarios son escalonados para que los pacientes no se crucen. Están ahí, luchando con su vigilia, intentando averiguar algo de lo que les pasa.
Compartir la cama no es una elección menor a la hora de cuidar el sueño. Elegir con quién nos acostamos condiciona la forma en la que dormimos y, según el autor de Dreamland, es todo lo contrario de lo que imaginamos. Para desazón de los románticos y los amantes de la cucharita, el libro de Randall dedica todo un capítulo a desmitificar la importancia de lecho compartido y a explicar cómo altera nuestro descanso. Según numerosos estudios, dormir en compañía aumenta en un 50% las probabilidades de sufrir disturbios durante el sueño. Uno de los primeros en estudiar el tema fue Neil Stanley, quien dejó a la multitud boquiabierta en el British Science Festival cuando presentó sus hallazgos. “Dormir es una actividad egoísta, nadie puede compartir tu sueño”. Stanley no estaba anunciando el final de la monogamia ni la de la familia nuclear, tampoco abogando por relaciones sin sexo, pero eso les pareció a los oyentes. La noción de que las parejas compartan cama está tan arraigada en nuestra cultura como la sensación de que ello es símbolo de compromiso, amor o estabilidad. No es necesario dormir con un sonámbulo para darse cuenta de que compartir el colchón puede no ser un lecho de rosas. Basta con un ronquido o un movimiento mal calculado para echar a perder la paz. Es más, los efectos de un descanso pobre están vinculados con un mayor índice de divorcio, depresión y problemas cardíacos.
Para encarar la solución, es importante asumir algo tan simple como que al final del día, después del sexo o la película, cada uno se acurruca de su lado lo mejor que puede para no estorbarse y cierra los ojos. La respuesta puede incluir desde camas más amplias a lechos separados. Según la Asociación Nacional de Constructores de Estados Unidos, durante 2016 la mitad de las nuevas casas hechas a medida tiene dos dormitorios principales separados.
Lo más complejo, parece, es sobreponerse a las construcciones heredadas. Y no solo de casas y departamentos, la herencia de los mandatos también puede ser difícil de superar. Para probar su tesis, Neil Stanley monitoreó a un grupo de parejas que durmieron juntas durante varias noches y separadas en la misma cantidad. Luego se les preguntó cuándo habían sentido que dormían mejor. La mayoría contestó que con sus parejas, pero sus signos vitales y ondas cerebrales indicaron lo opuesto.
Dreamland, Adventures in the Strange Science of Sleep apunta aún más lejos y se mete de lleno con el sistema educativo. Según las horas de inicio de clases, y su vinculación con el sueño, se pueden determinar fracasos escolares, agresividad en los chicos y otros fenómenos.
Que los horarios escolares parecen peleados con la biología de un adolescente es algo más que debatido en la actualidad. Cuando los jóvenes entran en la pubertad, sus ciclos circadianos cambian radicalmente, impidiéndoles acostarse antes de las 11 o 12 de la noche. Los adultos, por el contrario, comienzan a liberar melatonina alrededor del horario de la cena, y cuando se despiertan, casi no tienen nada en su torrente sanguíneo. Por este motivo, hacer que los chicos se levanten y tengan un buen rendimiento intelectual antes de las ocho de la mañana, no es simplemente cruel, también es inútil. Los horarios del colegio y las actividades extracurriculares –basadas, casi siempre, en modelos obsoletos– atentan contra un desarrollo óptimo de la adolescencia.
En algunos distritos escolares de Europa y Estados Unidos han probado que, demorando el horario de entrada, los jóvenes multiplicaban el rendimiento y además bajaban los índices de violencia, accidentes de tránsito, depresión, obesidad y tabaquismo. Uno de los múltiples factores que empuja a obtener varios fracasos escolares y problemas de aprendizaje es el sueño insuficiente o de mala calidad.
PLEGARIA PARA UNA NIÑA DORMIDA
La mayoría de las consultas que se reciben en Somnos, el centro del sueño donde ahora duermo, son por síntomas habituales como apneas del sueño, síndrome de piernas inquietas o insomnio. Este último es uno de los malestares modernos más ubicuos: algunas estadísticas indican que un 10% de la población sufre insomnio crónico y un 40% ha padecido o padece problemas recurrentes de sueño. En la primera década de este siglo también aumentaron un 266% los diagnósticos de desórdenes del sueño y un 293% las drogas prescriptas.
No existe un tratamiento específico para el insomnio que tenga éxito garantizado. Cada persona es diferente y los motivos de la falta de sueño pueden responder tanto a cuestiones fisiológicas como psicológicas. Los tratamientos suelen oscilar entre técnicas para combatir el insomnio transitorio con hierbas naturales, que van del tilo a la valeriana, hasta técnicas de relajación, meditación, respiración, yoga e higiene del sueño. Sin embargo, para los médicos consultados, lo más efectivo cuando se habla de insomnio de larga data es un tratamiento integral donde se utilizan técnicas cognitivo conductuales. Es necesario reenseñar al cerebro a dormir y a aprender a relajarse. Según los detalles de la patología, el tratamiento se acompaña, cuando es necesario, con alguna medicación específica.
¿Qué es dormir bien? ¿De qué hablamos cuando hablamos de descansar? La cantidad de sueño depende fundamentalmente de los años de la persona: los niños en edad preescolar necesitan entre 14 y 15 horas; los adolescentes, al menos nueve; los jóvenes, ocho, y en adultos, las tan buscadas siete horas de sueño diario. Los ancianos raramente duerman más de seis. Más allá de estos datos objetivos, un buen descanso se manifiesta no solo en la cantidad de horas dormidas, sino en su calidad, o acaso nunca te levantaste extenuado luego de dormir una gran siesta.
Aquí está el eje del problema. Debido al enfoque farmacológico clásico, relativizado por todos los profesionales consultados, ya que disuelve el síntoma pero oculta la causa, el mayor dilema actual es que se sabe poco y nada. Para empezar –según explican desde el gabinete del Hospital Británico–, la medicina del sueño no es siquiera una especialidad. Médicos de diversas divisiones (neumonólogos, neurólogos) y personal de la salud (enfermeros, kinesiólogos, psicólogos) se ocupan de la disciplina en áreas de frontera, entre todas estas especialidades. De hecho, existen escasos cursos de nivel universitario que otorguen capacitación formal al respecto. Por otro lado, no existe un registro nacional ni un programa de acreditación de centros de sueño. El desarrollo del área, en los hospitales públicos, es aún precario.
La cronoterapia es uno de los abordajes que incluye en su proceso el estudio de nuestros ciclos circadianos. ¿Cómo usar los ritmos de nuestro reloj biológico para ayudar a proteger nuestros corazones, mejorar nuestra digestión, sacar mayor provecho de nuestros cerebros y hasta luchar contra el cáncer? Algunos estudios contemporáneos indican que la misma medicación puede tener diferentes efectos según el horario en el que se tome. Y ese horario varía de persona a persona.
Me despierto algo desorientada, acalorada y repleta de cables. Esta sensación de incomodidad no se termina con el estudio y me va a acompañar durante las siguientes semanas. Cuando decidí averiguar más sobre mi sueño y qué tipo de problema podría originar, entendí que al igual que con tantos otros aspectos que se transforman en debates actuales –la alimentación o la administración de vacunas–, la mayoría de las ideas que tenemos establecidas son parte de verdades preconcebidas con poco sustento científico y muy cuestionadas desde diversos extremos del conocimiento, desde la investigación más tradicional hasta las terapias modernas. La dificultad para conciliar el sueño todavía me acompaña algunas noches. Parece irónico, pero me niego a darles la razón a quienes pregonan que la ignorancia es dicha.
¿Qué secretos revelaron los estudios de mi sueño? Para empezar, que puedo quedarme tranquila porque no ronco ni sufro de ninguna apnea que despierte a potenciales acompañantes. Si bien tengo lo que se denomina “movimientos aperiódicos de las extremidades”–es decir que moví las piernas tanto que tuvieron que entrar a acomodarme tres veces los cables–, no se trata de nada grave. Mi Sleep Efficiency o SE, la proporción de tiempo dormido sobre el total de tiempo que pasé acostada en la cama fue alto: un 78%. Mientras que mi Sleep Onset Latency o SOL, el tiempo que tardé en ir de la vigilia al sueño –normalmente al estadio más leve de las etapas REM–, fue de 22 minutos. Los resultados salieron bastante bien, visto y considerando que dormí en condiciones poco propicias, toda conectada y en un lugar ajeno. Según las máquinas que durmieron y respiraron a la par mía esa noche, me desperté seis veces en el transcurso del estudio y tuve una latencia REM –el tiempo transcurrido entre el inicio del sueño y el comienzo del sueño REM– de 64 minutos. Aun así, intuyo que las cosas que más me interesaba saber a mí –por qué me cuesta dormir, por qué a veces sueño y otras no, cuán sano es mi sueño fragmentado, qué vínculo hay entre la ansiedad y el sueño– y sus respuestas no se agotan solo en números y cifras. Igualmente, creo que todo lo que nos motive a indagar más en los confines de nuestra existencia biológica es un paso que merece ser dado.
La tecnología puede habernos distraído y modificado nuestros ritmos naturales. En el otro extremo, es una gran herramienta de difusión, medición, estudio y hasta una aliada en la reconfiguración de nuestro sueño. Promover nuevas formas de organizar nuestro tiempo no es otra cosa que repensar –y cuestionar– la estructura del trabajo, el ocio y el descanso en la vida moderna. La industria médica tampoco ayuda, no hay higiene del sueño posible cuando Lunesta –uno de los medicamentos más vendidos en Estados Unidos contra el insomnio– maneja cifras billonarias y hasta ha recibido premios por sus campañas de marketing.
¿Podemos manejar nuestro descanso para vivir mejor? ¿Cuál es la manera de hacer que nuestro tiempo diurno mejore a través de nuestro tiempo nocturno? “El sueño no es un respiro de nuestras vidas, es el tercio faltante del rompecabezas de lo que significa estar vivos”, dice Randall. Un desafío médico, cultural y hasta espiritual que nos invita a (re)conectarnos con ese misterioso tercio latente de nuestro tiempo.