Las vigas
El refectorio de Santa Maria delle Grazie, en Milán, donde se halla el fresco de la Santa Cena de Leonardo, sirvió de establo para los caballos de Napoleón, aunque previamente el prior de ese convento había mandado abrir una puerta en mitad de la pintura para comunicar ese espacio directamente con la cocina; de esa forma, las perolas humeantes de los frailes pasaban entre las rodillas del Salvador y, al no tener que dar la vuelta por un pasillo, no se enfriaban las lentejas. A principios del siglo XX, el guarda de la Alhambra de Granada aún criaba cerdos en el Patio de los Leones, y mientras esa porqueriza hedía a gran distancia, Unamuno y Juan Ramón Jiménez paseaban por los Jardines del Generalife hablando de los rododendros. Todos los templos de Apolo fueron sucesivamente iglesias cristianas, mezquitas, depósitos de granos o de explosivos, antes de ser derribados por el abandono. En algún patio de la mezquita de Córdoba estaban arrumbadas unas vigas del artesonado del siglo X que eran consideradas unas simples maderas viejas. Hasta que la reina Victoria de Inglaterra, la mayor perista de la historia, comenzó a comprar para el Museo Británico todos los mármoles y tesoros que saqueaban sus tropas colonialistas en Grecia y en Egipto, la incuria reinaba sobre toda clase de ruinas. El arte no ha tenido valor mientras no ha tenido precio. Los retablos, tallas, pilas y sagrarios echados a perder estaban a merced de unos estetas muy despiertos que lo tenían todo a favor para hacerse con ellos gracias a la ignorancia del clero y al desinterés del Estado. El coleccionismo era entonces una pasión pura y muy barata, pero con el tiempo se fue convirtiendo en un mercado y, en medio de la negligencia absoluta, los chamarileros entraron a saco en el patrimonio cultural hasta dejarlo esquilmado por completo. Si hoy produce escándalo que unas vigas de la mezquita de Córdoba hayan sido expoliadas, sólo se debe a que la sala Christie’s de Londres las ha valorado en cerca de medio millón de euros cada una. Aquellas maderas desechadas por unos canónigos zotes fueron primero convertidas en arte por la mirada desinteresada de un esteta puro, luego entró en acción algún espabilado y finalmente sobrevino la especulación. Un sagrario del siglo XVII puede servir para guardar el whisky. Las vigas de la mezquita, tal vez, acabarán convertidas en el cabezal de la cama de algún rico constructor, y todo porque al final de este camino el precio del arte se ha confundido con su valor.
* El autor, español, es escritor y periodista