Las Vegas. La razón muy específica por la cual todos deberíamos ir una vez en la vida
Siempre tuve malas referencias de Las Vegas : que es horrible, que es "muy yanquilandia", que andan todos borrachos por la calle festejando despedidas de solteros, que si no te gusta el juego no tiene sentido ir, que todo es shopping y consumo y que, básicamente, es uno de los lugares más vulgares del mundo.
Nunca me importaron demasiado estos comentarios porque nunca tuve intenciones de ir a Las Vegas, salvo cuando descubrí los shows bizarros de Celine Dion pegando gritos entre nubes de humo y arlequines danzantes. Qué emoción estar ahí vibrando Titanic y "Because you loved me", pensaba yo, pero tenía veintipico y mis únicas chances de ver ese show eran comprando el DVD. Lo hice, obviamente.
Hoy, diez años más tarde, es otra la diva que despertó mi necesidad ridícula de ir a Las Vegas. Desde que Gwen Stefani anunció su residencia en la ciudad del pecado, empecé a vislumbrar la posibilidad de verla en vivo, desde cerca, en un espectáculo que no haría gira y solo se presentaría ahí. Estuve tres meses molestando a todo el mundo para ir, hasta que mi novio se decidió a acompañarme y me alentó a sacar los tickets y hacer mi sueño realidad. El resto es gay bizarre history.
Algo que nadie dice de Las Vegas es que su es clima tremendamente seco; la piel se te puede escamar, la nariz se te paspa y los ojos se te ponen colorados por el polvo. Nadie lo dice porque todo el mundo llega ahí extasiado o medio borracho, pero los hipocondríacos sentimos el golpe del desierto a las pocas horas de bajar del avión. Después está la comida grasosa, enorme y muy americana, que mezclada con el jet lag (hay cuatro horas de diferencia con Buenos Aires) produce estragos en nuestro organismo. Estamos en Las Vegas y todo es tacos, hamburguesas gigantes, pizzas de estilo Chicago que parecen tartas con kilos de mozzarella y cookies con helado de mil quinientas calorías cada una (este dato es exacto).
Llegué a la mañana temprano y me encontré con todo eso mientras vagaba por las calles desoladas de Vegas huyendo del lobby del hotel, que ya tenía jugadores en sus máquinas tomando alcohol y fumando antes del mediodía. Me sentí mal y odié todo, hasta que caminando como un zombie por la avenida principal me topé con un cartel gigante de Cher anunciando su show de clásicos para esa misma noche en el hotel MGM. ¡Dios mío!, pensé, ¿y si hubiera entradas para esto?
Busqué como loco el teatro, y mientras hacía la cola en el box office que anunciaba próximos shows de Lady Gaga, Bruno Mars, Cristina Aguilera, Janet Jackson y hasta Hillary y Bill Clinton en una conferencia para fanáticos del partido demócrata le dije con firmeza a mi novio que yo iba a entrar ahí como sea, que él se podía ir a descansar al hotel o comer un pancho gigante o hacer cualquier cosa. Mi novio se hartó y se fue.
Yo esperé y conseguí entrada, una sola entrada por una suma en dólares que no revelaré pues el horno no está para bollos. Unas horas más tarde, me encontré rodeado de gente mayor en lentejuelas viendo uno de los mejores shows de mi vida. Cher, a sus 72, hizo ocho cambios de vestuario, de look y de pelucas, repasando toda su carrera en 90 minutos de talento y precisión.
Ahí empecé a entender el espíritu de Las Vegas.
Ningún artista llega a presentarse en uno de sus escenarios porque sí. Hacer una residencia en Vegas implica tener una carrera consolidada, varias decenas de hits y ser conocido, más o menos, en todo el mundo. Porque los turistas que visitan el casino del desierto llegan de todos lados para ver la mejor versión de sus artistas favoritos. La ventaja competitiva de Vegas, y la razón por la que todos deberían ir al menos una vez en la vida, es que los shows no hacen gira, sino que están especialmente montados para quedarse ahí fijos y que la gente se tome el trabajo de viajar a verlos . En este caso no es el artista quien hace la gira, sino el espectador.
Y ahí está la diferencia: el show de Gwen Stefani, que vimos al día siguiente del de Cher, tenía un despliegue escenográfico y una calidad de luces y sonido que difícilmente podría ser montado en un estadio cualquiera en cualquier parte del mundo. De hecho, uno de los grandes diferenciales de Las Vegas es que los recitales ocurren en estadios relativamente chicos para el inmensidad de los artistas en cuestión. Lady Gaga, por ejemplo, metería cincuenta mil personas en una gira en el estadio de River, mientras que en Vegas se sienta sola con el piano frente a cinco mil espectadores que pagaron unos 300 dólares promedio para verla. Entonces, la calidad del show es infinitamente superior. Incluso lo más ricos –o los más fanáticos- pueden desembolsar mil dólares por un meet and greet con Gwen Stefani (mi intención era hacerlo, aunque mi vida doméstica y de pareja se hubiera visto seriamente comprmetida por tener una actitud tan adolescente) o reservar una mesita al pocos metros de Cher para ver el espectáculo sentado tomando tragos y champagne. Otro dato: los artistas que performan en Vegas hacen un extenso repaso por su carrera, con una estructura de show que además de incluir todos sus hits, suma pantallas gigantes con biografía del artista, videos vintage o inéditos, un compilado de sus notas y tapas de revistas, testimonios de sus familiares y todo lo demás. Una especie de programa especial ideal para fans incondicionales.
Siguiendo con Gwen, el pre show incluyó memorabilia de la artista con sus vestuarios más icónicos, mucho merchandishing a la venta y unas veinte barras de tragos donde la gente más diversa hacía fila para entrar al show con su coctel en mano. Todo tan primer mundo que duele.
Otro imperdible de Las Vegas son los shows del Cirque du Soleil en todas sus variantes. Love, un homenaje a Los Beatles, es la pura perfección por menos de cien dólares si compramos el ticket en un puesto de last minute, ahí mismo, atreviéndonos a regatear el precio.
El paseo en góndola por la falsa Venecia, las compras en el shopping greco romano del Ceasars Palace o la fuente de agua y luces del Bellagio son atracciones completamente bizarras y prescindibles. Pero los shows, los shows son tan únicos y espectaculares que todos nos merecemos ir ahí una vez en la vida.
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