
Las últimas horas de Roosevelt: hace 80 años, la muerte lo sorprendió junto a su amante, la ex secretaria de su mujer
Franklin D. Roosevelt fue uno de los presidentes más poderosos del siglo XX; en sus minutos finales, lo acompañó una mujer que no era su esposa
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El 12 de abril de 1945, a las 15:35, murió el presidente Franklin D. Roosevelt. Una hemorragia cerebral masiva lo sorprendió en su casa de Warm Springs, Georgia. Apenas habían pasado tres meses desde el inicio de su cuarto mandato (un hito sin precedentes) y su partida dejó a una nación atónita.
Roosevelt no fue un presidente más. Desafió los límites del poder, quebró moldes y reescribió las reglas del liderazgo en tiempos de crisis. En un país que desconfiaba de la intervención estatal, él se atrevió a imaginar un futuro distinto. El New Deal no solo fue una política económica: fue una promesa de reconstrucción para millones de estadounidenses golpeados por la Gran Depresión. Y aunque tuvo muchos detractores, también se ganó el respeto de quienes no pensaban como él.
Pero detrás del retrato oficial del estadista firme y visionario, había otro Roosevelt. Uno más frágil, más humano. Un hombre que, con el tiempo, aprendió a esconder lo que no podía mostrar. Y aquel día, en sus últimas horas, no lo acompañaba su esposa, Eleanor, sino Lucy Mercer Rutherfurd, la mujer que, en silencio, había sido su gran amor durante años.

Un amor escondido entre cartas y silencios
La historia de Lucy y Franklin comenzó muchos años antes, cuando ella trabajaba como secretaria de su esposa, Eleanor Roosevelt. Lucy era hija de Carroll Mercer, un hombre cercano a la familia Roosevelt y miembro de los Rough Riders, el famoso escuadrón voluntario con el que Theodore Roosevelt, primo lejano de Franklin, había combatido en la guerra hispano-estadounidense en Cuba.
Lucy creció en un entorno vinculado al poder y a las figuras históricas de su tiempo. Así, terminó trabajando como secretaria de Eleanor Roosevelt, con quien entabló una amistad.

En ese contexto fue que conoció más de cerca a Franklin. A diferencia de su esposa, que detestaba las actividades al aire libre, Lucy compartía con él algunos gustos, como los paseos en barco, que con el tiempo se volvieron cada vez más frecuentes. Lo que empezó como una cercanía inocente fue creciendo en intimidad, hasta convertirse en algo más que amistad.
En 1917, en plena efervescencia por la entrada de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, Lucy dejó su trabajo con Eleanor para unirse al equipo de la Marina. Por ese entonces, Franklin había sido nombrado subsecretario de la Armada y no pasó mucho tiempo hasta que Lucy se integró a su entorno de trabajo. Para muchos, ya no había dudas: entre ellos había un vínculo más profundo que una simple relación profesional.
Aunque no era público, los rumores corrían por los pasillos oficiales y en los círculos cercanos al poder. Incluso miembros de la familia Roosevelt lo daban por hecho. Una de las hijas de Theodore Roosevelt solía invitar a cenar a Franklin y a Lucy sin esconder la complicidad. “Que se divierta un poco... al fin y al cabo, está casado con Eleanor”, dicen que bromeaban con cierta crueldad, haciendo referencia al carácter severo de la primera dama y más de uno murmuraba que para ella el sexo era “una obligación”, algo que se soportaba más que se disfrutaba.
En una carta que Eleanor escribió a su hija Anna le comentó sobre su visión del sexo y el matrimonio, le dijo que para ella el sexo era “una obligación que se debía cumplir”.

En 1918, mientras cumplía funciones como subsecretario de la Armada durante la Primera Guerra Mundial, Franklin viajó a Europa. Allí se enfermó de neumonía, en medio del estallido de la pandemia de la gripe española, que por ese entonces arrasaba en el mundo. Regresó a los Estados Unidos débil y debió ser internado. Durante su convalecencia Eleanor, ocupándose de las tareas domésticas, decidió deshacer sus maletas. Pero lo que encontró cambió su matrimonio para siempre: un manojo de cartas íntimas que Franklin se había intercambiado con Lucy Mercer, su exsecretaria y amante.
Fue un golpe muy duro. Eleanor, herida pero digna, le propuso el divorcio. Pero no todos estaban dispuestos a permitir que ese matrimonio se rompiera. La madre de Franklin, Sara Delano Roosevelt, intervino de inmediato. Sabía que un escándalo de ese calibre podía sepultar la carrera política de su hijo. Para Sara “el adulterio podía disimularse, incluso perdonarse, pero el divorcio era una calamidad”. Una idea que reflejaba el pensamiento de la época de los sectores más conservadores.

“El suelo se hundió bajo mi propio mundo y me enfrenté conmigo misma, con mi entorno y con todo lo que me rodeaba, honestamente por primera vez”, escribió Eleanor Roosevelt en una carta a su amigo y confidente Joseph Lash, una figura clave tanto en su vida personal como en su trayectoria pública. Lash, periodista y activista político, sería años más tarde su biógrafo autorizado. En 1971 publicó Eleanor and Franklin, una de las obras más completas y reveladoras sobre la ex primera dama, basada en cartas privadas, diarios y entrevistas con quienes la conocieron de cerca.
Ante ese panorama, Franklin y Lucy se vieron obligados a ponerle fin al romance. Él prometió no volver a verla, y así se lo aseguró a Eleanor. Pero su promesa duró poco.

Lucy, intentando rehacer su vida, se casó poco después con Winthrop Rutherfurd, un aristócrata neoyorquino viudo. Winthrop había estado casado con Alice Morton, hija de un exvicepresidente de Estados Unidos, Levi P. Morton. Juntos tuvieron seis hijos, entre ellos Alice Rutherfurd, nacida en 1913. En 1943, Alice contrajo matrimonio con Arturo Peralta Ramos, una figura de la élite porteña.
Mientras tanto, el matrimonio Roosevelt apenas logró sostener las apariencias. La distancia emocional entre ellos era evidente y la intimidad, casi inexistente. Aunque seguían compartiendo la vida pública, en lo cotidiano llevaban existencias paralelas, con agendas separadas y compromisos que los mantenían ocupados y distantes. Cada uno, a su manera, encontró refugio en su propio mundo: él, se enfocó en la política y el liderazgo global; ella, se volcó a las causas sociales, los derechos humanos y su creciente voz independiente.

Eleanor: “Blanco de burlas y también de odio profundo”
Eleanor Roosevelt fue mucho más que la esposa del presidente. Era la sobrina del expresidente Theodore Roosevelt. Perdió a sus padres muy joven y creció marcada por una timidez que con los años transformó en fuerza política. Conoció a Franklin siendo apenas una adolescente; él era un primo lejano y se enamoraron en sus años de juventud. Se casaron en 1905, en una ceremonia en la que el propio Theodore (entonces presidente) entregó a Eleanor en el altar.

Eleanor y Franklin tuvieron seis hijos, aunque uno murió de bebé. A lo largo del tiempo, Eleanor fue madre, anfitriona, y más adelante, una mujer con voz propia. Durante las presidencias de su marido, Eleanor se convirtió en una voz poderosa en temas de justicia social, igualdad racial, derechos de las mujeres y derechos humanos. Escribía columnas, daba conferencias y recorría el país en solitario, escuchando a quienes no llegaban al Despacho Oval.
Tenía un gran compromiso con las causas sociales. Tras la muerte de Franklin, representó a Estados Unidos ante las Naciones Unidas y fue una de las redactoras de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Murió en 1962 y el New York Times le dedicó un homenaje que resumía su impacto: “Influyó más en las mentes, los corazones y las aspiraciones de la gente que cualquier otra Primera Dama en la historia... Al final de su vida, era una de las mujeres más queridas y admiradas del mundo. Durante sus 12 años en la Casa Blanca, fue blanco de burlas y también de odio profundo. Pero con el tiempo, su firmeza y compromiso hicieron que se ganara un respeto casi unánime”.
Los encuentros furtivos
Volviendo a la historia de Franklin y Lucy, el amor nunca se extinguió. Con el tiempo, retomaron el contacto en secreto. La complicidad creció con ayuda de asistentes cercanos y, especialmente, con la participación de Anna Roosevelt, la hija mayor del presidente.
Al principio, Anna se resistió a encubrir a su padre por lealtad hacia su madre. Pero cuando conoció a Lucy, quedó tan encantada con su calidez que no solo la aceptó, sino que se hicieron amigas. A partir de entonces, Anna se convirtió en pieza clave para facilitar los encuentros furtivos entre los amantes.
En 1921, apenas unos años después del escándalo, con solo 39 años, la vida de Franklin dio un vuelco inesperado: sufrió una parálisis súbita que lo dejó sin movilidad en gran parte del cuerpo. Mientras descansaba en la isla de Campobello, en la costa de Canadá, comenzó a sentir un fuerte malestar: fiebre, dolor en las piernas y una progresiva debilidad muscular que, en pocos días, se convirtió en una parálisis casi total de la parte inferior del cuerpo. En aquel momento, los médicos diagnosticaron poliomielitis y ese diagnóstico fue aceptado durante décadas como la causa de su discapacidad. Sin embargo, en 2003, un estudio médico publicado en la revista Archives of Pediatrics & Adolescent Medicine (Goldman & Schmalstieg) planteó una nueva hipótesis: según los síntomas detallados en los registros médicos originales, es posible que Roosevelt no haya tenido polio, sino síndrome de Guillain-Barré, una afección neurológica autoinmune que también puede provocar parálisis, pero cuya evolución y características clínicas se ajustan mejor a su caso. Aunque nunca podrá confirmarse de manera definitiva, esta teoría ha sido considerada plausible por la comunidad médica.
A pesar de las secuelas, Roosevelt se negó a ser definido por su condición. Usaba un sistema de arneses y férulas metálicas que le permitía mantenerse erguido y simular caminatas breves, siempre con ayuda de un bastón o del brazo de un asistente. Rara vez se dejaba ver en silla de ruedas, y la prensa, por respeto o estrategia, evitaba mostrarlo vulnerable. Tanto fue así, que al momento de su muerte, muchos estadounidenses aún no sabían que su presidente no podía caminar.

Aquel 12 de abril de 1945, mientras las tropas aliadas avanzaban en Europa y el fin de la Segunda Guerra Mundial estaba cerca, el presidente descansaba en su residencia de Warm Springs, Georgia. Era su refugio personal, lejos del poder y las cámaras, el lugar donde encontraba algo de paz y alivio físico. Allí, posaba para un retrato encargado a la pintora Elizabeth Shoumatoff, amiga de Lucy.
En medio de la sesión, Franklin se llevó la mano a la cabeza y pronunció sus últimas palabras: “Tengo un terrible dolor de cabeza” Un instante después, la hemorragia cerebral terminó con su vida. Lucy, testigo de ese momento, quedó inmóvil. Estaba allí, como tantas veces antes, no como esposa ni figura oficial, sino como su confidente, amiga, y para muchos, su verdadero amor.

Antes de que llegara la primera dama, Lucy fue retirada con discreción. No hubo escándalos, ni reclamos. Solo respeto. Días después, Eleanor recibió las condolencias de Lucy sin una sola palabra de reproche. Lucy moriría poco después, de leucemia, con apenas 56 años.
Tras la muerte de Roosevelt, el poder pasó a manos de su vicepresidente, Harry S. Truman, quien apenas llevaba 82 días en el cargo. “Sentí que la luna, las estrellas y todos los planetas me habían caído encima”, diría más tarde. Fue él quien tomó la decisión más extrema: autorizar el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Una acción que cambió el rumbo de la guerra… y de la historia. Pero esa es otra historia.

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