"¿Ustedes creen que la humanidad es buena o mala por naturaleza?". En estos tiempos extraños, las noches se hicieron más largas. Quizá porque buscamos alejar el tedio de la repetición –los días se parecen demasiado a sí mismos–, en casa nos quedamos en extensas sobremesas en las que podemos trenzarnos en polémicas tuiteras sin mayor trascendencia o detenernos en esas preguntas que nos obligan a repensarlo todo.
Cuando Juanita, la hija de mi marido, planteó ese dilema que desvela a los pensadores y pensadoras desde siempre –de Platón a Hobbes pasando por Bifo Berardi y Rita Segato–, me sentía realmente triste y pesimista. Ese domingo se había muerto Ramona Medina, referente de la Villa 31, coordinadora del área de salud de La Casa de la Mujer y las Disidencias de La Poderosa, que había denunciado al Gobierno de la Ciudad porque estaban sin agua, lo más básico que se necesita para combatir el coronavirus. Estaba aterrada, y con razón. Antes había muerto Víctor Giracoy, que gestionaba un comedor también en el barrio Mugica. Ese domingo me pregunté en qué momento naturalizamos un sistema que no solo tolera, sino que empuja a millones de personas a vivir por debajo de condiciones dignas. ¿Fue necesaria una pandemia para darnos cuenta de lo obvio? ¿En serio alguien cree que cada uno tiene lo que se merece?
"Para mí, como decía Hobbes, el hombre es el lobo del hombre", le respondí a Juanita. Ella me miró entre desilusionada e incrédula. Con sus 18 años, la perspectiva de un mundo injusto sin solución no es una respuesta posible. Menos aún definitiva, porque le quita sentido a cualquier cosa que hagamos en el día a día. "Pero pensá –me dijo ella entre compasiva y desafiante–, en todas las personas que en este momento están haciendo algo por los otros, en todas las personas que a lo largo de la historia quebraron la lógica del sálvese quien pueda. Son muchas más que las otras, solo que hacen menos ruido y tienen menos poder".
¿Fue necesaria una pandemia para darnos cuenta de lo obvio? ¿En serio alguien cree que cada uno tiene lo que se merece?
Sé de lo que habla –aunque a veces no alcance, o casi nunca alcance–, porque Ramona y Víctor eran de esas personas. Y porque también sé que hay redes de solidaridad (en su origen del latín, la palabra solidaridad hacía referencia a la unión de las partes para hacer algo sólido) que se fueron multiplicando en estos meses: familias que cocinan viandas, centros culturales que se convirtieron en merenderos, aportes como el de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) –que ya lleva donados 80.000 kilos de verdura agroecológica–, colectas entre amigos para sostener a alguno que está en la lona, maestras y maestros que gestionan bolsones de comida, lectores que compraron vouchers para que sus librerías pudieran sostenerse –al igual que muchos clientes con sus bares preferidos–, cocineros y cocineras de organizaciones sociales que multiplican las raciones de comida como panes y peces... Una malla de contención, un entramado invisible, pero sólido, que desafía los mandatos de lucro personal de la economía de mercado.
Nadie elige en qué contexto nacer, pero sí podemos elegir qué hacer frente a este reparto, mientras el reparto siga siendo tan injusto.
De hecho, mientras escribía este editorial entre la desazón y la esperanza, entre el voluntarismo y la impotencia, en medio del vaivén de emociones al que nos expone la pandemia, me llegó un video de agradecimiento de Santi, que cocina en el Galpón de La Chilinga, en Saavedra. Unos días atrás, con varias familias del jardín público al que va (iba) mi hijo, nos organizamos para donarle bolsones de comida. Ese video, de algún modo, sintetizaba la mirada optimista de Juanita: Santi había puesto en marcha una cadena capaz de multiplicar el pequeño aporte que habíamos hecho nosotros.
En un mundo ideal, no tendría que haber un Santi porque no tendría que haber ni una persona con hambre. En un mundo ideal, Ramona tendría que haber tenido las mismas posibilidades de vida digna que cualquiera de nosotros. Pero estamos acá, en este mundo que de pronto nos puso en la cara qué significa la desigualdad social. Nadie elige en qué contexto nacer, pero sí podemos elegir qué hacer frente a este reparto, mientras el reparto siga siendo tan injusto.
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