Las puertas entornadas
Despertar intereses en los recién llegados al mundo no resulta sencillo porque los adultos nos hemos retirado de esa responsabilidad, por considerarlos autosuficientes
¿Por qué me atraen la plástica, la música o la literatura? Ese interrogante reapareció hace poco cuando, en un anochecer otoñal de la primavera neoyorkina, Evgeny Kissin dejó caer las notas iniciales de la última de las sonatas para piano de Beethoven. El poder evocador de la música me retrotrajo a mi niñez cuando mis padres se sentaban a escuchar esas obras que, para mí, eran sólo el fondo de otros sonidos, otros estímulos. Sin embargo, a pesar de no compartir entonces sus intereses, ellos persistían en sugerirme con la contundencia de su ejemplo callado que, además de la realidad cotidiana que entonces no era tan atronadora como hoy, había todo un mundo por explorar.
Gracias a ese interés en señalar para mí puertas que de no ser por ellos hubieran permanecido invisibles, es que décadas después me interesé por establecer una relación casi personal con algo de lo mejor que han producido los seres humanos, lo que me permitió vivir muchos momentos inolvidables. Esas experiencias, que hoy más que nunca están al alcance de todos, son las que contribuyen a que logremos imaginarnos distintos, vayamos más allá de nosotros mismos, nos enriquezcamos como seres humanos. Lo que llamamos arte es, en realidad, lo que logra cambiarnos porque nos ayuda a explorar nuestro interior, nos acompaña en la búsqueda de lo que hay de esencial en nosotros. Como afirma el músico Brian Eno, "quisiéramos pensar que el arte nos modifica de alguna manera, nos hace personas más profundas, mejores".
Pero esas experiencias, no sólo las limitadas al arte sino las que involucran al conjunto de la obra humana, sólo son posibles si alguien se toma el trabajo de guiarnos hacia ellas, dejando puertas ligeramente entornadas para que, tal vez algún día, decidamos atravesarlas. El despertar interés, la esencia de la educación, no resulta hoy tarea sencilla porque los adultos nos hemos retirado de la responsabilidad de introducir en el mundo a los "recién llegados" a quienes consideramos autosuficientes. Lo expresa de manera magistral Hannah Arendt en su análisis de la crisis de la educación: "La cultura contemporánea reconoce la existencia de un mundo infantil autónomo, cuyo gobierno ha entregado a los propios niños. Como la autoridad que establece las normas está dentro del mismo grupo infantil, el adulto queda inerme frente al niño, con el que se rompen las relaciones normales entre niños y adultos. Estos niños, desterrados del mundo de los mayores, emancipados de su autoridad, no se han liberado. Han quedado librados a sí mismos o a merced de la tiranía de su propio grupo del que no se pueden apartar para ir a otro mundo porque el de los adultos les es ajeno. Los niños reaccionan refugiándose en el conformismo o en la delincuencia. A menudo en ambos".
Bastaría con seguir reproduciendo a Arendt, quien sobre esta cuestión parece haberlo dicho todo y tan bien. Sólo la glosaré cuando señala que al educar decidimos si amamos al mundo lo bastante como para asumir la responsabilidad por él y así salvarlo de una ruina que, de no ser por la llegada de los jóvenes, sería inevitable. Pero también al enseñar ponemos de manifiesto si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no expulsarlos de nuestro mundo dejándolos librados a sus propios recursos. En fin, si los respetamos lo suficiente como para prepararlos con tiempo para la tarea de renovar la realidad que nos es común.
Hay que volver a asumir la tarea de mostrar el mundo a los recién llegados, incluyendo lo mejor que ha logrado crear el ser humano, para evitar entregarlos inermes al poderoso aparato publicitario que hoy monopoliza la visión que sobre él adquieren. En este anochecer primaveral del invierno porteño y sorprendido por una inesperada metáfora –intento volver a escuchar la Sonata opus 111 de Beethoven en desigual lucha con la ensordecedora cumbia que proviene de la plaza pública– comparto estas reflexiones en reconocimiento a quienes les importé tanto como para asumir la responsabilidad de ampliar mi visión de lo humano.
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