Las páginas de un grueso libro: un gozo que nos juntaba como imanes
Era verano, de noche. Me fui a dormir a los almacenes. Salí caminando por el pasto de casa y todavía hacía calor. Las antiguas y gruesas paredes de piedra del edificio siempre resguardaban la fresca; allí sobre las bolsas de arpillera de maíz que se usaban para las gallinas, dormiría plácidamente encostado longitudinalmente entre las uniones de los sacos. Encontraría una vez más, como en otros veranos, un espacio amable para echarme con sosiego y sensatez. Como un animal. Llevaba, para diferenciarme de ellos, una almohada, una sábana blanca y un enorme, fino, suave shahtoosh negro para taparme; a mi edad podía darme esas atenciones eméritas. Era una noche de ilusión, me sentía como un niño, sabía que al amanecer ella vendría a tomar café conmigo. Encendí un enorme cirio que había sobre la pequeña fuente de agua de granito gris. El hilo de agua corría insistentemente.
Siempre pregoné que a la vida debemos inferirle contrastes, opuestos, discordancia. A veces, dormir debajo de un árbol; otras, en un palacio. La sola armonía y comodidad produce hastío.
Cuando finalmente me encontré echado sobre mi improvisada cama blanca, mirando hacia los altos techos, sentí un bienestar que llegaba desde las mismas raíces de mi niñez. Observé en las alturas, con la tenue y titilante luz del cirio, la enorme cumbrera y las cabreadas de pinotea que vestían el edificio, con una distinción que solo le da el tiempo a los mas nobles materiales. Siempre cuidé del niño que me habita, hay algo fundamental en él, que prescribe la obstinación de los años.
Mi soledad elegida, nominada cada día como una camisa muy blanca y almidonada, parecía floreada por mi hacer, votada en mis entrañas. Siempre me sentó bien. Soy un purista letrado de las horas y los días conmigo. La observación de todo lo que me rodea es el motivo de vivir: la ambición del deseo, una academia pobre de normas y preceptos, pero rebosante de irreverencia, insinuaciones. Aquel lugar de incertidumbre es un hermoso vértigo que ilumina mis días. Einstein dijo que la imaginación era más importante que el conocimiento, ya que lo que se sabe es poco y la imaginación pueden abarcar el universo todo.
Me desperté un poco duro luego de mi descansado estar de maíz. Cuando comenzó la primera claridad, visible por los tragaluces del techo, pensé en un desayuno. En camino a la casa, donde busqué café y una sartén de hierro, pasé a levantar huevos de las gallinas colloncas que son ligeramente verde-azulados, con una yema muy anaranjada. Cuando ella entró por la enorme puerta de los almacenes yo estaba otra vez sentado sobre los costales de maíz, haciendo las tostadas sobre una vieja y enana cocina de carbón. El café estaba caliente; solo faltaba cocinar suavemente los huevos en manteca. Hacía muchísimos años nos veíamos una vez al mes, siempre incitados por el placer. Parecían las páginas de un grueso libro. Las páginas hablaban siempre de lo mismo con la insistencia de un gozo que nos juntaba una y otra vez como imanes. Siempre decíamos que no había nada más puro y encumbrado que los amantes. Mas allá de nuestras vidas privadas, compartíamos aquel roce que se extendía por las mañanas.
Antes del desayuno tuvimos nuestro primer hacer de piel, casi vestidos, deleitados por el encuentro luego de tanta ausencia. El delicioso desayuno en los costales nos dejo durmiendo una siesta de media mañana ya desnudos de vida. Humedales del amor.