Mucho antes que los egipcios, hace siete mil años, los Chinchorro fueron los primeros en momificar a sus muertos y practicar complejos ritos funerarios. Parte de ese tesoro, hallado en el desierto del norte de Chile, se resguarda y exhibe en dos museos de Arica.
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Un llamado telefónico revolucionó lo que parecía un día normal en el Museo Arqueológico San Miguel de Azapa, a fines de la primavera de 1983. Del otro lado, la compañía de agua potable local informaba sobre la existencia de un cementerio de momias humanas; dieron con ellas mientras hacían excavaciones en las faldas del Morro de Arica para mejorar el suministro de agua en la ciudad. No era la primera vez que alguien reportaba el hallazgo de un resto arqueológico. Pero esta vez era diferente.
Un equipo de arqueólogos salió rumbo al morro. Lo que vieron fue sorprendente: esas momias diferían de las encontradas. No sólo eran miles de años más antiguas –tenían unos siete mil años, lo que las convertía en las más antiguas del mundo– sino que, además, sus cuerpos habían recibido tratamientos de momificación artificial muy sofisticados, y no se desecaron en forma natural por la aridez del desierto. No había azar, sino una clara predeterminación. Esos cuerpos hablaban.
Las primeras momias fueron descubiertas en 1917 por el alemán Max Uhle en la playa Chinchorro (de ahí la cultura homónima), pero en ese momento no se contaba con tecnología –como el radiocarbono– para datarlas y se escribió muy poco sobre ellas. El descubrimiento de las nuevas momias, 93 en total, permitió profundizar el estudio de la cultura, desde su rescate en el morro hasta el análisis minucioso en el laboratorio dirigido por el antropólogo Bernardo Arriaza.
¿Quiénes fueron los Chinchorro? Simples pescadores, cazadores y recolectores que deambulaban prácticamente desnudos a orillas del Pacífico, desde Ilo, en Perú, hasta el norte de Antofagasta. De estatura baja, cubrían sus genitales con fibra de camélido y faldellines, una especie de taparrabos de fibra vegetal, y fabricaban anzuelos con conchas de mar.
Estas personas lograron desarrollar una compleja técnica para preservar a sus muertos durante 3.500 años, antes que cualquier otra cultura, incluso mucho antes de que Tutankamón naciera. Convertidas en obras de arte, las momias perduraron enterradas en el desierto chileno y afloraron para contar cómo se vivía y se sentía hace siete mil años.
El misterio de la muerte
"Esta exposición no es una muestra de seres muertos, sino la valoración de una antiquísima forma de vida y visión respecto de la muerte". La inscripción aparece, a modo de bienvenida, en el museo San Miguel de Azapa, administrado por el Departamento de Antropología de la Universidad de Tarapacá. Se encuentra en el valle del mismo nombre, a doce kilómetros de Arica, un oasis verde conocido por sus aceitunas negras.
En estas salas se protege gran parte del tesoro Chinchorro, entre deshumidificadores y luces de bajo impacto, para que las momias se mantengan en condiciones similares a las que fueron halladas. Detrás de unas vitrinas se observan los cuerpos intervenidos junto a sus ajuares, tal como fueron enterrados. Hay mujeres, hombres, niños y nonatos. Yacen dentro de cajas rellenas de arena de río lavada. Sus cuerpos son coloridos y armónicos, de una belleza delicada.
"¿Cómo se habrán mantenido tanto tiempo?", pregunta un hombre en voz alta, con la cara pegada al vidrio que lo separa de varias hileras de momias, en el depósito del subsuelo. Una de las posibles respuestas es medioambiental: más allá del tratamiento artificial de las momias, el desierto costero fue un aliado perfecto para su conservación. Por su aridez y alta salinidad, deshidrata los cuerpos y evita que se descompongan.
La colección corresponde a distintos períodos y excavaciones, y no son sólo momias; también hay objetos –arpones, faldellines de fibra vegetal, cuchillos de piedra tallada, anzuelos para pescar– y hasta tallas de madera de los cuerpos momificados.
Muchas de las momias fueron encontradas en la caleta Camarones, área costera a cien kilómetros de Arica, donde aún afloran restos arqueológicos como un inmenso cementerio al aire libre. Otras esperan su turno en un edificio contiguo, tapadas por papeles blancos que absorben la acidez. Todavía hay mucho material por clasificar.
En una pared del museo se destaca una representación del rito de momificación: un cadáver tendido en el piso, rodeado de tres personas en cuclillas que manipulan sus huesos y órganos, cual lección de anatomía. La preparación del cuerpo era muy elaborada. Le cortaban la cabeza, extraían el cerebro y las partes blandas, hasta dejar el esqueleto limpio. Después, lo reconstruían. Rellenaban el cráneo y cavidades con maderas, fibras vegetales y arcilla (para recuperar el volumen). Desollaban el cuerpo y reutilizaban la piel para envolverlo. Le ponían peluca o penachos. Y, al final, lo pintaban. Dato curioso: les dejaban la cavidad de los ojos abierta, una forma quizás de mirar hacia el futuro.
Son 300 las momias documentadas hasta el momento, para las que el doctor Arriaza creó un sistema de clasificación de acuerdo al color y el tipo de momificación. Las más antiguas y complejas son las negras (5000 a.C. al 2800 a.C.), parecidas a una rígida estatua con todo el esqueleto reforzado y una oscura capa de pintura de óxido de manganeso abrillantado; las rojas (2500 a.C. a 1500 a.C.), tratadas con óxido de hierro y portadoras de largas pelucas, están menos desarticuladas que las negras, y hay otras más simples, cubiertas con vendajes o con una pátina de barro, pertenecientes a las etapas más tardías. Además, están las momias desecadas por vía natural, que suman casi la mitad; aparecen envueltas en esteras de fibra vegetal y pieles de camélidos, con ajuar de caza y pesca, que datan de los orígenes al fin de la cultura chinchorro.
Las preguntas surgen mientras se recorre la muestra. ¿Por qué practicaban estos ritos? Qué significado tenía para ellos? Según Arriaza, "surge como una empatía frente al dolor emocional de las primeras poblaciones que se ven enfrentadas a altas tasas de mortalidad perinatal, producto del hidroarsenicismo, que es endémico en la región y con valores que superan cien veces la norma".
El hidroarsenicismo es una enfermedad asociada al consumo de aguas contaminadas con sales de arsénico, y los Chinchorro sufrieron sus efectos: muchos abortos espontáneos y nacimientos prematuros. De hecho, muchas de las momias artificiales son representaciones de fetos y bebés, pequeñas estatuillas halladas sobre el pecho de la madre o apoyadas entre dos adultos. Es decir, la momificación pudo haber sido una respuesta cultural para mitigar el dolor frente a esas pérdidas. Una forma de negar la muerte o prolongar la vida, de conservar a estos niños dentro de la comunidad. La preparación de los nonatos era la más delicada e impresionante, porque requería el tratamiento de minúsculos embriones que aún no tenían formadas sus extremidades.
Conservaban todos los cuerpos momificados como monumentos ancestrales y los hacían formar parte de la vida cotidiana como si siguieran ahí más allá de la muerte. En algún momento (podían ser días o meses) consumaban entierros colectivos; de esta manera, los cuerpos sobrevivían bajo tierra, transformados, como expresiones artísticas y simbólicas.
Museo San Miguel de Azapa Valle de Azapa, Km 12. T: (0056-58) 220-5552. Lunes a domingo de 10 a 19. Entrada: 2.000 CLP (adultos) y 1.000 CLP (niños).
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