Las mejores historias son siempre de amor
El año pasado juré que no iba a volver a escribir historias que no fuesen de amor. Y no me lo juré porque no sepa escribir de las otras, ni porque me aburran las películas de acción o de misterio, tampoco porque yo sea una romántica incurable, porque no lo soy. Lo juré porque las otras historias son falsas, no importan, no existen. Si no es de amor, está mal contada, le falta un pedazo. Y si está bien, siempre hay una historia de amor, aunque no nos demos cuenta.
Rocky, por ejemplo, trata sobre un boxeador amateur algo pobre, tonto y entrado en años que se dedica a cobrar los créditos de un prestamista de Filadelfia. Alguna vez ha tenido cierto talento, pero siempre le fue mal, y ahora que ya se le pasó el cuarto de hora, la gente se lo hace saber burlándose de él. Un día, sin embargo, le sucede algo inesperado: el campeón de los pesos pesados necesita una pelea fácil e inofensiva, y un poco de casualidad y otro poco porque está acabado, le ofrecen pelear a él. Rocky decide no dejar pasar la oportunidad y se entrena como nunca se entrenó en la vida. Las escenas son famosas. Rocky corriendo. Rocky subiendo las escaleras. Rocky pegándole a la bolsa sin paz. No gana, pero contra los pronósticos hace una gran pelea y sorprende a todos menos a su nueva novia: Adrian, una vendedora de alimento para mascotas poco agraciada y lenta como él. Rocky es un tratado sobre el esfuerzo. Una cifra sobre los caballos perdedores, sobre cómo surgir de las cenizas, acerca de esa fe que sólo uno tiene en uno mismo. Pero sobre todo es una película hermosa sobre el amor, como lo son todas las épicas que valen la pena.
Piglia, en su Tesis sobre el cuento, dice que un cuento siempre cuenta dos historias. Una historia 1, que se trama en la superficie, a la vista de todos. Y una historia 2, que se cocina en el fondo y que emerge en el final para revelar una verdad hasta entonces oculta. La que importa es la segunda, la que estamos contando sin que nadie se dé cuenta. Una historia que además muchas veces trae el tema, o al menos lo que quiere contar el autor detrás de toda la peripecia superficial. No importa el formato, si es serie, película, novela. House of Cards es la crónica despiadada de cómo un hombre se vuelve presidente y un estudio sobre la ambición, pero también la historia de un matrimonio y de las particularidades del amor y de la pareja. La Odisea es el paradigma del viaje del héroe, pero es, ante todo, la historia de un hombre tratando de volver con su mujer. Superman es la lucha de un hombre invencible por mantener el bien y la justicia en el planeta, pero también la de un hombre que sufre porque puede hacer cualquier cosa menos llevar una vida normal junto a Luisa Lane. La historia 1 de Rocky es la de un boxeador que va a ganar por primera vez en su vida. Pero la historia 2, la que de verdad importa, es la de amor: la de cómo un perdedor y una solterona se conocen, se enamoran y ese amor los cura y los salva para siempre.
Detrás de la película, la historia de Rocky también es hermosa. Corren los años setenta y Sylvester Stallone, un actor malo, vive en un monoambiente infectado de ratas junto a su esposa, está harto de no quedar en ningún casting. Ha probado suerte en la escritura, pero tampoco le fue bien: garabateó algunas películas malas y capítulos que nadie compró. Una noche, mirando una pelea entre Mohammed Alí y Chuck Wepner –un ex marine, boxeador mediocre, con más derrotas que triunfos–, se maravilla ante la lucha desesperada de Wepner en el ring. Alí es superior y el favorito, pero el otro pelea con tantas ganas, que logra noquear a Alí en el round número nueve. Finalmente Alí se recupera y Wepner pierde la pelea, pero a Stallone se le ocurre una idea. Escribe Rocky en sólo veinticuatro horas y trata de hacer circular el guión entre sus contactos. No le va mal. Unos meses después le hacen una oferta: cien mil dólares por su primer guión. Para sorpresa de todos, Stallone se niega a vender. Los productores quieren que el protagonista sea Robert Redford y no él. Por aquella época no tenía dinero ni para darle de comer al gato y su mujer, cansada de la miseria, lo abandona por esta decisión, pero él se mantiene firme. Si él no actúa, prefiere que esa película no exista. Tironeo mediante, los productores cedieron y la película se hizo tal cual la conocemos hoy.
Las historias de Stallone y de Rocky son paralelas. Ambos ganan luego de haber perdido toda la vida. Wepner en cambio pierde. Parecía que iba a ganar, pero la realidad, aplastante, lo volvió a poner en su lugar enseguida. Fue en ese momento y en instante de decepción que Stallone encontró la película. ¿Qué se hubiera necesitado para que Wepner ganara? ¿Qué debería haber sido distinto para que un boxeador medio pelo le ganara al campeón? La respuesta está siempre en la historia 2. Wepner es real, pero Rocky es un cuento, y los cuentos, como bien dice Piglia, siempre cuentan dos historias. Y la historia 2, en Rocky y en todas las épicas buenas, siempre es sobre amor. Después de una vida de soledad y maltrato, Adrian cree en él y eso lo cambia todo. Su amor y su fe lo vuelven un hombre distinto, como el deseo y el amor de él la vuelven distinta a ella también. Son dos perdedores que se encuentran en ese mundo gris y fabril (cierren los ojos, piensen de qué color es la película y van a ver que es esmeradamente gris) y se protegen, se cuidan, se quieren. Dos pajaritos que se lamen el ala rota. Rocky triunfa porque se entrena, sí. Pero Rocky se entrena porque por primera vez alguien lo ve campeón. Rocky gana porque ella lo amó.
La prueba es la escena más famosa de Rocky, ya arriba del ring, cuando acaban de anunciar el resultado. En ese momento termina la historia 1 y emerge formalmente la 2. Si Rocky fuese la historia de un campeón de boxeo, hubiera buscado las cámaras, escupido a su contrincante, o trepado a las cuerdas con gesto desafiante. Pero Rocky se saca los micrófonos de encima y la busca a ella con desesperación. Grita ¡Adrian! y la busca en la muchedumbre. Es Ulises volviendo a casa. Es Frank Underwood débil porque su esposa lo deja. Es Superman renunciando a sus poderes para poder estar con Luisa Lane. No le interesan los demás, no los ve, no los registra. Sólo necesita verla a ella, abrazarla, decirle que la ama, que no se equivocó con él.
A pesar del protagonista ignoto, Rocky se convirtió en un éxito de crítica y de taquilla. Ganó el Oscar a mejor película, mejor actor y mejor guión en 1976, recaudó 171 millones de dólares y Stallone se volvió una estrella internacional. Se hicieron cinco secuelas y un spin off: Rocky II, Rocky III, Rocky IV, Rocky V, Rocky Balboa y Creed, pero ninguna es tan buena, tan entrañable ni ha quedado en el imaginario popular como la primera. Las que le siguen son más espectaculares. Tienen mejoras técnicas, peleas más logradas, estrellas de primer nivel, campañas de marketing poderosas y miles de fanáticos esperando verlas. Incluida yo. Sin embargo, ninguna funcionó como la primera porque las historias sin amor son falsas, no importan, no existen, no son verdaderas. Si una historia no es de amor, está mal contada, le falta un pedazo. Y si está bien, siempre hay una historia de amor, aunque no nos demos cuenta.