Las máquinas de impedir: nuevos conflictos y pesares para el amor
Cuando canal 13 emitía el boom turco de Las mil y una noches mi sobrino, Román, que entonces tenía siete años le preguntó a su mamá por qué Burak no podía estar junto a la hermana de Kerem, si estaban tan enamorados. Mi cuñada, para no dar demasiados detalles (después de todo tiene siete años), le explicó que las familias se odiaban por cuestiones del pasado. Mi sobrino, acostumbrado como nadie al quilombo familiar, de desorientó. "¿Qué tiene que ver que las familias se odien si ellos quieren estar juntos? ", insistía, intrigado. Mi cuñada, para acortar, le dijo que en Turquía esas diferencias entre familias estaban mal vistas. Mi sobrino preguntó qué era "mal visto" y aunque le explicaron, nunca entendió qué tenía que ver el amor con que las familias se odiaran y con lo que pensara la gente, y se quedó con la sensación de que había un error, de que no le estaban contando algo.
El primer día que empecé a escribir en la tele, mi socio, Leo Calderone –que entonces era mi jefe– me dijo lo más importante que hay que saber sobre el culebrón: lo único que construye el horizontal de la novela es un secreto o un impedimento. Las características de los personajes (incluso cuando atentan contra el amor) o situaciones de comedia para confundirlos o alejarlos pueden servir algunos capítulos, pero no construyen la trama central. Ni la neurosis, ni la histeria, ni la timidez separan a dos amantes durante un año ni vuelven un amor imposible. Una gran novela tiene raíz sólo cuando se construye bien alguna de esas dos cosas: un secreto o un impedimento. Si tiene ambas, mucho mejor.
Que la protagonista esté comprometida, que esté a punto de casarse con un millonario para salvar a su familia, que él sea rico y ella pobre, que él sea cura o ella monja, que sean de diferentes clases sociales, que él tenga una enfermedad incurable, o que estalle la guerra apenas se conocen y eso los separe por mucho tiempo son impedimentos. Un secreto, en cambio, es que los protagonistas sean hermanos, que la heroína esté buscando a su hijo perdido, o que el galán haya venido a vengarse del marido de ella usando otra identidad. Son esquemas universales que existen desde Romeo y Julieta (diferentes clases sociales) o El Conde de Montecristo (la venganza) y se repiten, de distintas maneras, adaptándose a la época y la historia, buscando siempre en las particularidades de cada caso y, si hay suerte, en la pluma del autor, una voz diferente a todas las anteriores.
La ingeniería de esos impedimentos y sus particularidades, así como la dosificación de futuras revelaciones o creación de nuevos conflictos es el trabajo del guionista propiamente dicho. Ellos quieren estar juntos y nosotros los separamos. Somos un primo aguafiestas, un padre severo que objeta el novio de su hija, un villano consagrado a dificultar, confundir y enredar el destino de los amantes. Primero, porque de concretarse ese amor nos quedaríamos sin trabajo. Y segundo, porque cuanto más prohibida, particular o difícil es la historia, más sentimos que ese amor vale la pena.
El problema principal al que nos enfrentamos los guionistas de telenovela es que la modernidad ha barrido con casi todos los impedimentos y ha tornado inverosímiles los secretos. El celular, los exámenes de ADN, Facebook, la ley de divorcio, la desaparición de ciertos tabúes y prejuicios nos han vaciado la caja de herramientas. ¿Qué clase de amantes no pueden concretar durante ciento setenta capítulos sólo porque ella está casada si más de la mitad de las parejas se divorcia o es infiel? ¿De qué forma una villana podría fingir un embarazo con un almohadón en la panza cuando hay ecografías 3D? ¿Cuántos años puede estar un hijo adoptivo sin hacerse un ADN para enterarse de que la empleada doméstica de toda la vida en realidad es su madre? ¿Y cuánto puede separar una guerra a dos amantes que pueden buscarse por Facebook, por Twitter, por Whatsapp? Los hombres y las mujeres nunca hemos sido tan libres para el amor como ahora. Si una pareja quiere estar junta de verdad, es difícil que no lo esté. Y si no lo está, es porque realmente no tenían que estar juntos. Y esta libertad, tan linda para el mundo, es un dolor de cabeza para los guionistas. Nos está costando separar a la gente.
Las novelas turcas o coreanas que ahora son un boom, por ejemplo, a veces son sumamente lentas, tienen una factura de producción pobre y descuidada y los actores son malos, pero tienen mejores impedimentos porque están escritas en sociedades más cerradas, conservadoras y patriarcales. Las ayuda el entorno que a nosotros nos complica la vida. En Turquía una mujer violada o que una noche cobró por amor está manchada y no puede casarse con cualquier hombre. En Corea, si el padre no quiere que su hija se comprometa con el galán alcanza para separarlos de por vida e incluso pueden casarla a la fuerza, sin dar ninguna explicación, con otro sujeto que consideren mejor. Desde acá las vemos como una excentricidad porque entramos en ese universo e incorporamos sus códigos como cuando aceptamos otras reglas y costumbres en una película de época. Sin embargo, para un chico de siete años como mi sobrino, que no ha vivido en murmullo vecino cuando una esposa dejaba a su marido hace 20 años o que no tiene idea de que alguna vez no existió el divorcio, algunos conflictos son imposibles de digerir. Siente que le estamos tomando el pelo, que lo estamos dejando afuera de algo.
Con este panorama es nuestro trabajo descubrir las nuevas formas de relacionarnos, los nuevos conflictos y pesares para el amor y, en consecuencia, qué impedimentos nos van a separar en los próximos años. En Farsantes, un abogado de 50 y tantos años que llevaba una vida paralela para no asumir que era gay, de repente se enamoraba profundamente de su compañero de trabajo, un joven a punto de casarse para tapar su homosexualidad. En Guapas (aunque era más una comedia que un melodrama), una mujer que hizo diez años de tratamientos para quedar embarazada se entera de que su ex pareja va a tener un hijo con otra y ante el panorama desolador que le pinta su propia edad y su situación sentimental, decide inseminarse con unos embriones congelados que quedaron de cuando estaban juntos. Son dilemas nuevos, conflictos de hoy, prejuicios de este momento: ¿Qué pasaría si te enamorás de tu compañero de trabajo luego de mentir 30 años sobre tu condición sexual? ¿Qué harías si quedás embarazada de tu ex marido por inseminación artificial sin que nadie lo sepa, ni siquiera él mismo?
Dentro de 15 años, quizás mi sobrino tenga hijos, y ya no haya televisión pero se sigan contando historias en Internet. Probablemente vean una novela de otro país, quizás rusa o egipcia (yo vi novelas venezolanas y mexicanas cuando era chica) o de otra época, y su hijo le pregunte por qué dos hombres no pueden estar juntos si están enamorados, o cómo es que ella tiene que pedirle permiso a su ex marido para tener un bebé. Mi sobrino le dirá que en esa cultura o en ese momento había ciertos prejuicios y que estaba mal visto ser gay o inseminarse sin un padre. Él le preguntará qué son los prejuicios y mi sobrino explicará con el mayor detalle posible por qué eso era hoy un impedimento, pero todo le soñará raro y poco verosímil y se quedará con la sensación de que hay un error, tal cual como se quedó su papá frente al televisor el año pasado.
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