"Las lagartijas invaden la Capital y el GBA, y cada vez son más grandes", se inquietó Clarín. "Pánico por invasión de lagartijas en la Ciudad y el conurbano", exageró Crónica. "Lagartijas se apoderan de la ciudad de Buenos Aires", se aterró el sitio mexicano Debate. Los titulares, publicados este verano, daban cuenta de un fenómeno que circula con curiosidad o preocupación silenciada entre miles de hogares del Área Metropolitana: la convivencia forzada con una especie exótica.
La irrupción de los reptiles de entre 3 y 13 centímetros generó otra grieta en los hogares porteños y bonaerenses. Están los que sienten miedo y asco, y los que los adoptan como mascotas. Los apocalípticos que los ahuyentan con repelentes y los integrados que los celebran como insecticidas naturales. En los grupos vecinales de Facebook llegan reportes de avistajes en Vicente López y San Isidro, Lanús y Avellaneda, Chacarita y Colegiales, Flores y Villa Crespo. Y no se limitan al plano horizontal: algunos suceden hasta en el octavo piso.
Limpio, inofensivo y huidizo, el invasor "corresponde a una variedad de gecko que vulgarmente se llama salamanquesa, cuyo nombre científico es Tarentola mauritanica, por Mauritania, en el noroeste de África", precisa Oscar Stellatelli, del Grupo Vertebrados del Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras (Conicet - Universidad Nacional de Mar del Plata). La salamanquesa tuvo un rol determinante en su propia vida. En 1994, cuando todavía estaba en el colegio, un conocido le regaló una que había encontrado en La Tablada; el encuentro marcó su camino hacia la herpetología, la rama de la ciencia que estudia a reptiles y anfibios. "Ese pequeño animal de edad desconocida fue mi compañero de estudios hasta casi el final de mi carrera", dice nostálgico.
Allá lejos…
Para explicar cómo llegaron los geckos a otras vidas argentinas, Stellatelli da cuenta de un antecedente que despierta cierto consenso: el desembarco de cargamentos de madera africana en los 80. "No siempre que una especie exótica llega a una localidad nueva tiene éxito en el primer arribo –aclara–; generalmente pueden ocurrir varios, tanto en tiempo como en espacio". Es posible, entonces, pensar en comunidades de geckos del mar Mediterráneo (entre el norte de África y el sur de Europa), que fueron llegando como polizones en contenedores y embalajes. Distintas oleadas de cruces océanicos que, aun a temperaturas extremas y sin agua ni comida, les permitieron desembarcar vivitos y coleando.
Después de dejar el puerto, las salamanquesas cumplieron una ley natural. Cuando se amplían los centros urbanos y el cemento reemplaza a los pastizales nativos, algunas especies autóctonas no se adaptan y deben migrar. Los geckos empezaron a cubrir los huecos dejados por las lagartijas bonaerenses, "ya que son capaces de trepar y explotar la verticalidad que ofrecen las construcciones de concreto, y tienen hábitos nocturnos que les ayudan a evitar depredadores", detalla el biólogo. Su visibilidad –y la alarma en la prensa– aumenta en los meses cálidos, cuando dejan de hibernar y tienen más alimento a disposición en casas y departamentos.
A esta altura ya generaron una descendencia criolla que fue creciendo gracias a los viajes internos. "Si bien tienen una capacidad de dispersión relativamente limitada, condicionada por su pequeño tamaño, morfología y metabolismo, sus hábitos nocturnos y la habilidad de trepar le han permitido ser exitosas y escurridizas a la vista de quienes las han transportado por accidente", confirma el especialista. Una vez instaladas entre nosotros, esperan pacientes bajo taparrollos, muebles o electrodomésticos. Cuando cae el sol, emergen para comerse los insectos que revolotean alrededor de las luminarias. No sólo cenan en casa; también se reproducen. Las futuras mamás buscan una maceta y entierran dos huevos de cáscara dura, tan chicos como semillas de mandarina.
Los geckos no representan ningún peligro. No son venenosos ni transmiten enfermedades zoonóticas (entre animales y seres humanos). Su hoja de ruta se limita a los centros urbanos. No hay reportes de su presencia en reservas donde podrían amenazar a especies protegidas. Stellatelli, entonces, opta por la vía pacífica: "Hay que aceptarlos como un integrante más del ecosistema que nosotros mismos generamos, tal como lo hacemos con otros animales de nuestro entorno inmediato". Por ahora, todo indica que son reptiles de buena voluntad que sólo quieren habitar el suelo argentino.
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