Las agujas cortan la piel y dejan para siempre un rastro de tinta. El ardor se asemeja al viento helado que quema en los mares del sur. Gaviotas, un sol que muere entre la espuma de las olas y la proa, que avanza tan naranja como el cielo y en la que se llega a leer Repunte. La imagen que la máquina de tatuar de Cristian Silva estampa en el brazo de Antonella Ciasca está sostenida por un ancla: el símbolo que miles de marineros grabaron en su piel como lazo con la tierra, el símbolo de la vuelta a casa. Quizá por eso Antonella lo haya elegido, como una forma de que el mar le devuelva, al menos simbólicamente, a su tío, Gustavo Sánchez, capitán del Repunte, uno de los siete hombres que permanecen desaparecidos después del naufragio que les costó la vida a los 10 tripulantes.
–Me lo hice para cuando se cumplió un año del naufragio. Una amiga me mostró la imagen por Facebook y quise tatuármela como homenaje, porque lo que pasó fue un antes y un después en nuestras vidas. Nunca vamos a poder darle cierre; esto es una forma de llevarlo por siempre conmigo.
Gabriela, la madre de Antonella, es hermana de Gustavo. Hasta hace poco más de un año, socióloga. Hoy es una mujer que pelea para que nadie se olvide de los hombres que yacen en el mar. Pero, sobre todo, para que no haya más muertes absurdas de los trabajadores de la pesca. Su vida, y la de toda su familia, cambió drásticamente el 17 de junio de 2017 cuando el buque fresquero de 32,6 metros de eslora, perteneciente a la firma Ostramar SA, desapareció a 65 kilómetros al noroeste de Rawson, en plena campaña de langostino.
Además de Gustavo, permanecen desaparecidos el jefe de máquinas Horacio Airala, los engrasadores Isaac Cabanchik y Fabián Samite, el primer oficial de pesca José Arias y los marineros Néstor Paganini y Claudio Islas. Los cuerpos de Silvano Coppola, Jorge Gaddi y José Ricardo Homs pudieron ser recuperados. Julio Guaymas y Lucas Trillo fueron los únicos sobrevivientes después de estar horas a la deriva.
–Nos quedó marcado ese sábado… para siempre… –cuenta Gabriela y trata de ordenar el relato que se le vuelve inasible no solo por el dolor, sino también por la cantidad de cosas que hizo desde aquel día–. Yo estaba en la Catedral colaborando con un grupo de padres con hijos con adicciones. A las 11 me llamó Mario [su marido] y me dijo: "Quedate tranquila, pero tengo que decirte algo: «El barco de Gustavo se hundió»".
Mario Ciasca es maquinista y ese día estaba en la timonera de otro barco cuando un compañero le dijo que se había hundido el Repunte. La primera reacción fue no creer. Incluso discutir con el portador de la noticia, como si negándola pudiera desvanecerla en el aire. Lo cierto fue que las averiguaciones lo llevaron a la certeza de que la tragedia era real: por la radio, en la frecuencia de trabajo, supo que el buque María Liliana estaba llegando a la zona del hundimiento.
Hasta entonces la noticia tenía un costado positivo: la última comunicación de Gustavo, el capitán del Repunte, decía que iban a abandonar el barco por "una entrada inminente de agua". La posibilidad de que todos los tripulantes estuvieran en la balsa era cierta. Sin embargo, el buque María Liliana la encontró vacía. Entonces sí, la desesperación en mar y en tierra.
–Yo estaba segura de que lo íbamos a encontrar. Primero con vida: hasta el tercer día tenía esa esperanza, me aferraba a la historia del sobreviviente del Jesús del Camino que estuvo casi un día perdido. Había subido a la balsa y había llegado a la costa, a un lugar inhóspito, y lo encontraron al día y medio. A mí se me había puesto en la cabeza que a mi hermano lo íbamos a encontrar así, por eso hacíamos tanto hincapié en el pedido de que también se rastrillara por tierra. Ellos se hundieron a 60 kilómetros de la costa; en una balsa, había posibilidades…
Mientras en Mar del Plata los familiares se movilizaban para tener respuestas, otros lo hacían en el sur. Rastrillaban a caballo a la espera de encontrar en las costas desiertas alguna señal. La unidad no se quebrantó nunca, incluso hoy permanecen juntos en cada reclamo y juntos como querellantes en la causa judicial que está caratulada como "Averiguación de accidente". Más allá del dolor, tienen en claro que Prefectura debe ser investigada por haber permitido que el barco saliera sin el control necesario después del agregado de los tangones (brazos que sirvieron para adaptar el buque a la pesca de langostino).
–No le hicieron la prueba de estabilidad y, además, 20 días antes al barco se le hizo un parche en la proa sin sacarlo del agua. Por las dimensiones del arreglo, la reparación debería haber sido hecha en dique seco –explica Gabriela con la contundencia de quien maneja al detalle los pormenores del caso–. El Repunte era un barco que llegó usado a la Argentina en el 68, con un hundimiento anterior. Su estructura era completamente distinta. Era merlucero, nunca había ido a langostino. Esa fue la última modificación y la más tremenda porque le pusieron los tangones que eran de otro barco de la misma empresa, el Don Luciano, un buque más grande. La modificación fue para poder salir a buscar langostino porque la diferencia económica con la merluza es abismal, a tal punto que se le dice "la fiebre del oro rojo".
Marea roja
El periodista especializado en temas portuarios Roberto Garrone desmenuza "la fiebre del oro rojo" en números: "Un barco carga, promedio, 2.000 cajones; por cada cajón más o menos son 18 kilos de langostino fresco; cada kilo se paga US$2,5… el barco se completa en un día y medio de pesca y se calcula que se pueden hacer unos ocho viajes al mes". La cuenta es simple: US$90.000 por cada viaje; US$720.000, si el buque logra hacer las ocho mareas. "En 2017, se desembarcaron 220.000 toneladas de langostino en toda la flota (hace 10 años se pescaban 45.000 toneladas); 180.000 fueron exportadas y se generaron US$1.300 millones. Si consideramos que el total de las exportaciones pesqueras no llegó a los 2.000 millones, el langostino es el que genera más de la mitad del ingreso de divisas", explica Garrone y suma que, desde su punto de vista, la situación económica es una de las tantas variables que hay que considerar cuando se analizan los casos de naufragio. Cuando la flota se para, el salario garantizado que solo algunos cobran no supera la línea de la pobreza. Las deudas empiezan a acogotar a los trabajadores y sus familiares. Con bancos y tarjetas de crédito al acecho, la posibilidad de hacer la diferencia en la campaña del langostino aparece como un respiro.
La necesidad tiene cara de hereje, pero en el mar el costo es demasiado alto.
El último viaje
La luz blanca rompe la noche y flota en el mar, que parece tranquilo. Avanza al ritmo del motor de la embarcación. La cámara que lo registra desde la baliza de la escollera norte tiembla, el viento golpea el micrófono.
–¡Dios, que me lo cuiden, por favor!
La voz de Guillermina Godoy es la que se escucha. Le habla al cielo, al mar, como si quisiera que el viento llevara su plegaria a oídos de Nahuel, su hijo, que parte del puerto de Mar del Plata, a bordo del Rigel, un barco de pesca que aquella noche del 5 de junio ponía proa hacia el sur para la pesca de langostino. Nueve tripulantes iban a bordo. Nahuel Navarrete, 32 años, seis hijos, era uno de ellos.
–Suerte, marineros, buenas mareas… ¡Hijo! ¡Nahuel!
–Te amo, vieja.
–¡Yo más! Vuelvan pronto, cuídense.
El diálogo es a los gritos. La voz de Nahuel se escucha apenas. Su hermano, Mateo, 31 años, también marinero, le grita desde la escollera:
–¡Buena proa, guachooo!
Y en esos gritos de despedida está el deseo de quien sabe a lo que se enfrenta el hombre cuando sale al mar. O quizás el recuerdo de aquella tarde noche de mayo de 2014 cuando el pesquero Doña Ada dio vuelta de campana y Nahuel logró sobrevivir gracias al rescate de los marineros del Manto Sagrado.
Guillermina habla de la historia de su hijo como puede. La voz se entrecorta ya no por el viento. Las lágrimas le quitan el aliento. Recién llega de caminar por las playas de San Bernardo, de recorrer los lugares que Nahuel caminaba.
–Necesitaba hablar con el mar… él se quedó con lo más preciado –dice y se queda callada un segundo antes de retomar la historia–.Un domingo a la tarde noche, en invierno, me llaman y me avisan que el Doña Ada había hecho un giro de campana. Llamé a Prefectura y me fui para el puerto, en Lavalle. Le llevé ropa, estaba empapado, temblaba, el Manto Sagrado los había rescatado. Tardó un tiempo en volver a embarcarse, pero necesitaba trabajar.
La de Nahuel puede ser la historia de muchos: las dificultades económicas, la falta de trabajo, la familia que necesita subsistir lo llevaron a patear los puertos en busca de algún puesto que lo ayudara a salir adelante. Fue estibador hasta que le ofrecieron embarcarse. Pasó por la escuela Scholorum Nautas y se recibió de marinero. Así empezó todo. Después llegaron los viajes, las manos lastimadas por el frío y las espinas, y la piel curtida por la sal. El primer naufragio. El temor de volver a subirse a esas embarcaciones que le daban poca seguridad. La necesidad. Otros puertos. Mar del Plata. Una lesión en los tendones. Otra vez la inactividad y la plata que no alcanza. La recuperación. El Rigel.
–Yo lo llevaba a embarcarse. Muchas veces le dije: "Gordito, te vamos a estar esperando, tus hijos te van a estar esperando, no te juegues la vida". Sus compañeros me dicen que se ponía todo al hombro, que era una bestia trabajando. El gordo agachaba la cabeza y laburaba. Este año esperaba salir adelante porque en la campaña del año pasado no le había ido tan bien.
El último viaje, ella lo acompañó una vez más. No lo recuerda tan contento como siempre, se enojó porque no le hizo mate en el camino. Llegaron a las 15 a Mar del Plata y la saludó con un abrazo fuerte. Ella le pidió que se cuidara.
–Esa fue la última vez que lo abracé...
Nahuel entró en la zona de embarque junto a su hermano, que lo acompañaba para llevar los bolsos. Se despidieron y salió. A las 18.30 prendieron los motores y una falla eléctrica dejó sin luz al buque. Nahuel le avisó a su madre por mensaje para que no se preocupara, sabía que ella iba a estar esperando para verlo zarpar. Cerca de las 20.30 hablaron: Nahuel le contó que habían comido fideos con tuco, que estaban a la espera del arreglo y de la revisión de Prefectura para salir. Le pidió cigarrillos, se había olvidado de comprar. Mateo se los alcanzó mientras Guillermina esperaba en el auto. Desde ahí vio movimientos que le anunciaron la partida y le llamó la atención que no había visto a la Prefectura. Enseguida, los dos se fueron hasta la escollera norte. Desde ahí quiso despedirlo, para poder estar más cerca. Antes de despedirlo a los gritos, le mandó un audio por teléfono:
–Cumplí tus sueños, pa… pero te quiero de vuelta.
El buque fresquero Rigel zarpó la noche del 5 de junio del puerto de Mar del Plata y a los tres días no pudo superar un temporal con vientos de hasta 60 kilómetros por hora y olas inmensas. Ese viernes 8 de junio, cerca de las 23, se produjo la última comunicación con las autoridades. Después, el naufragio: cajones de pescado flotando, la radiobaliza, una mancha de gasoil que teñía el mar.
El único cuerpo que pudo recuperarse fue el del capitán y dueño del barco, Salvador Taliercio, de 46 años. Los demás tripulantes –el segundo patrón Rodrigo Sanita, el jefe de máquinas Néstor Rodríguez, el auxiliar de máquinas Cristian Osorio y los marineros Jonatan Amadeo, Carlos Rodríguez, Pedro Mieres, Rodrigo Blanco y Nahuel Navarrete– continúan desaparecidos.
Veintitrés días después, un operativo de Prefectura encontró el pesquero hundido a 93 metros de profundidad y 44° de latitud sur y 62° de longitud oeste, aguas adentro en el mar argentino, a kilómetros de Punta Tombo, Chubut.
Muertes sin duelo
La escultura en piedra de un hombre fornido, de músculos exagerados, que carga un pescado en la mano derecha y herramientas en la izquierda se levanta a metros de la banquina de pescadores del puerto de Mar del Plata. La figura mira hacia el horizonte y, con ese aire de semidiós, custodia las almas de aquellos hombres que el mar mantiene en sus profundidades desde hace décadas. Las placas de metal amuradas a paredones grises recuerdan al Loco Pata, a Miguel Iácono, a Luis Di Iorio, a Alejandro Daniel Ricardenez y a otros tantos. También hay placas de mármol pulidas por el viento, en las que ya no puede leerse nada. Un cartel a pocos metros de ahí dice: "Las calles del puerto llevan sus nombres en reconocimiento a las tripulaciones de los buques perdidos en el mar: Estrella del Sur, Marlín, Campagnello, Foca, Sherif I, Virgen de la lágrima, Dorrego, San Francisco, Altair, Ivonne Marta, Pionero, Los tres amigos, San Antonino II, Mariluz II, Pampero, Don T. Roldán, San Gabriel, Esa Abate, Don José Moscuzza, las víctimas del 46 y Amapola y Angelito".
Estas últimas tragedias recuerdan dos de las más resonantes. La primera, el 29 de agosto de 1946, conocida como la tragedia de Santa Rosa, por la tormenta que lleva ese nombre. Las lluvias y los vientos de más de 95 kilómetros por hora azotaron las embarcaciones; el saldo, 31 víctimas fatales: 17 desaparecidos de los barcos Pumará, Palma Madre y Happy Day; ocho de El halcón; cinco de Quo Vadis y uno del María Dolores. Cuarenta y cuatro años después, el diario La Capital titulaba en tapa: "Drama por dos pesqueros perdidos". Se trataba del Amapola y el Angelito, dos buques de media altura. Las crónicas de la época dicen que el Amapola reportó en plena tormenta una avería y que el Angelito, que pescaba en las inmediaciones, se acercó como salvamento. Unidos por un cabo de acero, los barcos intentaron avanzar, pero las olas inmensas y el viento se sumaron al agua que entraba al Amapola. Era demasiado. Se fue a pique y con él sus ocho tripulantes y el barco que trataba de salvarlo con ocho marineros más.
Adriana Pisani es la autora de ¡Vuelven los pescadores!, libro que recupera la historia de las víctimas de los hundimientos de la tragedia del 46, considerada la mayor en la historia de Mar del Plata. "La particularidad que tienen los naufragios que fui estudiando es que, al no aparecer el cuerpo, los familiares no pueden elaborar el duelo. No lo ven; entonces, para ellos aparecen múltiples historias que justifican la ausencia: que están en una isla, que perdieron la memoria, que los rescató otro barco y van a volver… Me acuerdo de una chica a la que entrevisté que había perdido a su padre y a su hermano en el Mariluz, en el año 95; habían pasado ya dos años y ella me decía: «Creeme, Adriana, que cuando para un coche en la puerta de casa, pienso que son ellos, que volvieron»".
En los últimos dos años, fueron cinco los hundimientos que se registraron: los barcos San Antonino, Esteiro, Repunte, Que le importa y Rigel. Todos ellos, buques de más de 50 años. Por eso, uno de los principales reclamos que mantienen los familiares a través de la organización Ningún Hundimiento Más es que se renueve la flota pesquera. Esta lucha se da a la par de que les exigen al juez federal Gustavo Lleral y al Estado nacional que se refloten los buques hundidos, no solo para investigar con mayor eficacia las causas que los llevaron al naufragio, sino también para tratar de rescatar los cuerpos. En este sentido, la única respuesta que se les dio es que los costos de esas maniobras son demasiado altos.
En el caso del Rigel, el 10 de agosto comenzaron las audiencias para exigirle a la empresa Nueva Pesca S.A. el resarcimiento económico que les corresponde a las familias de los desaparecidos. El primero de los encuentros tuvo que postergarse porque no se hizo presente nadie de la firma.
–No me entra en la cabeza que no voy a ver más a mi hermano… no me entra en la cabeza –dice Gabriela y cuenta que, a veces, piensa que Gustavo anda de viaje. Quizás es la forma que tiene para soportar tanto dolor, esto y la energía que pone para lograr justicia–. Antes era la hermana de un capitán, la mujer de un maquinista, la madre de un marinero… ahí se terminaba. Ahora estoy comprometida…
Gabriela tiene a su marido y a su hijo, Mauro, también pescadores. Antes de que su hermano se hundiera con el Repunte, no solía tener miedo. Es que Gustavo pescaba desde que tenía 17 años. Se subió por primera vez a un barco detrás de su tío Cachi, que a los 45 años murió en el mar. Empezó a navegar con una cédula de menor y solo se bajó las veces que hubo paro en el puerto. Siempre elegía volver al mar.
–Si he tenido miedo ha sido por Mario; por mi hermano no, nunca. Era un tipo tranquilo, sereno, cualquier dificultad la iba a poder resolver. Estoy convencida de que no fue un tema del mar, sino un tema con el barco… estoy convencida, entonces… me da miedo de que si no cambian las condiciones, el Repunte no va a ser el último… eso lo pensaba todo el tiempo. Y no fue el último, pasó lo del Rigel y no va a ser el último tampoco. Hay muchas cosas que hacer y no se hacen. No hay voluntad política.
Mauro cuenta que después del hundimiento dejó de navegar por varios meses porque le agarró miedo. Una noche soñó con su tío: Gustavo lo llamaba para ir a cortar un árbol.
–Estábamos lo más bien y me decía: "Vení, Mauri, vamos a cortar un árbol. Y me agarraba y me iba a dar un hachazo a mí… "¿Qué hacés, tío, estás borracho?" –le decía y Gustavo le contestaba que iba a matarlo.
Gabriela cree que el sueño de su hijo es la muestra clara del temor a que le pase lo mismo. Incluso, cuenta que cuando se hundió el Rigel, Mauro se descompuso como nunca.
–Yo estaba en Camarones cuando se hundió el Rigel –sigue Mario, su marido–. Estábamos anclados por mal tiempo. Estaba tomando mate y el capitán me pide que ponga en marcha el barco, que teníamos que salir a buscarlo. Es una situación horrible, porque en el caso del Rigel ves cómo sale gasoil… una mancha enorme, sabés que están ahí abajo, pero no podés hacer nada…
A pesar de los años que lleva en el mar, la desaparición de su cuñado fue un golpe que Mario no puede superar. Cada vez que sale, arma la valija con la ropa y los guantes para la faena y se fija que esté la foto de Gustavo, que lo acompaña desde entonces.
Mario fue uno de los que viajó al sur a buscar cualquier rastro de los tripulantes del Repunte. Con él estaba su hija, Antonella, y Franco, el hijo de Gustavo. Una tarde, después de otra jornada de búsqueda, decidió hablarle a su sobrino. Decirle que ya era hora de afrontar la idea de que Gustavo, su papá, no estaba con vida.
–Mi papá era libre –recuerda Mario que le dijo su sobrino–. Dejalo libre en el mar.
"El mar es dulce y hermoso, pero puede ser cruel", escribió Ernest Hemingway en su libro El viejo y el mar. Estas historias parecen darle la razón.