Las costumbres aéreas de épocas muy diferentes, lejos de las low cost
El autor se pregunta si pronto no será válida la SUBE en los aviones o si los pasajeros que lleguen tarde, volarán parados
A 18’ del sol. Así se llamó el tercer álbum solista de Luis Alberto Spinetta. Lo editó CBS en 1977 y el lado B de la obra más jazzera del Flaco abría con "Canción para los días de la vida", cuya segunda estrofa arrancaba así: Tengo que aprender a volar / Entre tanta gente de pie. Ese podría ser el epígrafe de la nueva etapa que atraviesa la aviación comercial en el mundo, cuyo subtítulo rezaría, tal vez, de Pan American a FlyBondi.
Hace unos años, un amigo que mide casi dos metros y yo, que no le voy en zaga, nos trepamos a un vuelo de una low cost en Salvador de Bahía rumbo a Río de Janeiro. Nos sentamos en unas rígidas butacas de plástico que no reclinaban y nos sorprendió que nuestras rodillas peinaran el asiento de enfrente. Ilusos, le explicamos a una azafata lo tortuoso de soportar tres horas en esa posición. Ella nos dijo con amabilidad nordestina que la comodidad era proporcional al precio del pasaje –muy barato– y que ahora todos los brasileños accedían a volar gracias a Lula. Era cierto, pudimos comprobar que mucha de la gente que nos rodeaba jamás había estado a 10 mil metros de altura.
Eso preguntó un piloto de Aerolíneas Argentinas en un vuelo de cabotaje que me depositó en Comodoro Rivadavia: si podían levantar la mano los pasajeros que volaban por primera vez. Recuerdo también que hubo aplausos para los debutantes y varias caras de pánico en pleno despegue, que sintonizan a la perfección con estas otras líneas de la canción de Spinetta: Cuidan de mis alas unos gnomos de lata / Que de noche nunca ríen.
A principios de esta década, viajé a Seattle invitado a un festival de cine. Entonces, aproveché para visitar el exótico Museum of Flight, que alberga buena parte de la historia aeronáutica, desde un Concorde impecable (New York-París en tres horas y media, ¿recuerdan?) hasta la colección de uniformes que vestían las azafatas de Pan Am. En las épocas de oro, Pucci diseñaba los atavíos de Braniff Airways, Balenciaga los de Air France y Saint Laurent los de Qantas. Ya se sabe –y si no se sabe, probablemente se intuya–: todo lo que sube tiende en algún momento a bajar.
Si bien Vivienne Westwood craneó los atuendos de Virgin Atlantic en 2014, el aspecto de los mayordomos del aire ha ido decayendo. Y no es improbable que la desidia del ropaje aéreo vaya de la mano de otras desidias, peajes que cobran las compañías –hay excepciones, como siempre; si no, viajen en Qatar o en Singapore, y de ser millonarios háganlo en primera– para democratizar sus rutas (o, dicho de otro modo, para rentabilizarlas al extremo, como casi todo en esta era… ¿no será que pronto será válida la SUBE en los aviones y los que lleguen tarde volarán parados?). En orden de irritación: pagar por las valijas, pagar por una lata de cerveza, pagar por un asiento de emergencia, pagar por auriculares, pagar por evitar colas. Bueno, pagar por todo, además del pasaje. Y eso que en la mayoría de las low cost el pasaje suele costar un tercio que el taxi para llegar al aeropuerto.
Hablando de aeropuertos, se convirtieron en un dolor de cabeza y en fuente de dudosas paranoias, algunos a niveles de paroxismo; verbigracia, Estados Unidos, donde uno es por poco tratado cual si fuera un terrorista o un narcotraficante.
De tanto control (¿cuánto faltará para que debamos desnudarnos frente a un policía aeroportuario?), los viajeros trajinan orondos por los pasillos en conjunto de jogging y chancletas. Parece absurdo pensar, siquiera imaginar, que hace medio siglo cruzar el Atlántico en dos alas era algo así como almorzar en el Palacio de Buckingham el día del cumpleaños de la reina. Se podía fumar y las azafatas conocían el nombre de cada pasajero.
Entonces sí, apretujado contra la ventana, alguien gritará a los cuatro vientos desde un Boeing cualquiera otra estrofa del tema de Spinetta: Me pondré las ramas de este sol que me espera / Para usarme como el aire.